Amar a una mujer [22-31]

Jack D. Cowan, Friendship

22. No vivir sin ella no significaba tener que vivir con ella. De contrario mi conciencia moral no me permitiría estar todo el día en casa follando estando mi madre ahí. Me viera o no me viera.

23. Cuando miro a los hombres, la siento a mi lado viendo mi mirada puesta en sus ojos, mirando cómo deseo a esas miradas que me miran.

24. En mi fantasía, unos me desean y otros no. He optado por una fantasía realista. Hay quienes optan por fantasías quiméricas o de inverosímil puesta en obra. Pero yo ya tengo bastante con los imposibles que me acechan.

25. Un circo donde hay seres fantásticos: la mujer barbuda que siempre se está peinando, el hombre que da teta a un niño grande, las chicas que siempre se están dando a luz, el niño que se quita mocos de oro de la nariz, el chimpancé psicoanalista, que siempre está escuchando pero nunca habla, la crisálida inmortal que puede suicidarse más de una vez.

25b. Evidentemente, pensaba yo entonces, el hombre no tiene tetas; lo que tiene son unos pectorales imponentes. Iba a decir: impotentes.

25c. Evidentemente, ese hombre me fascinaba. Tanto más que ese hombre se convirtió en muchos.

25d. El niño grande soy yo, con independencia del sexo.

26. La imposibilidad de acceder a todos los objetos de deseo impone la contingencia de la elección según el equilibrio de Nash. Es la economía del sexo, es decir, un entendimiento particular de esa economía. Nash era gay.

27. Según ese supuesto equilibrio, que da por sentado que la seducción es el juego central de la elección de los objetos sexuales concretos, todas las partes son jugadores, luego competidores; y como lo que está en juego son objetos semejantes al sujeto que está en juego, el balance a priori es que cada sujeto ya está disuelto en las reglas del juego.

28. Un circuito de objetos. Un cirquito de objetos.

29. Cuando, en la vorágine de las miradas y de la sangre encendida, recuerdo la apariencia de inmutable castidad de mi madre, no deseo ser como ella. No porque valore más esta vorágine que aquella inmovilidad sino porque, así como el amor por mi madre es inmóvil e inmutable como su mirada hacia mí, el amor por mi deseo es voraz e imparable. A mi madre no le avergonzaba su ignorancia, pero a mí me seduce el conocimiento.

30. Además, la ignorancia de mi madre era a la vez un escudo y una excusa, ya que ella conocía los límites de su conocimiento mejor que yo conozco los de mi deseo. El caso es que no puedo dejar de mirar a los hombres, ni de desear muchos de ellos, quizás la mayoría, y eso que deseo se refleja en mi mirada, que mi madre conoce mejor que yo mismo.

31. Mi madre no sabe que me gustan las mujeres.

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