No suelen dar muestras de gran inteligencia las afirmaciones rotundas, ni las negaciones absolutas. Sin embargo, se empeñan en negar y renegar del discurso de la culpa toda una serie de ideólogos, representantes, facilitadores, practicantes e incluso usuarios de varias terapias de buen rollo, supuestamente cercanas y accesibles, que si no te ayudan es porque tú no estabas abierta, o porque quizá no lo hayas sabido aprovechar – pero en ningún caso porque el “método” utilizado es un engañabobos o las “herramientas” son un batiburrillo de ideas recogidas de manuales neoconservadores para estimular la iniciativa individual más allá de cualquier preocupación real por el otro.
Esos manuales, que abundan en todo tipo de zonas comerciales, desde gasolineras a grandes superficies pasando por centros de yoga y tiendas de productos más o menos naturales, vienen casi siempre enmascarados de libros de desarrollo personal (especie de soporte técnico al destinatario para que en ningún caso deje de producir y consumir) o de auto-ayuda (eludiendo el hecho de que si alguien los compra es precisamente porque uno no puede auto-ayudarse). Pero ni esas lecturas que tanto empobrecen y desesperan a quienes se acogen a su falso reclamo (si es tan fácil, si hay tanta gente que lo consigue ¿por qué yo no?) ni las seudoterapias, métodos, gurús, cursillos y toda la artillería new age se arriesgan a hablar de culpa.
Sería una identificación demasiado burda con lo que consideran ser patrimonio de la iglesia católica. Pero aparte de que esa identificación no sea buena porque el gran empresariado español es efectivamente heredero de la doctrina de la mantilla y del cilicio y en muchos casos sigue practicándola, respaldado por las sectas con las que el Vaticano viene diversificando el negocio de la credulidad, tampoco es bueno decir las cosas claras. La culpa, cuando la hay – porque unas veces no la hay y otras veces sí la hay – es demasiado cruda para ser pronunciada a secas y más aún para ser digerida. La culpa le quita buenrollismo a quién la señala y, como sabemos, el buen rollo es un potente dispositivo de autorización, porque con esa actitud se dicen barbaridades y mentiras con gran convicción y una sonrisita.
A nadie le gusta hablar de la culpa; es mucho más seguro hablar de incapacidad o limitación o falta de apertura (nunca la de uno mismo, siempre la del otro). Lenguaje positivo. Lenguaje no violento. Programación neurolingüística. Se trata de cultivar un lenguaje que no es el que el sujeto utilizaría; se trata de uniformizar criterios y opiniones, evitando que se piense demasiado, que se entre en razón, que el inconsciente haga su aparición. Se trata sobre todo de que el sujeto no hable por sí mismo, sino que aprenda a decir lo que es más conveniente.
Sin embargo, el mal rollo tiene la virtud de combatir al buen rollo, y con el mal rollo que se está instalando cada vez más gracias a los efectos del discurso de la crisis y de las políticas obscenas que en su nombre se vienen aplicando, no le queda más remedio al buen rollismo que cambiar de estrategia. Así que hay varias opciones. Movistar, ex-Telefónica, a la vez que la caga con un anuncio en televisión donde se reconoce una parodia del lenguaje de las asambleas populares que se vienen congregando desde antes del 15-M, hace una campaña en la calle con rostros de niños un poco antes de Navidad. Es siempre enternecedor. Otras compañías financiera y/o ecológicamente desastrosas como las gasolineras y los bancos patrocinan proyectos de investigación, programas que consideran culturales (de esa cultura que no molesta al poder) o acciones de voluntariado que ofrezcan ridículos paliativos a las víctimas de un “estado de bienestar” que las abandonó.
Pero no hace falta ir tan lejos. Muchas empresas de talla pequeña y mediana tienen tanta culpa de los efectos concretos de la crisis como cualquier empresa que ofrece su valor a la especulación en el mercado bursátil. Un despido o una precarización de las condiciones laborales es un problema grave sea donde sea. No se trata de un problema que haya salido de la nada sino de una consecuencia de decisiones concretas que responden a intereses subjetivos y que se traducen en acciones objetivas. Podemos decir que estas acciones son políticas porque afectan al conjunto de la población en diversos ámbitos, haciendo peligrar las economías domésticas, el equilibro de los ecosistemas y de la distribución y renovación de recursos, los derechos humanos, la convivencia social.
