En el breve ensayo ”La economía es una ecología” traté la necesidad que tiene la moneda de envejecer – u oxidar -, afirmando que “cuando se convierte una cantidad de moneda de usura (u oficial) en moneda social (o local), el valor al cambio es de 1:1 por convención de paridad.” La supuesta pérdida de valor sufrida por la oxidación de una moneda frente a otras que no oxidan sería compensada por el valor social de la adhesión a una moneda social con oxidación. Pero ¿es tangible ese valor social? E independientemente de serlo o no, ¿depende de la adhesión a una moneda social o de otro tipo de conversión?
Pese a las profundas raíces que las convenciones desarrollan en nuestros usos y discursos, ellas solo tienen de natural su apariencia. ¿Porqué tendría una moneda social que compartir valor con una moneda de usura? ¿Porqué habría que regular el flujo de una moneda alternativa a través del de otra? En realidad, una moneda alternativa no es una moneda menos importante. Lo alternativo solo indica que se trata de otro, y la moneda de usura es también “la otra” de la moneda social. ¿Qué sentido tiene mantener la moneda social utópica encadenada a la paridad con una moneda cuyo aliciente es un crecimiento imaginario (el interés positivo) y la acumulación (capitalización) a costa de depauperar a los demás, los perdedores?
Hay algunos aspectos que justifican revisar la proporción de valor que se toma en el cambio de una moneda por otra, e incluso la necesidad de ese cambio.
La moneda social substituye al intercambio directo, no a la moneda de usura. Esa substitución significa que la moneda social es una metáfora del intercambio, una materialización que es como una figura de estilo, retórica. Podemos decir que el capitalismo ha perdido su inteligencia retórica no en el momento en que tomó a la moneda como bien (o como producto) sino al tomar una figura de estilo por un sentido literal. La figura de estilo revela un sentido más literal, pero de una literalidad que uno elige expresar de un modo particular.
Sin sorpresas, los teóricos de la deconstrucción o deconstructivismo también fueron conocidos como la “escuela de Yale” porque en efecto Paul de Man, que en La Retórica del Romanticismo y Alegorías de la Lectura defiende la paridad entre sentido metafórico y sentido literal y entre teoría y literatura, junto a sus compañeros, entre los cuales Jacques Derrida, eran lo que podríamos llamar inmigrantes de lujo (de Man era belga, Derrida argelino) que se benefician sin pestañear de las ventajas materiales de impartir clases en una de las universidades más elitistas del mundo.
Convertir moneda de usura en moneda social es un lavado precario. Convertir moneda de usura en moneda social puede aportar valor social pero ese valor permanece inoperante. La conversión no le quita el peso a la monetarización y presenta al menos dos inconvenientes: primero, el de no darle directamente al dinero, sea cuál sea la moneda, su uso natural y más inmediato (el cambio por un bien, no por otra moneda); segundo, si la moneda social no tiene interés negativo (oxidación) u otro dispositivo de pérdida, tiene también el inconveniente de preservar la lógica de acumulación y las desigualdades sociales que con ella se forman y persisten.
Si no hubiera límites de saldo en las cuentas de moneda social, podríamos incluso llegar a ver al capital lavando su dinero y colonizando plenamente un sistema que se pretende paralelo y alternativo, pero independiente a nivel monetario, no subsidiario, y con tendencia a la autonomía total en cuanto a la red productiva y a la comunidad obrera que sostienen, juntas, la moneda emitida.
La conversión de moneda es un artificio que ampara las necesidades de nomadismo, triangulación y diferencia en el tiempo. La moneda permite mediar el intercambio, y por ello apoya la triangulación (apertura del intercambio de dos a más intervinientes) y la diferencia (reciprocidad diferida o aplazada; un interviniente dona a otro y queda pendiente de recibir una contradonación). La conversión es una operación tanto más necesaria cuanto más diversidad de monedas hay, lo que sin duda es más sano para la economía real que la concentración de moneda y riqueza y la globalización; pero también aumenta su necesidad a razón de la distancia y la dispersión geográfica de los intervinientes.
