La individualidad conviene a la función de sujeto en su despliegue dramático pero es mortal cuando se trata de distribuir el beneficio social. Este no es sinónimo del mal llamado “bien común” sino del acervo de los bienes que se pueden obtener o producir. Esto significaría que, si la obtención y la producción están bien distribuidas por la comunidad, lo que implica un reparto justo del trabajo, también se puede disponer comúnmente del producto generado. De este modo, no se trata tanto de colectivizar algo que ya es común sino, en un primer momento, de asumir el deber compartido de sostener las necesidades y el derecho común a satisfacerlas según el universal acuerdo de propiedad.
Esto no puede impedir sino más bien dar viabilidad al reconocimiento del deseo, donde se juega particularmente el lugar del sujeto. Cualquier gobierno de mayoría, ya sea una democracia teórica o un dispositivo asambleario, parece facilitar la distribución del beneficio social pero dificulta sistemáticamente la emergencia del sujeto del inconsciente, fundamental para la emancipación de la voz propia de cada uno en el encuentro con lo diverso.
El goce de lo común prescinde de todo gobierno y asamblea porque está implicado por la ley de la naturaleza misma, que nada tiene de suyo. Si nada es mío, nada es de nadie, y todo puede ser de cualquiera si no se viola el universal acuerdo. Sin embargo, el autoconocimiento, que es imposible sin el resorte de una alteridad, descubre el designio de realización como algo simultáneamente propio y contextual, algo que se intuye de forma inequívoca en la idea de vocación y se manifiesta de forma admirable en el estilo. Como señaló Buffon en 1753 en una afirmación casi siempre suprimida de su contexto excepcional (un discurso sobre lo humano hecho por un matemático y un coleccionista y estudioso de especies botánicas y zoológicas), “el estilo es el hombre mismo” o “el estilo es el propio hombre”. Esto no significa tanto, en su discurso, que lo humano se reduce a su expresión individual sino que el estilo, lo particular de la expresión subjetiva en el lenguaje, es lo que hace al humano. Quién se expresa con un lenguaje que no es suyo no se expresa verdaderamente porque utiliza un lenguaje impropio, que no es propio, que viene de fuera. Esa falta de voz propia es la marca reconocible de una deshumanización.
¿En qué difieren lo público, lo común y lo procomún? ¿Qué sistemas políticos o ideologías se acogen a esas categorías? La república, el comunismo y la anarquía, respectivamente. El comunismo y la anarquía, siendo proyectos más particulares, pueden ser objeto de experiencias puntuales cuya inviabilidad ya ha translucido en la imposibilidad de una continuidad satisfactoria. Lo público es lo que no se ha probado todavía con éxito porque verdaderamente no se ha llevado a cabo.
Con la Revolución Francesa, lejos de instalarse una república, se sustituye una monarquía por un afán de propiedad generalizado: se lanzan las bases ideales para el apremio del mérito y la aprobación social del reconocimiento de los mejores entre el pueblo. Pero donde hay mejores y peores, con sus respectivas recompensas, ya se deshilacha la unión popular, que es la de todas las funciones, incluidas las de servicio, donde la autoridad del testimonio y la transparencia sustituyen a la autoridad del poder. No difiere mucho en cuanto a legitimidad si se trata de un poder democrático u otro, pues la democracia no es otra cosa que la ideología de la libre elección, basada en la manipulación de la mayoría. Se puede decir que la democracia es un régimen de mayoría, sí, pero de una mayoría que cree que elige. En este sentido es la monarquía de una ilusión tácitamente consentida.
¿Por qué no son reales lo común y lo procomún en cuanto formas de propiedad? Estos conceptos se basan en una falsedad que se conoce en inglés como “wishful thinking”. Representan imaginarios apaciguadores que custodian la creencia en un mundo armonioso en el que nadie quiere lo que el otro tiene, donde no existe codicia, ni envidia, ni celos. El capitalismo, con todo el error de sus premisas que confunden libertad con libre albedrío, y este con la libre iniciativa y el liberalismo económico, ha destapado el abismo de la ganancia. La globalización, que traduce en el espacio un delirio de crecimiento infinito, no ha hecho más que llevar el colonialismo al plano económico y sacar definitivamente la responsabilidad ecológica de la conciencia económica del límite: límite de recursos naturales que topa con un problema de tiempo vital (la vida no se alarga definitivamente ni es sostenible que lo haga) y de biomasa (los organismos se expanden y reproducen en un espacio que no aumenta y con unos recursos que se consumen y degradan).
¿Por qué habría que probar la funcionalidad de lo público? Además de no haberlo probado realmente con todas sus posibilidades y sin el soporte de la acumulación, potencia fálica del capitalismo, aquello que sí se ha probado revela resultados muy cercanos a lo que podríamos desear como justicia universal. Un ejemplo claro de ello, que no debe poner en entredicho otros fracasos, es el papel determinante que ha tenido una forma parcial de organización social como la masonería en la creación y desarrollo de la salud pública y universal, contrariamente a lo que divulga hoy día la propaganda contraria, ya sea neoliberal o neocomunista. En Portugal, se debe a António Arnaut el despacho del 29 de julio de 1978 que anticipa el Sistema Nacional de Salud (SNS), “que abre el acceso a los servicios medico-sociales a todos los ciudadanos, independientemente de su capacidad contributiva. Se garante así por vez primera la universalidad, generalidad y gratuidad de los cuidados de salud y el copago [por el Estado] de los medicamentos” (História do Serviço Nacional de Saúde). A Arnaut se debe también la creación definitiva del SNS en 1979.
