Proudhon. “El principio federativo”

Pierre-Joseph Proudon. El principio federativo (selección de textos).

1. Dualismo político. Autoridad y libertad: oposición de estos dos sistemas

Antes de decir lo que se entiende por federación, es necesario recordar en algunas páginas el origen y la filiación de la idea. La teoría del sistema federal es nueva; creo hasta poder decir que no ha sido formulada por nadie. Está, empero, íntimamente enlazada con la teoría general de los gobiernos; es, hablando de una manera más precisa, su consecuencia indeclinable.

Entre tantas constituciones como la filosofía propone y la historia presenta ensayadas, no hay sino una que reúna las condiciones de justicia, orden, libertad y duración, sin las que no pueden subsistir ni la sociedad ni el individuo. La verdad es una como la naturaleza; y sería por cierto de extrañar que no fuese así, tanto para el espíritu como para la sociedad, que es su más grandiosa obra. Todos los publicistas han reconocido esa unidad de la legislación humana; todos, y es más, se han esforzado en conformar con ella sus doctrinas, sin por esto negar la variedad de aplicaciones que reclama el genio propio de cada nación y la diversidad general de tiempos y lugares, ni desconocer la parte que hay que dar a la libertad en todo sistema político. Trato de demostrar que esa constitución única, cuyo reconocimiento será el mayor esfuerzo que pueda hacer la razón de los pueblos, no es otra cosa que el sistema federativo. Toda forma de gobierno que de ella se aleje debe ser considerada como una creación empírica, como un bosquejo provisional, como una tienda de árabe debajo de la cual viene la sociedad a albergarse por un momento, levantándola al día siguiente de haberla establecido. Se hace aquí, por tanto, indispensable un severo análisis; y la primera verdad de que importa que el lector se convenza es que la política, variable a lo infinito como arte de aplicación, es en cuanto a los principios que la rigen una ciencia de demostración, ni más ni menos que la geometría y el álgebra.

El orden político descansa fundamentalmente en dos principios contrarios: la Autoridad y la Libertad. El primero inicia; el segundo determina. Este tiene por corolario la razón libre; aquel, la fe que obedece.

Contra esta primera proposición no creo que se levante nadie. La autoridad y la libertad son tan antiguas en el mundo como la raza humana, con nosotros nacen y en cada uno de nosotros se perpetúan. Haré ahora solo una observación que podría pasar inadvertida a los más de los lectores: estos dos principios forman, por decirlo así, una pareja cuyos dos términos están indisolublemente unidos y son, sin embargo, irreductibles el uno al otro, viviendo por más que hagamos en perpetua lucha. La autoridad supone indefectiblemente una libertad que la reconoce o la niega; y a su vez la libertad, en el sentido político de la palabra, una autoridad que trata con ella y la refrena o la tolera. Suprimida una de las dos, nada significa la otra: la autoridad sin una libertad que discute, resiste o se somete, es una palabra vana; la libertad sin una autoridad que le sirva de contrapeso carece de sentido.

El principio de autoridad, principio familiar, patriarcal, magistral, monárquico, teocrático, principio que tiende a la jerarquía, a la centralización, a la absorción, es debido a la naturaleza, y por lo mismo esencialmente fatal o divino, como quiera llamársele. Su acción, contrariada, dificultada por el principio contrario, puede ser ampliada o restringida indefinidamente, no aniquilada.

El principio de libertad, personal, individualista, crítico, agente de división, de elección, de transacción, es debido al espíritu. Es, por consecuencia, un principio esencialmente arbitrador, superior a la naturaleza, de que se sirve, y a la fatalidad que domina, ilimitado en sus aspiraciones, susceptible como su contrario de extensión y de restricción, pero tan incapaz como él de perecer en virtud de su propio desarrollo como de ser aniquilado por la violencia.

Síguese de aquí que en toda sociedad, aun la más autoritaria, hay que dejar necesariamente una parte a la libertad; y, recíprocamente, que en toda sociedad, aun la más liberal, hay que reservar una parte a la autoridad. Esta condición es tan absoluta, que no puede sustraerse a ella ninguna combinación política. A despecho del entendimiento, que tiende incesantemente a transformar la diversidad en unidad, permanecen los dos principios el uno enfrente del otro y en oposición continua. El movimiento político resulta de su tendencia inevitable a limitarse y de su reacción mutua.

