El género es la función dramática en la que cada sujeto actúa desde su diferencia sexual.
El sujeto puede vivir su género como una propiedad o desde la creencia en un determinismo biológico o religioso, pero el carácter discursivo y performativo del género, ese solo se puede negar desde el yo, instancia paranoica por excelencia. En el yo, el sujeto está representado por una… no necesidad, sino una voluntad absoluta de coherencia que a todo le busca un significado apaciguador. Parece evidente que el síntoma no podría venir del yo, porque el yo no se busca problemas ni quiere verlos donde los hay. La vida del yo es coherente y centrada en sí misma; el otro no vale gran cosa, o está sobrevalorado, pero difícilmente tiene un valor real pues el yo solo quiere escuchar del otro lo que venga a reafirmar su coherencia o no la cuestione.
En efecto, a diferencia del inconsciente que, si se le escucha, revela la estructura misma del sujeto (que no es sin alteridad), el discurso del yo viste al sujeto de acuerdo a sus ideales, es decir, lo enmascara con su civilizada habladuría. Aquello que el yo desconoce es el carácter mismo de representación que caracteriza a todo discurso sexual, cosa que lo reduce a un mero paciente del imaginario colectivo. Pero quienes son conscientes de que la identidad sexual solo existe mediante sus representaciones y saben que su género va más allá de la convención ideológica, estos y estas actúan como verdaderos agentes simbólicos y son amos del teatro de sus cuerpos.
El tatuaje onomástico
Entre femenino y masculino, los diferenciales que podamos encontrar están hechos de lenguaje y son hechos del lenguaje. Suena viejo hablar de masculino y femenino si no es para desmontar ese castillo conceptual y permitir que hablen los géneros acallados. Una vez empezamos a desmenuzar las costumbres lingüísticas, a cepillarnos a los prejuicios, ya nos empapamos de un mestizaje entre referentes conocidos y porvenires desconocidos. Nuestro cuerpo se vuelve semánticamente más ágil, customizamos los roles heredados y proponemos lo aparentemente estéril, que muchas veces es lo más transformador. Dentro de esas estrategias encontramos el cambio de nombre, que para nada tiene que pasar por la criba de un informe psicológico ni por el filtro de la ley ni por la aceptación de todos los demás. Basta con desear un nombre propio, un nombre realmente propio, del que una misma es autora y que goza, por eso, de la única autorización necesaria y de la más legítima de las formas de autoridad: la del inconsciente. A la voluntad de ese cambio y a su logro podríamos llamarle tatuaje onomástico.
La práctica del tatuaje onomástico permite pasar del paradigma categorial (mujer, gay, queer…: un nombre para muchos cuerpos) al paradigma superficial (un cuerpo, más de un nombre). Superficial quiere decir, en este caso, que se plasma una misma en la superficie percibida por los demás: la piel o la apariencia, que es lo que cuenta para la construcción más inmediata de las identidades de un mismo cuerpo. Superficial también apunta, con su prefijo, para una superioridad del lenguaje sobre la biopolítica – con sus tecnointervenciones sobre el cuerpo, promovidas y vigiladas por el Estado y los lobbies de la enfermedad.
Reasignación o reafirmación
La patologización de los cuerpos diferentes es un negocio redondo porque todos los cuerpos son diferentes y pueden ser objeto de la mirada altiva de la moda, la cirugía, y demás discursos de “expertos”. En realidad, la amplia aceptación social de varias formas de biopolítica – publicidad, bodybuilding, alimentos funcionales, modelos familiares excluyentes – no hace que ella deje de ser un terrorismo ideológico. Cuando uno siente que su cuerpo requiere una autorización o permiso social de normalidad ya se encuentra bajo el autoritarismo sistémico.
¿Hace tanta falta, y en tantos casos como los que se quiere hacer creer, acudir al entorno hospitalario, hacerse observar por extraños y confiarles nuestros cuerpos y nuestros deseos pidiendo una cirugía de reasignación de género? Quizás sí. O quizás esa sea, en algunos casos, una necesidad producida por el mercado, y luego generalizada y naturalizada por teóricos del género y asociaciones “LGBT” con las mejores intenciones. Un buen comienzo para empezar a salir de esa trampa generalizada es autorizarse una misma con el nombre que verdaderamente desee, no el que sus mecenas genéticos le han puesto.
Ese nombre ad hoc se nos puso por exigencias de control demográfico más que por necesidad de nombramiento. ¿Cuántas veces la gente más cercana nos llama por nombres que no están en el documento de identificación? El concepto de nombre de pila, aparte de su sentido confesional, responde muchas veces a imaginarios de propiedad sobre la descendencia, de fantasías de singularidad transmitidas a alguien que no ha tenido tiempo de devenir sujeto, o de compromiso hacia los referentes que a él estén asociados (es el nombre del padre, o de la abuela, o de tal personaje, líder político o cantante…). Ese nombre de pila, que viene a ser un nombre de archivo y control, permite una primera diferenciación pero, si queda absolutamente fijado, limitará las posibilidades identitarias y amputará el principio de autonomía, es decir: el poder nombrarse uno mismo. Así que quizás un buen comienzo es darse el nombre que se quiere y ¿porqué no? quererse con ese nombre verdadero.