La proporción es una relación que permite reconocer la diferencia entre dos dimensiones. A partir de esa diferencia entre dos, la proporción permite, además, reconocer la diferencia específica de cada uno, que se percibe en primer lugar como dimensión. Por eso la dimensión es relativa y la proporción es lo que da cuenta de ese carácter relativo, es decir, que la dimensión no se mide en términos absolutos y aislados de algún tipo de alteridad.
Veámoslo con la ayuda de algunas imágenes de esculturas de Constantin Brancusi.
La estatuaria de Brancusi tiene, entre otras diferencias que conforman su estilo inconfundible, la capacidad de cuestionar las perjuicios o ideas hechas en lo referente a la percepción de las dimensiones. Así pues, si no hay contexto, es decir, si no hay otro u otros objetos cuyas dimensiones reales sean más estables y más fáciles de deducir, como sean las del cuerpo humano (una visitante en un museo, una mano), no podemos saber seguramente si una estatua es minúscula o monumental, ya que su forma está trabajada de tal modo que toma características de una obra de dimensiones muy diferentes a las que uno le atribuiría según el perjuicio. Por ejemplo, una obra que se puede tomar sin dificultad en la mano puede presentar la complejidad o la apariencia de solidez y permanencia idealmente asignada a una obra monumental, mientras una obra de grandes dimensiones concebida para un paisaje no doméstico – o paisaje de plástico, según la expresión del performer David Crespo – puede presentar la cualidad intimista y el aura de objeto coleccionable que el perjuicio nos hace atribuir a objetos de dimensiones muchísimo más reducidas.
Todo esto implica que sin conocer la proporción entre objetos, la percepción que tengamos de su relación estará basada en un perjuicio. Vale señalar que en francés tanto proporción como relación se pueden traducir como “rapport”.
Pero no solamente incurriremos en un error de lectura en cuanto a la relación entre objetos, sino a las propiedades dimensionales de un objeto concreto. Más aún, si el objeto en cuestión es un sujeto, desconoceremos la estructura de relaciones que lo diferencia y lo identifica, como veremos enseguida.
La subjetividad. La estructura de cada sujeto es un sistema único de diferencias. Por consiguiente, no solamente se constituye como una relación de diferencias sino que la posibilidad de entender la estructura es mucho más real si ella se entiende como la estructura de relaciones que efectivamente es. Que el sujeto sea un significante que representa para otro significante es una hipótesis que indica, en su mínima expresión, que el sujeto no tiene significancia si no es para otro y, en una lectura de mayor alcance, que, en virtud del otro, el sujeto representa, deviene representante. Por un lado, sin alteridad no hay manera de sostener la subjetividad, y sin subjetividad no hay estructura significativa; por otro, la alteridad hace que el sujeto no pueda sino representar, no pudiendo jamás ser una presencia. Así, a la estructura subjetiva siempre le falta, y lo que falta es algo que no es la misma estructura, sino otro; y en el otro se da la condición de representación del sujeto, cuyo precio es su ausencia real. Este funcionamiento que hace que el significante siempre sea otro es reconocible en el movimiento diferido de la escritura (la “différance” derrideana). Y del mismo modo que la escritura carece – en la subjetividad de la que lleva la marca – de la firma de quién escribe, también el sujeto infirme es significante de la muerte de la que lleva la marca desde su nacimiento (la enfermedad no es más que uno de los efectos de la infirmidad).
Aunque fuera posible dar aquí ejemplo de ello tomando el caso particular de un sujeto, la descripción que se podría aportar con un caso clínico o algún tipo de informe no dejaría de ser una segunda estructura discursiva (que sería ingenuo considerar representativa). No tiene, además, ninguna legitimidad la elección de un sujeto como representante de la estructura subjetiva. Por más usos que se le hayan podido dar a informes de casos como aquellos clásicos de Hans o Anna Freud, o incluso el de Schreber, basado en lo que los estudios comparatistas llaman con acierto autoficción, el sesgo analítico que proporcionan tiene un alcance muy superior a la ilustración que parecen ofrecer, deudora en gran medida del método científico heredado y continuado por el autor de Tótem y Tabú.
Tomaré así como ejemplo al discurso literario, por motivos que ya he explicado en otras ocasiones (“Literature and literacy”, “On the Third”, etcétera).
Molinos picarescos, telares campesinos,
cantan el viejo salmo del pan y de los linos,
y el agua, que en la presa platea sus cristales,
murmura una oración entre los maizales,
y las ruedas, temblonas como abuelas cansadas,
loan del tiempo antiguo virtudes olvidadas.Servera Baño, José. Ramón del Valle-Inclán. Gijón, España: Júcar, 1983: 126-7.
