Una revolución u otra cosa

BER ARCE, nadaqueber, flickr

La revolución es un deseo imaginario de la clase media. La clase media no es ese purgatorio dinerario de los que no son suficientemente pobres ni suficientemente ricos donde se trataría de remediar las carencias de lo superfluo con versiones baratas de las cosas que os ricos tienen. La clase media es la de los que no son suficientemente capaces y amorales para imponerse sobre los demás ni suficientemente resignados y desprovistos para establecerse en la miseria.

Hay así, en cierta clase media, brotes de una visión de la sociedad que en rigor no es nueva, ya que encuentra sus raíces en las modificaciones socioindustriales que animaron las colonias de trabajo, los sindicatos y las guerrillas urbanos del segundo cuartel del siglo XX, cuando se coció la masa madre de varias dictaduras europeas.

La revolución popular como idea solo se puede entender en los países industrializados – y luego desindustrializados por la exportación del tejido productivo hacia países donde había mano de obra a precio de liquidación – como expresión de la voluntad de poder de aquellos que, incapacitados por las leyes vigentes de hacer valer su palabra y de satisfacer lo que perciben como sus necesidades vitales, tratan de organizar paradójicos centros periféricos que puedan ordenar verticalmente so pretexto de construir alternativas al poder legal.

La asamblea es un pretexto muy idóneo para la institucionalizar las estructuras minoritarias donde el lastre de la sumisión bien asimilada por la mayoría y la semilla de la autoridad no menos enraizada en una minoría de iluminados hacen viable la reproducción de unos recursos de jerarquización no tan alejados de los que se utilizan a escala estatal. El mántrico rechazo del Estado, de la religión dominante, del sistema partidario y de la gran empresa es por ello absolutamente conveniente al asentamiento de las nuevas microhegemonías.

Si la idea de disminuir el peso del Estado o de contornar las leyes ofrece el simulacro ideal de la reproducción objetiva pero parcial de su entramado, la negación de la utilidad de los partidos y la autoexclusión relativamente al dispositivo electoral permite sostener un discurso victimista, aún cuando viene revestido de significantes como propuesta, proyecto, alternativa o subversión – algo que se manifiesta sin rodeos en la instalación de esas “alternativas” en los mismos lugares estructurales del otro: posición de poder (como contrapoder), liberalismo (como libertad), uniformización (como igualdad), y estado de bienestar (como federalismo o cooperativismo capaz de responder o satisfacer a las necesidades comunes). Pero incluso la relativa cercanía de estas “alternativas” respecto de conformaciones tan insospechadas como los nuevos sincretismos espirituales (supuestamente esotéricos y liberadores) y la iniciativa empresarial (pasada por el tamiz de la solidaridad del colectivo) no son más que reiteraciones de un insalvable sometimiento de lo alternativo a lo instituido.

Lo hegemónico y lo revolucionario son dos caras de un mismo semejante. A sus órdenes es inviable luchar contra la exclusión social, ya se dé esta como una salvaje exclusión material o como sutil exclusión de poder, conocimiento y deseo, las cuales se combinan en multitud de formas igualmente perversas y excluyentes. Eso indica que no hay sostenibilidad fuera de la autoridad. Así pues, el problema está en saber diversificar la autoridad en lugar de concentrarla o creer que podría estar ausente. Toda ausencia puede generar delirio. Así la anarquía allana el camino a un nuevo totalitarismo.

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