Decrecimiento y saberhacer

El hecho de que todos, de una forma u otra, estamos en pérdida, nos ayuda a considerar las ventajas de lo que algunos llaman decrecer. El decrecimiento, cuando aparece como evolución a partir del movimiento altermundista, no es una renuncia sacrificial de los bienes ni una adhesión a regañadientes a los principios de colectivización, que siempre tienen sus excepciones (léase un resumen en “Objetos personales“. Mucho menos tiene que ver con la precarización de la producción, tanto en lo que atañe a la calidad de las relaciones laborales entre personas y con el ecosistema, como a la de los sistemas mismos de producción y al bien producido: extraído, transformado o entregado (según la división clásica en tres sectores: primario, secundario, terciario).

No es coherente con un planteamiento que se presenta como socialmente consciente e implicado aceptar una desconsideración hacia los saberes, que se acumulan de una forma totalmente distinta a la forma como el dinero se acumula, y para fines distintos (a menos que el dinero como un fin fuera el único motor del aprendizaje). No es coherente, por otras palabras, esa rebaja del saberhacer, de la expertise, y la alabanza de unos estilos de vida que de sencillo solo tienen el planteamiento y la reflexión previa – a menudo, esa sí, precaria y esclavizante.

En la teoría del decrecimiento hay tantas corrientes como agentes de pensamiento, y quienes las nieguen podrían estar sucumbiendo a un totalitarismo incipiente. Dicha negación no es menos que perversa desde el punto de vista de la libertad del otro, pues al limitar la disonancia se está atacando posibles alternativas latentes al discurso de la crisis y nuevas salidas al callejón en el que entramos con la ayuda del cebo publicitario; así se nos introdujo el gusano de la acumulación y la fantasía del dinero como fruto del mérito propio y fuente de seguridad y “realización personal”. Pero no neguemos tampoco nuestro historial de adhesión a las promesas no cumplidas del marketing: como un veneno que participa en el antídoto, el abandono del discurso de la crisis podría también definirse y recortarse a partir de esa realidad sufrida.

Hoy día tenemos otra gran oportunidad de hacernos responsables de los discursos que utilicemos y construyamos. El peligro de empobrecer al significante es real. En muchos casos, un significante vale tanto más cuanto más permite significar su contrario. Un significante sano e íntegro presenta la posibilidad – no obligatoria o convencional, sino estructural y fáctica – de significar tanto lo que parece según el uso común como lo que es según cada uso singular.

En eso reside, precisamente, una virtud de la poesía, que es la capacidad de renovar el lenguaje común, de cuestionarlo e inventarlo. Cuando tanto se habla de indignados, vale tener presente que sea lo que sea que uno quiera ver dignificado, antes hay que haberlo significado. Dignificar implica reconocer cierta visibilidad o dotar de ella lo acallado, y poder hablar de eso mismo. La dignidad empezará ahí, cuando uno pueda hablar de ello en un lenguaje capaz y abierto, y pronunciar lo significativo.

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