Vemos cómo, en un poema aparentemente descriptivo del modernismo español, están en juego distintas capas de recuerdo, referidas a momentos ideales distintos, como si confluyeran esos restos de memoria a los que Freud llama huellas mnémicas. Se trata de la segunda estrofa del poema “Aromas de leyenda. Versos en loor de un antiguo ermitaño” (“Clave IV – Georgia”) de Valle-Inclán, en el que podemos presenciar el conflicto, en la escritura por antonomasia que es la escrita literaria, entre la falta y su solución; entre lo imaginario y un simbólico que lo manifiesta y recubre; entre ese simbólico y un real que parece venir a superficie a la vez que permanece pendiente de escucha.
La representatividad. La tensión es el efecto de un encuentro de diferenciales. En el caso de dos o tres sujetos, esos diferenciales son las estructuras subjetivas mismas cuando entran en relación y sus diferencias se ponen de manifiesto: no solamente diferencias de opinión, temperamento o perspectiva, sino diferencias en la constitución particular de los modos de habla (entendidos generalmente como: neurosis, perversión, psicosis).
Los modos del habla recogen de forma lingüística aspectos no estrictamente lingüísticos como la presencia de la carne del otro, la distancia respecto del otro y la voz sin articulación significante. Podemos describir esta última como la expulsión de aire por la boca o la nariz con vibración de las cuerdas vocales pero sin articulación de una secuencia fonética significante. Estos aspectos pueden ser luego atravesados por una semiótica pero, en sí mismos, ni la carne del otro en presencia de la mía, ni la distancia que nos separa, ni la voz que no nos acerca admiten la firma del lenguaje porque, aún pudiendo ser nombradas, significadas o atravesadas por el lenguaje de algún otro modo, están en el límite de lo escritural, incluso en su sentido más lato, ya que resisten la conceptualización. Pueden, por eso, ser descritos según la designación propuesta por Jean-Luc Marion de fenómenos saturados (léanse por ejemplo De surcroît y “The banality of saturation”). Entre los ejemplos aducidos por Marion encontramos, además de la carne del otro, las obras de Mark Rothko que caracterizan la fase de madurez de su estilo.
La idea de que aquello que no es conceptualizable no puede ser sabido es falsa y no hace sino forcluir a la intuición, que es un conocimiento pendiente de escritura – pero, en todo caso, un conocimiento. Hasta cierto punto, tal como encontramos en la negación de la metáfora una marca de agua de la psicosis, la negación de la intuición insinúa el acuerdo de la neurosis; y el caso es que donde el modo psicótico adhiere a la promesa de seguridad que ofrece el sentido literal, el modo neurótico se apunta a la certeza imaginaria de lo conceptual y de aquello que retiene como verificable. Tenemos así dos lecturas en falso: una que no reconoce la figura de estilo para poder sostenerse en su verdad vulnerable, otra que necesita reconocer (o añadir) su estilo a la palabra que viene del otro para poder representársela como verdadera. Pero tanto en el caso de la psicosis como en el de la neurosis hay una dimensión de representatividad que es relacional antes de ser legible y, en el caso de los fenómenos saturados, antes incluso de ser conceptualizable; y es ese carácter relacional de la representatividad lo que permite recoger incluso algún aspecto no estrictamente lingüístico (del que se puede tener conocimiento por una letra sobrante – como el objeto a – o por una letra faltante – el fenómeno saturado o, por razones distintas, el trauma).
No solamente los fenómenos saturados evidencian que la premisa de que “todo es lenguaje” incurre en una aporía. Al lenguaje – que, verbal o no, es un sistema de diferencias – se le carga una universalidad subjetiva (todo es lenguaje) que genera inversamente una universalidad objetiva: el lenguaje (lo) es todo. Pero donde se da una identificación absoluta, ahí se estará negando la diferencia.
¿Qué fundamento tenemos para suponer que el lenguaje no tendría su diferente, su otro, a diferencia de todo aquello que el lenguaje mismo
organiza y hace potencialmente susceptible de lectura? Si el trauma es una lectura imposible, ¿no es el síntoma su regreso como posibilidad? Que el trauma encuentra al lenguaje como otro en el síntoma demuestra que, a la inversa, el lenguaje encuentra en su imposibilidad una alteridad que no gana en ser negada. Efectivamente, la aceptación de lo inefable y más aún de lo no lingüístico, de eso diferente, permite entender el lenguaje como un sistema que no es malo o deficiente, como se viene afirmando por lo menos desde los gnósticos, sino como un sistema abierto, con sus teorificios simultáneamente excretores y permeables.