Cash slaves. Otra hipótesis sexual acerca del ahorro

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Una de las prácticas de representación de las relaciones de poder orientadas al goce sexual es la extorsión pactada. En ella se reconocen similitudes con otras prácticas relativamente minoritarias y de las que solo recientemente tenemos constancia:

  • se trata de una práctica sexual que expande su dominio más allá de los genitales o incluso se desarrolla sin contar, al menos aparentemente, con ellos;
  • consciente o inconscientemente, representa en un registro paródico un aspecto presente en la vida pública o que rige el contrato social, como es el caso general del BDSM o bondage y sadomasoquismo; por eso el tipo de rechazo al que está expuesto recuerda al del yo rechazando el otro por algo que reconoce en él y con qué, sin embargo, rehuye identificarse (es el caso de la homofobia y otras seudofobias de facción neurótica);
  • suele nombrarse por su nombre en inglés, con la particularidad de que los nombres comunes son los de sus practicantes – cash master y cash slave –, no el de la práctica, que podría llamarse en inglés cash domination y, en castellano, dominación por dinero o dominación en efectivo. Aún así, me parece más riguroso hablar de extorsión pactada.

La lectura no es, ni mucho menos, unívoca. No se trata de proponer una interpretación que sería correcta y que podría aplicarse a otros casos clínicos. Se trata de una hipótesis verdadera en la medida en que es mi experiencia subjetiva de un relato de otro, contrastada por la función de análisis. Algo, por consiguiente, parcial y fácilmente falsable.

Confrontado con la significancia de una parofonía –hacía sonar cash slave (esclavo de dinero) como cash sleeve (manga de dinero)–, elaboró una imagen de manga como boca cuyo fondo se pierde. Sin saber bien el porqué –es algo que aún requiere investigación–, la imagen mental que se me figuraba a mi era aquello que localmente, en una botella de Klein, parece una boca. Meter algo por esa boca, por esa manga, significa en ambos casos una deposición en un orificio que da contigüidad a un adentro y un afuera y que pone el sentido en tensión. Otra forma de decirlo sería: dinero por un tubo. Tenerlo para acumularlo y meterlo (para vaciarlo) en un pozo sin fondo: un abismo.

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Así que esta desconcertante hipótesis me llevó a considerar una doble acepción de esa esclavitud: la extrema abundancia de dinero –que para el esclavo siempre es demasiado y para el amo nunca es suficiente– y su carácter vacío. En efecto, ni el deseo sexual del esclavo queda satisfecho, porque siempre necesita evacuar más y más su cartera, como en el ritual del potlatch o una diarrea, ni el del amo, que encontraría en el dinero la única y angustiante medida para un vacío que le insinúa la insoportable vecindad de la muerte.

Hay entonces más de un nivel de intercambio ya que, por ejemplo, si el amo se caga aparentemente en la economía de su esclavo, es este quien va cagando dinero en la manga de su amo, que no deja de recordar una boca – a la que, sin embargo, él no paga precisamente por hablar. El cash master, por su forma paradójica de aceptar el dinero, que puede ser escenificada como un atraco persistente o de formas más rituales y aparatosas, no hace más que depositar en el otro una función fálica de la que no puede hacerse cargo pese a su metabolismo narcísico. El amo come lo que el otro caga, pero nunca está satisfecho. Puede decirse que el amo es la manga, pero el esclavo es el mangante.

El esclavo o esclava no deposita o depone el dinero en un gran Otro, aunque idealmente pueda estar en esa posición, lo que alimenta, de rebote, la ilusión implícita de que el esclavo sería un sujeto sin barrar – ilusión implícita porque lo que se actúa y explicita es precisamente una posición ni siquiera de sujeto barrado sino de un supuesto ente desubjetivizado, objetificado, deshumanizado. ¿Qué intenta comprar, sin embargo, el cash slave? La repetición del gesto, soportado por un mismo amo o por un amo tras otro, sugiere que se trata de rescatar el carácter imaginario del dinero, lo cual permite poner de relieve su valor escénico –representante de una relación de poder– a la vez que su valor ficticio, que es, en cierta medida, un no-valor. Lo que se compra efectivamente es la devaluación del dinero y, con ella, una relativa valorización yoica del sujeto en posición esclavo.

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¿Tendría esta lectura acerca de un comportamiento relativo al dinero algún tipo de trascendencia para la teoría económica? Por otras palabras, ¿hasta qué punto esta práctica sexual, mediada por un uso determinado del dinero, no levanta sospechas acerca de otros usos del dinero, quizás no tan desemejantes como pudiera parecer? ¿No tendrá la extorsión pactada, al igual que el sadomaso, una función social de simulacro que hace en parte de chivo expiatorio oculto a la vez que expone algo que no se quiere ver?

Parece que la deposición del dinero en otro, asociada finalmente a su devaluación, no es sin relación con los depósitos a orden, siempre disponibles y sin interés, o a plazo, prometiendo una ganancia a cambio de mayor inflexibilidad de movimiento. Más allá de los depósitos, se trata del ahorro como forma relativamente cumulativa de usar el dinero, lo cual monta a su efectivo no-uso. Ciertamente, se puede distinguir el ahorro objetivo (ahorrar razonablemente con la finalidad de comprar algo) o limitado (esa especie de caución de seguridad yoica a la que llamamos cojín) de la acumulación indefinida como un fin en sí, aunque no es menos cierto que raras veces se puede admitir la falta de finalidad de esa práctica angular del capitalismo.

Pero el ahorro no deja de suponer una posición de esclavitud: la manga conduce al banco, a la hucha. Por lo demás, el Estado y la Banca son significantes-amos que no solo se pueden representar como garantes de la vida del otro –de casi todos los demás, en realidad– sino que le dan sentido al otro: como elector, se le presta un simulacro de poder que le hace sentirse corresponsable y lo desresponsabiliza; como ahorrador, se le presta una moralidad –buen ciudadano, previsor, trabajador, útil– que sanciona asimismo su complicidad con la ideología. El sistema de méritos, el apremio de las desigualdades ventajosas o el favor según interesadas afinidades son el vínculo eficaz de esa esclavitud. Uno apuesta para ganar. ¿Pero ganar qué? Lo único que puede tener valor es lo que ha apostado, y eso ya solo puede perderlo.

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