Podemos denunciar estas acciones, pero en muchos casos también podemos frenarlas, aunque nos hayan acostumbrado a pensar que somos incapaces y tenemos limitaciones, incluso desde el muy desafortunado discurso terapéutico, que suele caer en la patologización porque al debilitar más al otro, se le hace más dependiente. Y es evidente que quién tiene poder no suele querer compartirlo. Por eso es tan importante, en cada empresa o institución que proporcione puestos de trabajo, y con independencia de su negocio, dimensiones y número de personas empleadas, hacer llegar un mensaje a las direcciones y, cuando los haya, a los responsables de “recursos humanos”, ya sean internos a la empresa (en la mediana y la grande empresa, normalmente no lo son) o de empresas de “outsourcing” o “reclutamiento” externo.
Ese mensaje es muy claro: lo sabemos. Las personas que trabajamos sabemos cuál es nuestra posición y desde ella observamos la posición del poder patronal. Tenemos acceso a información, y más que tener acceso, hacemos buen uso de él porque efectivamente nos informamos de la colaboración explícita entre la patronal y los gobiernos conservadores, pero también de los pactos implícitos entre los grandes sindicatos y la patronal, que merman el poder de influenciar las decisiones que de otro modo tendrían las personas que trabajan.
El camino hacia la dignidad de las relaciones laborales no tiene pérdida: pasa por hablarles a quienes se atribuyen funciones de poder desde la otra posición de poder: la nuestra, la de quién trabaja.
Sin personas que trabajen, una empresa se hunde. Y no hace falta despedirlas; basta con no respetarlas. No respetar a la trabajadora significa no tener en cuanta sus necesidades, sus expectativas, no siquiera (lo que se supone que sería muy beneficioso para la empresa) sus capacidades y su deseo. Varios teóricos hablan de motivación como algo que se puede crear a partir del trabajo, algo que me parece por lo menos improbable e impracticable. Se puede quizás paliar la falta de motivación fundamental sobornando el deseo de cada sujeto que se oculta en cada trabajador, bajo esa reductora identificación. Eso se hace con dinero u otras golosinas. Porque casi todos, al fin y al cabo, somos niños y nos gustan las golosinas, y nos las comemos mientras no muy lejos escuchamos cómo se acelera el ritmo mortal: paro, pobreza, depresión, desahucio, suicidio, hambruna.
Hay que endulzar el nuevo genocidio.
Es evidente que las personas que nos ponemos al servicio de otro no estamos en ningún caso trabajando para un usuario, consumidor o beneficiario final. Estamos trabajando para quienes nos pagan. Lo demás son argumentos imaginarios que fomentan la fantasía de que somos insubstituibles o de que el trabajo vale la limosna que nos pagan por hacerlo, o el sentimiento de culpa ante el fracaso, de que tenemos la culpa de que las cosas no vayan mejor. ¿No tendrán antes la culpa quienes deliberadamente acercan la catástrofe, haciéndose con posiciones de poder ilegítimo y autorizándose a atropellar la dignidad ajena? Si nosotros tenemos aquí alguna culpa, es la de no hacer lo imprescindible: cuestionar, minar y finalmente hacer caer ese poder. Eso supone una de al menos dos posiciones: enfrentarse al poder y salir de su dominio. Una es la atractiva y arriesgada vía del conflicto, la otra la vía de la exclusión: al abandonar un dominio donde el otro tiene poder, se abandona el otro a su impotencia (esta idea ya aparece en la literatura freudiana sobre el masoquismo: sin esclava tampoco hay amo).
Argumentos inmorales como los que pretenden justificar la esclavitud so pretexto de que es un servicio útil o necesario a alguien, argumento que aplica a gran parte del llamado “voluntariado”, también favorecen la perversa identificación con la actividad laboral que hace que quienes trabajan se sientan responsables de los males de la economía y de las vicisitudes de la empresa o institución (pública o no, es aquí irrelevante), pero casi nunca beneficiarios de pleno derecho de la retribución proporcional a la fuerza de trabajo aportada ni de los problemas que derivan de la actividad laboral.