Es importante para la homeostasis económica y ecológica mantener un porcentaje elevado de intercambios locales, sin por ello renegar de lo foráneo, máxime si se trata de materias primas o de las necesidades de personas nómadas. Así pues, la conversión de una moneda es una operación válida cuando la reciprocidad no es inmediata (el otro no tiene algo para darme a cambio de lo que le doy yo, o de lo que le doy ahora, y ya me lo dará en otro momento, u otra persona) o en situaciones de movilidad (nomadismo puntual o continuado).
La variación del precio no es una necesidad estructural de la economía. El hecho de que los precios varíen en el tiempo (inflación, deflación) y en el espacio (coste según mercado o ubicación del comercio) es la consecuencia de dos desequilibrios que se llaman, respectivamente, interés y globalización.
Se puede plantear, siempre que histórica y localmente se solapan monedas de usura y sociales, la posibilidad de cambiar unas por otras, sobre todo las primeras por las segundas. Cabe preguntar también, sin embargo, hasta qué punto una equivalencia directa de 1:1 no es una forma de contaminar a la moneda local y minoritaria con aquellos desequilibrios que caracterizan a la de usura. No es difícil prever, en efecto, la tendencia a regular los precios en moneda social por los de la de usura, imponiendo a los primeros una lógica de competitividad y exposición a la adicción especulativa, capaces ambas de reproducir injusticias e inestabilidades tan conocidas como indeseables.
La proporción de cambio, si es que de verdad es necesario regularlo, no podrá ser de 1:1 en la medida en que convenir una falsa paridad (donde la usura mantiene su posición dominante) es reproducir la falsedad fundamental de los mecanismos acumulativos y especulativos, que magnifican y manipulan las variaciones en la producción y en el consumo.
La proporción de valor en el cambio monetario guarda relación con unas proporciones de espacio y tiempo. La proporción de espacio es la escala, que introduce el riesgo de la monumentalidad y, con ella, la expresión arquitectónica y política del poder y la autoridad (véase “La escala como relación”). Estas se despliegan como vigilancia y represión del sujeto. Por su parte, la proporción de tiempo es la que preserva el alejamiento de la dimensión utópica. Ese alejamiento es un rechazo del inconsciente que hace invisibles los discursos ideológicos en el presente. En la ceguera resultante asienta el discurso de lo inevitable que permite naturalizar la crisis y el estado de catástrofe.
Cuando ambas proporciones convergen – la escala monumental y el alejamiento de la utopía – se establecen las condiciones óptimas para el mantenimiento y la acentuación de las desigualdades sociales. La intención política interesada en esta injusticia va de la mano con la inestabilidad de los precios a lo largo del tiempo y las diferencias abismales en el valor atribuido a la mano de obra y a las materias primas según los territorios, lo que alimenta el negocio de la especulación y consolida la miseria material de los pueblos y la liquidación de los recursos naturales.
Tanto la moneda de usura (p. ej. el euro) como la moneda social (chiemgauer) y la moneda utópica (ámbito) son respuestas a carencias de un ideal de autosuficiencia que sostienen distintos imaginarios. El ámbito no es “menos imaginario” que el euro pero hay motivos para defender que el sistema al que apunta es más afín a los valores que actualmente buscamos: sostenibilidad (valor de tiempo, respeto por nuestra generación y por las próximas, durabilidad de los recursos), ecologismo (valor de espacio, cuidado de la tierra y de los recursos, y su posibilidad de regenerarse y de reproducirse) y equidad (respeto por la igualdad deseable entre los seres humanos cuanto a su dignidad, sus posibilidades y el devenir de sus deseos).
El valor proporcional de cambio 1:x marca la variabilidad del cambio en cada acuerdo particular, como si de cualquier otra compra o intercambio se tratara. 1:x también significa que la necesidad de cambiar una moneda por otra es algo que queda por decidir. La necesidad de una moneda específica depende de las demandas concretas y del medio con el que se quiera materializar el acuerdo. Es decir: la moneda social, si es oxidable, encuentra aquí otra semejanza con los productos perecederos, y es que su adquisición y consumo dependen en última instancia de las necesidades de cada unx.