El pesimismo ilustrado

Uno de los fines más gratuitos y útiles de la ilustración es la capacidad crítica, la que permite situar el sujeto en una posición activa desde el pensamiento y la reflexión, aunque se trate del sujeto de una acción sin palabra o una acción que no es la de la palabra. Si hay realmente ilustración, el optimismo se vuelve insostenible.

Quienes han considerado larga y hondamente, como Proudhon y Fourier, pero también Michel Foucault y Hannah Arendt, entre otras, el poder de la autoridad ante el poder de la libertad, saben que cada intento de instituir la anarquía, aunque entre unos pocos, conlleva la semilla del autoritarismo y, con ella, el brote de la dictadura.
La anarquía tiende a favorecer la exacerbación de aquello que se empecina en negar, mientras la dictadura no deja de desear secretamente la ruptura absoluta de las estructuras de poder oligárquicas o plutocráticas. Así como la carencia, que es una ausencia de valor, puede resolverse como delirio alucinatorio, también la anarquía, supuesta ausencia o privación voluntaria de poder, allana el camino al totalitarismo.

Pero sería precipitado desechar a la anarquía como proyecto e incluso como medio para algo todavía no conocido solo a razón de un rechazo a esa autoridad larval. Lo queramos o no, la autoridad es por lo menos tan real como la libertad, aunque la experiencia demuestra que lo es más, y que la razón democrática es el pensamiento alienado en la fantasía de un poder de masas. La cuestión no está en hacer como si la autoridad no existiera, ni en eliminarla del todo, lo cual jamás ha sido posible, sino en dispersarla y diversificar sus formas, por ejemplo, la autoridad moral (el peso de las costumbres, que es temerario obviar), la autoridad de una autora sobre su obra (que no significa exclusividad de uso), o la autoridad del cuerpo seductor (que subyuga tan fácilmente). No hay verdadera existencia sin libertad, pero tampoco hay existencia sostenible fuera de la autoridad (demuestre lo contrario el ácrata más libre de sumisión y de voluntad de poder).

El comunismo no da más motivos de optimismo que la anarquía: desprecia la subjetividad al rechazar la espiritualidad y la sexualidad, ya que sus críticas al cristianismo son extensibles a cualquier religión y, lo que es más importante, a cualquier razón sospechosa de no ser estrictamente materialista y caer, por lo tanto, en el fetichismo y la idolatría. Se presenta pues el comunismo como un aparato ideológico al servicio de la producción de efectos de real. La obsesión por destruir el fetiche, precisamente, el valor de mercancía, plus de goce… se convierte en una histeria donde la única racionalidad posible es una máquina de triturar creencias, esperanzas y opciones personales, al mismo tiempo que cierto pensamiento mágico justifica que lo que el otro tiene, yo no puedo, o no debo tenerlo y que lo que pido o exijo nunca me lo puede dar el otro. Antes de que me lo dé, ya le estoy pidiendo otra cosa.

El capitalismo, por su parte, permite destruir al otro como forma de afirmación moral, y ciertamente podemos describirlo como una neurosis industrial, una línea de montaje de demandas parecidas que – o, maldición – presentan fallos singulares. El daño que mis acciones, desde la codicia hasta la competencia “desleal”, le pueden hacer al otro está siempre justificado por el supuesto de mi superioridad moral. De hecho, el psicoanálisis mismo, frondoso árbol nacido en el latifundio urbano de la psiquiatría y saberes adyacentes, permite que la neurosis se traduzca en perversión: no se trata tanto de abolir el síntoma sino más bien de aprender a gozarlo.

Otro tanto podríamos decir del socialismo, de las religiones, de cualquier otro sistema político. Sin embargo, los ejemplos anteriores demuestran suficientemente que la ilustración, el conocimiento de las cosas por la experiencia y por las letras, deja a descubierto la verdadera naturaleza del optimismo, que es la creencia de que las cosas son mejores de lo que parecen, o que van a mejorar mágicamente. La ilustración enseña la conveniencia del pesimismo, que mantiene viva la llama del desafío.

El poder del pesimismo le viene de que más difícilmente es una creencia, al contrario del optimismo. Quienes acogen la verdad del mal al que tiende la ignorancia, que es el estado de la mayoría, son más capaces de transformarse.

Tanto la ilustración en el sentido habitual de conocimiento de las letras como en el sentido de experiencia acumulada y comprendida, racionalizada, dirigen la inteligencia hacia la constatación del error germinal de cualquier sistema social y político. La proliferación de los “autos” (autoconocimiento, autosuficiencia, autocontrol, autogestión) es la voz misma de ese síntoma inevitable.

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