Podemos especular sobre los motivos que llevan a un masón a tomarse en serio la salud integral, universal y gratuita como prioridad política. Se trata, en efecto, de garantizar algo que etimológicamente se funde con la salvación (en francés, ‘salut’), en la vida presente, que es la única de la que tenemos testimonio y conocemos desde la racionalidad más ampliamente compartida. Además, incluso para la creencia racional masónica, ¿por qué delegar en el Gran Arquitecto un deber providencial que cada uno de nosotros podemos edificar desde la razón soberana? Pues de eso, del arte de cuidarse las personas entre sí con profundos y crecientes conocimientos de las funciones vitales, con sus órganos y lógicas internas, de eso ha demostrado ser capaz la inteligencia.
De esta facultad integral de la razón se pretendió separar, hace unos años, la “inteligencia emocional”, como si la emoción no fuera un hecho inteligible e inteligente, pero la verdadera razón no reprime ni forcluye a la emoción ni a la creatividad, tampoco a la espiritualidad o a la sexualidad en los sentidos más generosos y sorprendentes en qué puedan ser percibidos y comprendidos. Es sintomático que, aún ante un contexto de degradación de las condiciones de vida y una limitación del acceso a los cuidados de salud, el máximo representante de la iglesia católica en aquél mismo país critique la declaración pública de algunos masones como tales. Aunque también esto encuentra su contexto probable en el hecho de que la relación entre la iglesia y la masonería tiene más puntos de contacto en Portugal que en España o Francia, queda patente el recelo hacia la publicidad que recientemente se volvió a dar al papel de eminentes masones en la construcción de una sociedad más respetuosa con todo lo que se expresa en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que desde su redacción compiten con los libros sagrados en cuanto discurso ético de alcance universal (compárese las fórmulas “Toda persona tiene derecho…”, “Nadie será sometido…” con “Felices los que…” en el evangelio según Mateo). Los derechos humanos, según se expresan en la Declaración Universal, no son solo abstracciones y buenas intenciones (“wishful thinking”), sino además una constitución primera que sigue siendo un referente imprescindible en la negociación política junto de instancias cada vez más hostiles a la justa distribución de los bienes y derechos universales, parte fundamental de la cosa pública.
¿Qué puede haber desprestigiado y debilitado a las fraternidades agnósticas, ya se trate de las distintas obediencias masónicas, Rosa Cruz u otras? Podrían señalarse varias hipótesis, desde la excesiva intervención de los intereses privados sobre la ayuda recíproca, la jerarquización plasmada en las diferencias de poder económico así como en procesos iniciáticos que fueron perdiendo su alcance y significancia, el conservadurismo inherente a las estructuras colectivas y a sus ritos (la separación entre géneros, la casi totalidad de logias exclusivamente masculinas, la discriminación de la homosexualidad en algunos contextos, pese a importantes excepciones) o la confusión entre anticlericalismo y negación del hecho religioso.
Sin embargo, conviene no olvidar la importancia que tuvieron estas fraternidades en la renovación política de algunas naciones occidentales de la Europa continental, señaladamente Francia, Portugal y Cataluña. Sin ese soporte es difícil imaginar qué habría sucedido con las luchas obreras, los movimientos sindicales, cómo se habría implantado la república en Portugal en 1910, cómo se habría llegado a la experiencia cooperativista en la España de los 30, y cómo se habrían evitado los avances antisemitas de un caso Dreyfus y la deriva racista y ultraconservadora de la Action Française.
El caso de la masonería no es el único a tener en cuenta de cara a una futura política de regeneración de lo público. De hecho, lo público bordea con algo que se ha confundido con lo procomún, término además muy discutible, y que es lo que no admite tenencia a menos que se pervierta totalmente la noción misma de propiedad. Así como no hablaríamos de desapego respecto del aire o de la vía pública, tampoco hablaremos de propiedad respecto de las facultades intelectuales, la sexualidad o la vida espiritual. Sin embargo, estos aspectos objetalmente indecidibles (respecto de los cuales el habitual posicionamiento divisorio entre sujeto y objeto es muy problemático) se encuentran como en un recorte categorial con lo público porque suponen el principio de alteridad en el modo cómo se realizan, como “dan” fenómenos, como constituyen al sujeto con su entidad discursiva. La inteligencia encarnada no requiere concepto de propiedad ni de desapego y sin embargo es a partir de ella, en su acaecer concreto en cada sujeto, que se hace posible plantear lo público como valor irrenunciable de lo fundamental para la vida en común, que es la de cada uno entre otros y con ellos. Lo público no destituye a lo propio pero tiene la virtud de señalar que el ideal de no tener nada de suyo, lejos de todo discurso de colectivización (que para nada es una consecuencia lógica del decrecimiento), pasa por desprenderse de su yo.