Todo esto, lo confieso, no tiene quizá nada de nuevo, y temo ya que más de un lector me pregunte si es todo esto lo que voy a enseñarle. Nadie niega la naturaleza ni el espíritu a pesar de la mucha oscuridad que los envuelve; ningún publicista sueña con redargüir de falsa la autoridad ni la libertad, por más que su conciliación, su separación y su eliminación parezcan igualmente imposibles. ¿Adónde, pues, me propongo ir a parar repitiendo ese lugar común?

Lo diré. Voy aparar a que todas las constituciones políticas, todos los sistemas de gobierno, incluso la federación, pueden ser reducidos a esta sola fórmula: contrapeso de la autoridad por la libertad, y viceversa; a que, por consecuencia, las categorías adoptadas desde el tiempo de Aristóteles por los autores, categorías con cuyo auxilio se clasifica a los gobiernos, se diferencia a los Estados y se distingue a las naciones en monarquía, aristocracia, democracia, etc., se reducen, salvo aquí la federación, a construcciones hipotéticas y empíricas en las que la razón y la justicia no quedan plenamente satisfechas, a que todos esos gobiernos, compuestos de elementos iguales e igualmente incompletos, no difieren unos de otros sino en materia de intereses, de preocupaciones, de rutina, y en el fondo se parecen y se equivalen; a que así, si no fuese debido a la aplicación de tan falsos sistemas, el malestar social de que se acusan unas a otras las pasiones irritadas, los intereses lastimados y el amor propio burlado y ofendido, estaríamos respecto al fondo de las cosas cerca de entendernos; a que, por fin, todas esas divisiones de partidos entre los que abre nuestra imaginación abismos, toda esa contrariedad de opiniones que nos parece irresoluble, todos esos antagonismos de fortuna que creemos sin remedio, van a encontrar pronto en la teoría del gobierno federal su ecuación definitiva.
Qué de cosas, se dirá, en una mera oposición gramatical: ¡Autoridad, libertad!…

Pues bien, sí. He observado que las inteligencias ordinarias, que los niños, ven mejor la verdad cuando reducida a una fórmula abstracta que cuando explicada en un volumen de disertaciones y de hechos. Me he propuesto a su vez abreviar el estudio para los que no pueden leer libros, y hacerlo lo más concluyente posible trabajando sobre simples nociones. Autoridad, libertad: dos ideas opuestas la una a la otra y condenadas a vivir en lucha o morir juntas; no se dirá, por cierto, que sea esto cosa difícil. Ten, amigo lector, solo la paciencia de leerme, y si has comprendido este primero y cortísimo capítulo, tú me dirás después cuál es tu juicio.

(…)

6. Planteamiento del problema político. Principio de solución.

Si el lector ha seguido algo cuidadosamente la exposición que acabo de hacer, no podrá menos de ver en la sociedad humana una creación fantástica llena de asombros y misterios. Recordemos en breves palabras las diferentes lecciones que hemos recogido:

  • a) El orden político descansa en dos principios conexos, opuestos e irreductibles: la autoridad y la libertad.
  • b) De esos dos principios se deducen paralelamente dos regímenes contrarios: el régimen absolutista y el régimen liberal.
  • c) Esos dos regímenes son tan diferentes, incompatibles e irreconciliables por sus formas como por su naturaleza; los hemos definido en dos palabras: indivisión, separación.
  • d) Ahora bien: la razón indica que toda teoría debe desenvolverse conforme a su principio, y toda existencia realizarse según su ley: la lógica es la condición, tanto de la vida como del pensamiento. En política sucede justamente lo contrario: ni la autoridad ni la libertad pueden constituirse aparte, ni dar origen a un sistema que les sea exclusivamente propio; lejos de esto, se hallan condenadas en sus respectivos triunfos a hacerse perpetuas y mutuas concesiones.
  • e) Síguese de aquí que no siendo posible en política ser fiel a los principios sino en el terreno teórico, y habiéndose de llegar en la práctica a transacciones de todos géneros, el gobierno está, en último análisis, reducido, a pesar de la mejor voluntad y de toda la virtud del mundo, a una creación híbrida y equívoca, a una promiscuidad de regímenes, rechazada por la severa lógica, ante la cual no puede menos de retroceder la buena fe. No se salva de esta contradicción ningún gobierno.
  • f) Conclusión: entrando fatalmente la arbitrariedad en la política, la corrupción llega a ser pronto el alma del poder, y la sociedad marcha arrastrada sin tregua ni descanso por la pendiente sin fin de las revoluciones.

