Las Derechas Humanas

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La alternancia democrática repite una vivencia puramente infantil. Recompensa o castigo: apretar el cinturón cuando la cosa se desmadra y soltarlo para pasar del Padre. Pero entre una derecha que impone un orden y una izquierda que lo cuestiona sin apenas tocarlo, el cinturón se mantiene ahí y la falta de elección determina la constancia del poder.

El bipartidismo asegura así la victoria ininterrumpida de una autoridad que se legitima sobre es espejismo del sistema electoral. Todo lo demás son perturbaciones del orden, alborotos antisistema, violencia dialéctica. Pensar hace daño. Y como el pensamiento estaría más asociado a las izquierdas (en plural, divididas), o –¡anatema!– a la decisión anárquica, y el adoctrinamiento a la derecha (en singular, a solas), no se supone que la violencia pueda venir más que de esta última. Además, como solo hace falta pensar cuando la violencia es tal que ya no admite risas, no es causa de gran perplejidad que la izquierda solo piense en la oposición, mientras cuando está en el poder solo piensa en mantener el sistema de alternancia que periódicamente la aúpa. La democracia es una dictadura con pausas para alguna política social.

De este modo, el poder es un ministerio exclusivo de la derecha. Si idealmente la izquierda tiene un proyecto social, la derecha tiene un proyecto de poder. El proyecto político, ese, tiene en el bipartidismo su más importante simulador, y se llama liberalismo. El liberalismo no es más que la libertad elevada a religión. Como en toda metafísica, no se trata de algo que existe, ni aquí ni en otro lado, sino de algo que seguramente está en nosotros porque nos lo han dicho y, si no está, es porque falta. Por eso es tan atractivo sentirse libre o luchar por serlo; en ambos casos, se corrobora la bella fantasía de que somos o seremos libres.

La derecha, su gran beneficiaria y benefactora al haber inventado la versión empresarial de la libertad, bautizada Libre Iniciativa, necesita un texto con poderes metafísicos. Los libros venerados ya existentes no le servían porque el proyecto de poder es un proyecto total, que no admite exclusiones (en el sentido en que excluye, evidentemente, pero jamás lo admite). El poder es un proyecto de universales, no de particulares. Así que ¿porqué no hablar de igualdad a aquellos que valen todos lo mismo, es decir, menos que aquellos que los gobiernan? ¿Y de fraternidad, para que se sientan responsables de la desdicha ajena y culpables de la suya? Así nace el pensamiento burgués organizado. Así nacen los principios humanistas de la “revolución” francesa y los derechos humanos. ¿Qué más podemos esperar de un Estado que quiere nuestro bien?

La historia de la Declaración Universal de los Derechos Humanos se confunde con la de las Revoluciones Liberales. Una y otras se escriben en mayúsculas no porque sean nombres propios sino porque son verdaderamente instituciones. Se han instituido al margen de las singularidades de quienes las hicieron posibles y han destituido, finalmente, a lo humano de su cargo principal: el hacerse cargo de su división interior o, si se quiere, de su propia falta.

Pero cuando algo es formulado como derecho universal, ya ha sido apropiado por el lenguaje y retenido por quienes ordenan el discurso del poder. ¿Porqué no universalizar lo imaginario? Hay creencias particularmente aptas a entretener a la mayoría.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos es un eje central del edificio capitalista: soporta su discurso hegemónico, recuerda la persistencia de las desigualdades y garantiza la prosperidad como gracia exclusiva de los afortunados y valientes. Los demás son hijos bastardos de la nueva era. Libertad, igualdad y fraternidad son nombres centrales del abandono, por lo humano, de su responsabilidad política.

En el mismo momento en que algo se representa como un derecho nace la posibilidad de no tenerlo, de tener que luchar por él. Se funda la división entre los que tienen derecho y los que no, se abre la guerra entre aquellos a quiénes los derechos incluyen y aquellos que quedan excluidos. El derecho nunca es universal o, mejor dicho, es universalmente nulo, ya que aquellos lo escribieron y por ello siempre lo han tenido degradaron, desde entonces, la justicia en una cuestión de derechos.

En consecuencia, el derecho es indisociable de una humanidad en estado de miseria, razón por la cual la ideología de la crisis y sus poderes no dejan jamás de hacer referencia, aunque implícita, a los derechos. Faiblesse oblige.

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