La deuda genera un efecto que no tiene precio: la perpetuidad de la relación imaginaria con el nombre del padre (nom du père).
Ese “nombre”, cuyo significante en francés (nom) se confunde con el “no” (non), aparece relacionado con père, “padre”, en el tratamiento que hace Lacan del complejo de Edipo inventado por Freud. Nom du père aparece como nombramiento de una función relativa a lo que se trata de superar en ese complejo y que podría ser, sin agotar su sentido, la reverencia a una posición que impide seguir al objeto de deseo. En el caso del Edipo de Sófocles, sería la reverencia al padre, con todo lo que representa ser el progenitor (lo inviolable, lo consanguíneo, la naturaleza, la ley) y con todo lo que representaría la irreverencia o desafío a esa autoridad supuestamente real, además de su motor: el amor a la madre.
Detrás del nombre del padre, esa función que también se puede leer, por ejemplo, como “no del padre”, “que no es del padre” (non du père) o como “nombres del par” (noms du pair), se dibuja la sombra de la ilegitimidad, del incesto, del escándalo, de la tragedia misma. Esa tragedia, cada cual la ubica donde puede: la tragedia puede ser el desconocimiento de sí mismo como hijo de quién es, o de la madre como su madre, o el enamoramiento por esta, o el hecho de vivir en una sociedad en la que amar a la propia madre es una deshonra o algo sencillamente inconcebible, o el deseo de matar al padre. Etcétera. Lo que parece evidente, si una lo ve, es que incluso lo trágico y lo inconcebible depende de la posición adoptada y de los significados que se atribuyan a los conceptos y a lo concebible.
El trabajo del significante le permitiría así a Lacan leer en le nom du père: les non dupes errent (“los no tontos se equivocan”) y me permite leer también le non dû perd. Que “lo no debido pierde” puede representar algo más respecto de la deuda como tensión que mantiene, incluso forzándola, la relación con el nombre del padre, a saber: que lo no debido, que es aquello que no mantiene esa relación, pierde su fuerza en cuanto a lo que lo contraría, la deuda. En francés, el nombre mismo de la función, nom du père, contiene ya el germen de su réplica y de su conservación que es la noción de deuda y su valor imaginario: le non dû perd. Nom du père es el nombre conservador por excelencia: la palabra de honor, la escritura sagrada, la tabla de la ley, la gramática normativa… E incluso si no lo leemos como lo no debido (lo que no se debe) sino como el no debido (el No que se debe), ese No que podría ser el No a la función-padre, ese No pierde. Una vez determinado por la función-padre, el nombre queda adeudado por esa función, atrapado por ese imaginario de fatalidad y sometimiento, hasta una ceguera voluntaria como la que se provoca Edipo.
Es posible otra visión desde la que “padre” es eso mismo: un nombre sin trascendencia ni futuro. Una miseria arropada por el fraude de una ficción aparentemente natural y sus beneficios derivados. Amparado solo por el reconocimiento del hijo como tal, lo que le permite al padre conservarse bajo ese nombre, la autodeterminación de la función-hijo (nunca total, como su nombre lo indica) por su nombre propio le quita a la función-padre buena parte de su significancia. ¿Qué queda de un padre que no tiene hijo? ¿Qué deuda subsiste tras su muerte?
La lógica subyacente a las llamadas deudas soberanas no es otra, pero el trabajo de lo simbólico que requiere está por hacer.