La pornografía como adicción

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Está hecho para no ser público y se deja ver fácilmente por el medio más potente aparecido a finales del siglo pasado. El porno e internet parecen hechos uno para el otro. Él tiene muchos más años que ella pero ella lo ha rejuvenecido y puesto al alcance de muchos más ojos, y él ha crecido con ella. El boom del porno amateur se debe a internet. Cualquiera que lo quiera puede –parece– satisfacer su voyeurismo pero también su exhibicionismo.

A partir de los noventa asistimos a otro boom relativo, sobre todo en Estados Unidos: el de los manuales para librarse de la adicción al porno. Algunos psicólogos, cristianos y otros celosos defensores de su moral se afanaron a sentenciar sobre qué daños podía producir tal prosperidad de imágenes y de las prácticas que aquellas parecían despertar y promover. Era más un síntoma del conocido malestar que rige la separación falsa entre lo público y lo privado, lo decoroso y lo obsceno, lo bueno y lo inmoral.

Con o sin malestar, el porno es la estrella de internet, y el lazo compulsivo que los une no deja de tener una relación profunda con la compulsión de mirar, aumentada por el sentido de lo prohibido y de lo vergonzoso. La ley tiene ese efecto (¿secundario?) de encender las pulsiones que pretende reprimir.

Un analizante me explicaba detenidamente cómo miraba porno a escondidas, manoseándose el pene, excitándose como cuando, de pequeño, veía en la tele ciertos atletas de los Juegos Olímpicos. En lugar del deseo de tener un cuerpo “así”, perseguía ahora el vídeo que más lo excitara. “Vídeos de minuto y medio, poco más, que los largos me aburren.” Podía pasarse horas mirando vídeos, retrasando su orgasmo al igual que sus quehaceres, lo que le dejaba una sensación de culpa y de pérdida de tiempo.

La porno-grafía, escritura de lo que queda fuera, escritura que trasborda, guarda relación íntima con la visión. La pornografía no tiene –de momento– textura ni olor ni sabor, pero se puede oír y, sobre todo, ver. Ella construye o es construida por una mirada subjetiva, razón por la que aquello que es pornográfico para una puede no serlo para otra. Pero ¿qué mirada o miradas participan en esta subjetividad? Las leyes del yo pueden ser muy elocuentes al respecto, concretamente si pensamos en la vergüenza –presente, adiada o apartada– que condiciona el contexto en qué uno mira porno. Podemos describir esta vergüenza latente o explícita, efecto colateral de la ley, como la consciencia de ser visto mirando la imagen de alguien que se deja ver e incluso se hace mirar, se ofrece a la mirada de no importa quién sea.

No importa quién sea. La aniquilación del voyeur en cuanto sujeto, pues está reducido al rol de consumidor pasivo, funciona como garantía previa del anonimato y la invisibilidad que el voyeur encuentra en el porno. Se reconoce forzosamente la complicidad con una imagen que tiene como efecto parecer que haya realizado previamente una fantasía del voyeur (lector modelo, en la terminología de Umberto Eco) y que, por ese mismo efecto, aparece como obscena (fuera de escena, fuera del alcance) ante el Gran Censor. El Yo silencia el sujeto del inconsciente, pero no efectivamente. Lo reprimido vuelve una y otra vez, se hace un hueco entre las páginas porno o más bien entre los recorridos fantásticos que hace el voyeur virtual por las cibersendas del sexo al intimar con la pantalla.

Si las fantasías escenificadas entre el imaginario del voyeur y las imágenes visitadas pueden permitir la aparición intermitente del fantasma que organiza el discurso mismo del sujeto que está por(no)leer, la compulsión de mirar esas imágenes viene acompañada de un silencio solo interrumpido, quizás, por los sonidos fantasmales que rodean el orgasmo. Es en este sentido que me parece más pertinente entender la pornografía como adicción –porque la “a-dicción” es eso mismo: una aparición compulsiva pero imperfecta del fantasma.

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