Tal es el estado del mundo. No es efecto ni de una malicia satánica, ni de una imperfección de nuestra naturaleza, ni de una condenación providencial, ni de un capricho de la fortuna o de una sentencia del destino. No hay que darle vueltas; así son las cosas. A nosotros nos toca ahora ver de sacar de esa singular situación el mejor partido.

Consideremos que hace más de ocho mil años -no van más allá los recuerdos de la historia- todas las especies de gobierno, todas las combinaciones políticas y sociales, han sido sucesivamente ensayadas, abandonadas, tomadas de nuevo, modificadas, desfiguradas, agotadas, y que el mal éxito ha venido constantemente a recompensar el celo de los reformadores y a burlar las esperanzas de los pueblos. La bandera de la libertad ha servido siempre de abrigo al despotismo; las clases privilegiadas se han rodeado siempre, en interés de sus mismos privilegios, de instituciones liberales e igualitarias; los partidos han faltado siempre a sus programas; y los Estados, reemplazada siempre la fe por la indiferencia, el espíritu cívico por la corrupción, han perecido por el desarrollo de las mismas nociones en que habían sido fundados. Las razas más vigorosas e inteligentes han consumido en ese trabajo sus fuerzas: la historia está llena de sus luchas.

Alguna que otra vez, gracias a una serie de triunfos que han permitido ilusiones sobre la fuerza del Estado, se ha podido creer en la excelencia de una constitución o en la sabiduría de un gobierno, que no existían. Pero restablecida la paz, los vicios del sistema han saltado a los ojos, y los pueblos han ido a descansar en las luchas civiles de las fatigas de la guerra extranjera. La humanidad ha ido así de revolución en revolución; no por otro medio se han sostenido ni aun las naciones más célebres, ni aun las que más han durado.

Entre todos los gobiernos conocidos y practicados hasta el día, no hay uno que hubiese podido vivir lo que vive un hombre, si se le hubiese condenado a subsistir por su virtud propia. Y, ¡cosa extraña!, los jefes de las naciones y sus ministros son, de todos los hombres, los que menos creen en la duración del sistema que representan; ínterin no llegue el reinado de la ciencia, los gobiernos están sostenidos por la fe de las masas. Los griegos y los romanos, que nos han legado sus instituciones con sus ejemplos, al llegar al punto más interesante de su evolución desesperaron y se hundieron; y la sociedad moderna parece haber llegado a su vez a esa hora suprema. No confiéis en las palabras de esos agitadores que gritan: ¡Libertad, igualdad, nacionalidad! No saben nada; son muertos que tienen la pretensión de resucitar a otros muertos. El público los escucha un instante, como hace con los bufones y los charlatanes; luego pasa con la razón vacía y desolado el corazón.

(…)

7. Delimitación de la idea de federación

  • Puesto que en el terreno de la teoría y el de la historia, la autoridad y la libertad se suceden como por una especie de polarización;
  • Puesto que la primera declina insensiblemente y se retira, al paso que la segunda crece y se presenta;
  • Puesto que de esa doble marcha resulta una especie de subordinación, por la cual la autoridad va de día en día quedando sometida al derecho de la libertad;
  • Puesto que, en otros términos, el régimen liberal o consensual prevalece cada vez más sobre el régimen autoritario, debemos fijarnos en la idea de contrato, como la más dominante de la política.

¿Qué se entiende, en primer lugar, por contrato?

El contrato, dice el Código Civil en su artículo 1.101, es un convenio por el cual una o muchas personas se obligan para con otra u otras a hacer o dejar de hacer alguna cosa.

  • Art. 1.102. Es sinalagmático o bilateral cuando los contratantes se obligan recíprocamente los
  • unos para con los otros.
  • Art. 1.103. Es unilateral cuando una o muchas personas quedan obligadas para con otra u otras, sin que estas por su parte lo queden.
  • Art. 1.104. Es conmutativo cuando cada una de las partes se obliga a dar o hacer algo que se considera equivalente a lo que se le da o a lo que por ella se hace. Cuando este equivalente consiste en las probabilidades de ganancia o pérdida que puede haber para cada una de las partes en la realización de un suceso incierto, el contrato es aleatorio.
  • Art. 1.105. El contrato de beneficencia es aquel en que una de las partes proporciona a la otra un beneficio puramente gratuito.
  • Art. 1.106. Es contrato a título oneroso el que sujeta a cada una de las partes a dar o hacer algo.
  • Art. 1.371. Se da el nombre de cuasi-contratos a los hechos voluntarios del hombre, de los que resulta una obligación cualquiera para con una tercera persona, y a veces una obligación recíproca entre ambas partes.

