El pensamiento detergente

El Marzo de Barcelona. Foto: FSabater

Ilegalizar es legalizar una prohibición. En el caso de la prostitución en la calle, vemos que la idea de prohibirla no es sin relación con un programa de limpieza étnica, mientras la prohibición de estar desnudo en el espacio público remite a una moral siempre lista para desaprobar lo que no le conviene. Ese tipo de exclusión sin más fundamento que el decoro no es solamente puritano, sino también legalista. Por eso está en la misma línea de la prohibición del derecho de libre asociación, reunión y manifestación en público, si lo que se manifiesta cuestiona la autoridad y la legitimidad de la ley, por supuesto.

Da fe de ello, por ejemplo, la limpieza de la plaza Catalunya el 27 de mayo de 2011 por la policía autonómica. Aparte del estado en qué dejó la plaza, que no era exactamente el más limpio, la policía actuó como representante de la paranoica “suciedad patriarcal” (según la expresión de Gerard Coll-Planas). Limpiar las plazas de manifestantes y eliminar la mancha que el 15M había dejado en el centro de la ciudad fue justificado como una necesidad ante la celebración de un partido de fútbol.

Los cambios en la “ordenanza municipal”, cuyas normas de conducta son tan anacrónicas como los libros de protocolo, se producen sin ningún tipo de respaldo social, constituyendo un fraude más patrocinado por el nuevo capitalismo de corte abiertamente fascista. Así Ana Botella tuvo la ocurrencia de afirmar el 21 de septiembre de 2010 que “los sin hogar son una dificultad añadida para la limpieza de Madrid”, ciudad de la que actualmente es alcaldesa. Si el cambio de la Constitución española no fue más que un desangelado striptease para satisfacer a los traficantes de deuda, la ordenanza municipal inscribe en la ley, como en un catecismo, esa obsesión por la higiene social en forma de preceptos, prohibiciones y medidas coercitivas.

Es el arte de limpiar el país teniendo las manos sucias: corrupción, autoritarismo, abusos de posición, de poder, de confianza. La democracia se ha extinguido, de una vez por todas, no por el fuego ni por las armas, sino por la violencia que solo se reconoce por el sufrimiento callado o por el pensamiento crítico. A cambio de este, que escribe, el pensamiento que guía el poder parece un derivado del absolutismo (poético) de Mallarmé: procede por eliminación.

La historia del capitalismo, desde la revolución industrial, se confunde con los discursos de la higiene; de la producción y control de enfermedades, es decir, de la patologización y la terapéutica; de la o eliminación del otro, de la muerte de Dios a la limpieza étnica, que no tiene que ver tanto con alguna raza particular sino con la raza humana en general. Es lo humano que aparece como sucio, así como lo natural, substituido por lo transgénico, lo tecnológico, lo industrial. El primer producto con obsolescencia programada es el hombre mismo.

Un caso paradigmático de esta lógica es la substitución del término enfermedad por infección desde la industria del VIH, que incluye a la farmacéutica y a todo el dispositivo “preventivo” y “terapéutico”, desplazando el foco del estado de salud de las personas afectadas por las leyes de mercado hacia el mecanismo que sostiene su funcionamiento. Si las recetas de la industria y la financiación del dispositivo dependen de nuevos casos, es de esperar que apoyen la detección de condiciones asimilables a positivos para dichas infecciones, así como el consumo ininterrumpido (y tempranamente iniciado) de drogas legales e incluso, de forma no consciente, el contagio. Podemos hablar, literalmente, de marketing viral.

La progresión casi geométrica de enfermedades como la tuberculosis en Grecia es síntoma y efecto del “saneamiento” de las cuentas públicas o, dicho de otra manera, la liquidación de unas supuestas deudas que la población no contrajo, o que se produjo por el consumismo, verdadero germen inoculado por el capitalismo y su discurso más amable, la publicidad. La hecatombe resultante podrá darse en otros países donde el contrato social está imponiendo rápidamente una esclavitud hegemónica en la que los derechos humanos quedan en entredicho y se precarizan la salud, la educación, la vivienda y la alimentación. Para la cumbre del Banco Central Europeo del 3 de mayo en Barcelona, se cerraron las fronteras a activistas solidarios con la población pero se abrieron de par en par a los cómplices de la crisis. Todo esto coronado por políticas de vigilancia y terror contra la población (redadas, interrogatorios y encarcelamientos aleatorios como los del pasado día 1 de mayo, también en Barcelona, y prácticas intimidación con medios terrestres y aéreos) y contra los inmigrantes. En efecto, los Centros de Internamiento de Extranjeros, basados en una concepción racista y estatal del territorio, son los nuevos campos de concentración.

Estos son solo algunos ejemplos de un pensamiento detergente que se extiende a la política de vigilancia, al terrorismo económico y a la violación sistemática de los derechos humanos. Una y otra vez se trata de “limpiar”. Los más débiles pasan a ser entonces los enemigos más fáciles de abatir, y los insumisos, los más apetecibles para encarcelar y torturar.

Se trata, en consecuencia, de producir la suciedad misma, la enfermedad y el miedo, para así eliminar más eficazmente lo que desde el poder se ve como sobra. Y hay dos cosas que le sobran, por supuesto: el deseo, presentificado, por ejemplo, en cuerpos desnudos en el espacio público y en la prostitución en la calle; y la demanda del otro, que las asambleas populares y las manifestaciones hacen visible e insoportable. Claro que un gobierno obsesionado con sus funciones de lavadora se vuelve fácilmente el punto de mira: él es el blanco más blanco.

 

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