Habitualmente, una piensa en caligrafía como una bella escritura, o una forma de escritura más cercana al dibujo. La raíz griega kallos va ciertamente en ese sentido, pero no se puede obviar que también significa algo así como propicio o favorable. Otra forma de decirlo es que la caligrafía es una escritura fasta.
En la Roma clásica, contrariamente a los días nefastos, en los que estaba proscrita toda actividad que no fuera de carácter religioso, los días fastos, que eran todos los demás, eran aquellos propicios a las actividades seculares, es decir, a todo tipo de actividad humana. Tanto los días nefastos como los fastos eran días del calendario pero el día nefasto de algún modo se aislaba para marcar el carácter separado de lo que sería trascendente. En definitiva, se trataba de apoyar una idea acerca de aquello que era objeto de los ritos en un discurso metafísico o de lo trascendental que excluía, desde su temporalidad artificial, la actividad propiamente humana e inmanente, permaneciendo como signo de la exclusión de lo humano por la actividad religiosa.
La caligrafía, contrariamente a esa actividad que solo admitía el mutismo –la raíz probable del término ‘mística’, el sánscrito ‘mus’, señala esa idea de emudecimiento, de no tener palabras–, es la escritura favorable a la expresión de lo humano, que tiene la palabra. Esa escritura fasta se demarca de la metafísica porque se busca una finalidad en los caracteres mismos, sin acudir formalmente a la representatividad típica de la imagen pero evocándola potencialmente como forma de representación de otra cosa.
Que los caracteres puedan tener una finalidad en sí mismos en la caligrafía es una forma de decir que lo humano encuentra en la escritura una posibilidad de realizar su fin sin acudir a la metafísica o a la tecnología – los discursos que tratan, respectivamente, del efecto de presencia y de la efectividad representable. Heidegger entendió ciertamente la vecindad entre uno y otro, ya que emprendió una crítica de ambos para despejar el claro de bosque que es la vida del espíritu (Geist), manifiesta en la sed espiritual y en el deseo de conocimiento. Estas se corresponden, más sucintamente, a las espiritualidades y a las humanidades: las primeras, libres de todo peso representativo y de toda expectativa de salvación, y las segundas como nombre general de los campos del saber. Una y otra tendencia se anudan en el hecho de que lo humano no cuenta con su salvación –promesa delegada en un dios cruel porque omnipotente– sino que busca salvar lo que es llegando a conocerlo. Fuera de lo humano no hay ciencia ni salvación.
Esto mismo está escrito en la caligrafía, que es propia de cada sujeto que escribe y por eso es un signo de su estilo, vale a decir, de su carácter singular. No hay escritura nefasta si el sujeto no falta al encuentro con la verdad de ello mismo. Cuando el sujeto escribe a mano, produce una marca vestigial de su muerte, que lo hace único. Así, para quienes hacen esa práctica de lenguaje, el psicoanálisis es un anticipo del mayor de todos los logros: el conocimiento exacto de las posibilidades de movimiento de cada sujeto por sí mismo, incluyendo la del movimiento sin fin.