A estas distinciones y definiciones del Código, relativas a la forma y a las condiciones de los contratos, añadiré yo una concerniente a su objeto.

Los contratos son domésticos, civiles, comerciales o políticos, según la naturaleza de las cosas sobre que versan y el objeto con que se los celebra.

El contrato político no adquiere toda su dignidad y moralidad sino bajo la condición: 1., de ser sinalagmático y conmutativo; 2., de estar encerrado, en cuanto a su objeto, dentro de ciertos límites, condiciones ambas que se supone que existen bajo el régimen democrático, pero que aun en este régimen no son las más de las veces sino ficticias. ¿Puede acaso decirse que en una democracia representativa y centralizadora, en una monarquía constitucional y censataria, y mucho menos en una República comunista como la de Platón, sea igual y recíproco el contrato político que une al ciudadano con el Estado? ¿Puede decirse que ese contrato, que toma a los ciudadanos la mitad o las dos terceras partes de su soberanía y la cuarta de sus productos, esté encerrado dentro de justos límites? ¿No sería más verdadero decir, cosa que la experiencia sobradas veces confirma, que en todos esos sistemas es el contrato exorbitante, oneroso, puesto que carece de compensación para una más o menos considerable parte de ciudadanos, y aleatorio, puesto que el beneficio prometido, ya de suyo insuficiente, dista de estar asegurado?

Para que el contrato político llene la condición de sinalagmático y conmutativo que lleva consigo la idea de democracia; para que encerrado dentro de prudentes límites sea para todos ventajoso y cómodo, es indispensable que el ciudadano, al entrar en la asociación: 1., pueda recibir del Estado tanto como le sacrifica; 2., conserve toda su libertad, toda su soberanía y toda su iniciativa en todo lo que no se refiere al objeto especial para que se ha celebrado el contrato y se busca la garantía del Estado. Arreglado y comprendido así el contrato político, es lo que yo llamo una federación.

Federación, del latín foedus, genitivo foederis, es decir, pacto, contrato, tratado, convención, alianza, etcétera, es un convenio por el cual uno o muchos jefes de familia, uno o muchos municipios, uno o muchos grupos de municipios o Estados, se obligan recíproca e igualmente los unos para con los otros, con el fin de llenar uno o muchos objetos particulares que desde entonces pesan sobre los delegados de la federación de una manera especial y exclusiva.

Insistamos en esta definición. Lo que constituye la esencia y el carácter del contrato federativo, y llamo sobre esto la atención del lector, es que en este sistema los contrayentes -jefes de familia, municipios, cantones, provincias o Estados -no sólo se obligan sinalagmática y conmutativamente, los unos para con los otros, sino que también se reservan individualmente al celebrar el pacto más derechos, más libertad, más autoridad, más propiedad de los que ceden.

No sucede así, por ejemplo, en la sociedad universal de bienes y ganancias, autorizada por el Código Civil, y llamada por otro nombre comunidad, imagen en miniatura del régimen absoluto. El que entra en una sociedad de esta clase, sobre todo si es perpetua, tiene más trabas y está sometido a más cargas que iniciativa no conserva. Mas esto es precisamente lo que hace raro el contrato y ha hecho en todos tiempos insoportable la vida cenobítica. Toda obligación, aun siendo sinalagmática y conmutativa, es excesiva y repugna por igual al ciudadano y al hombre, si exigiendo del asociado la totalidad de sus esfuerzos, le sacrifica por entero a la sociedad y en nada le deja independiente.
En conformidad a estos principios, teniendo el contrato de federación, en términos generales, por objeto garantizar a los Estados que se confederan su soberanía, su territorio y la libertad de sus ciudadanos, arreglar además sus diferencias y proveer por medio de medidas generales a todo lo que mira a la seguridad y a la prosperidad comunes, es un contrato esencialmente restringido, a pesar de los grandes intereses que constituyen su objeto. La autoridad encargada de su ejecución no puede en ningún tiempo prevalecer sobre los que la han creado (…).

http://www.kclibertaria.comyr.com/lpdf/l041.pdf

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