Esto quiere decir que hay que hacerse responsable de lo bueno y lo malo, pero sólo de aquello de qué hay que hacerse responsable. Si hay dirección que cobra e incluso roba para ser responsable, entonces que se haga responsable o se retire. Eran los samurais que no cumplían con las expectativas quienes se suicidaban, no los que estaban bajo su mando. Se trata del célebre hara kiri, acto cuya dignidad tanta falta hace a día de hoy. Celebraré el día en que lo pratique alguno de ellos: Emilio Botín (Santander), Francisco González (BBVA), Isidre Fainé (CaixaBank, antes “la Caixa”), Rodrigo Rato (Bankia, antes Caja Madrid), Amancio Ortega (Inditex), Manuel Pizarro (Endesa), Josep Piqué (Vueling), Rafael del Pino Calvo-Sotelo (Ferrovial), César Alierta Izuel (Telefónica), José Manuel Lara (Planeta, Antena 3), Josep Oliu (Banc Sabadell), Silvio Berlusconi (Mediaset), Carlos Slim (Telmex)…
¿Por qué ponérselo fácil a los que nos putean? Si hay culpables por mala gestión, esos no son la clase trabajadora, a la que se priva del poder de tomar decisiones en la gestión del trabajo, sus medios y las relaciones que de ahí derivan. Si hay culpables por baja productividad, esos tampoco son la clase trabajadora, cuya preparación y habilitaciones exceden muchas veces las necesarias para el desarrollo de sus funciones. Si hay culpables por la crisis, esos no son seguramente sus principales víctimas.
El comodín de la crisis ya no sirve. Los problemas coyunturales, si los hay, los tienen que afrontar aquellos que los han creado. Si no son capaces de hacerlo pero les queda alguna dignidad, que pongan fin a sus miserables vidas, que ya se han cobrado las vidas de muchos más.
Hola. Enhorabuena por el artículo.
Pero solamente un comentario en defensa de los libros de autoayuda.
Que son los que siempre acaban ridiculizados y menospreciados, en todos los textos, en todos los ámbitos,
y con ellos, nosotros, sus (inconfesables) lectores.
Libros de autoayuda los hay buenos y malos, como cualquier otro género. Los hay simplones, rayando la abominación (como por ejemplo “El Secreto” de Rhonda Byrne) y los hay que se asemejan a tratados de ética (y/o de filosofía) tal es el caso, por ejemplo, de “Los seis pilares de la autoestima” de Nathaniel Branden, al cual no veo muy distinto de la ‘Ética a Nicómaco’ de Aristóteles. Y que no eluden una actitud crítica y autocrítica, y responsable, sobre la propia vida y sobre la de los demás.
Además, en muchos casos, son el último refugio y flotador salvavidas al que agarrarse, cuando el lector no se puede permitir las tarifas de psiquiatras y psicólogos, y carece de otros recursos. Libros que siempre se compran y se leen a escondidas, por avergonzados lectores que no sonríen como sus vecinos, que no los necesitan, o creen no necesitarlos.
En la filosofía “seria y respetable”, además, siempre han abundado los tratados de eudemonología, desde “El arte de ser feliz” de Schopenhauer, hasta “La conquista de la felicidad” de Bertrand Russell, por ejemplo.
Meter todos los libros de autoayuda en el mismo saco es un error y una injusticia. Un recurso, además, harto recurrente.
No estaría de más un estudio más profundo y menos frívolo de ese fenómeno literario que no es, en muchos casos, como digo, sino una nueva versión de los tratados de ética de siempre.
Un saludo.
Poncio,
Muchas gracias por tu lectura y por los comentarios que aportas.
Efectivamente, me refiero a la promesa de ayuda que hacen ciertos libros, pero sobre todo el dispositivo comercial que los ubica como objetos de consumo. Aunque no niego los efectos positivos que puedan tener, tampoco puedo dejar de señalar sus limitaciones intrínsecas: al tratarse de libros, no escuchan; y al estar dirigidos al público en general, no pueden tener en cuenta la singularidad de cada lector.
Urge crear las condiciones sociales favorables a que estos libros no sean el “último refugio” que justamente identificas, sino una referencia más que puede suscitar pensamiento y diálogo. Por mi parte, intento hacer posible un análisis que no se quede rehén de las condiciones que rigen el consumo, la prestación de servicios y en general el acceso a funciones que dependen de otro – por ejemplo, recurriendo a la moneda social en un sentido muy lato.
Te invito a leer, en ese sentido, un par de textos que he publicado antes (“Psicoanálisis con pan” y “Valores de producción en la economía del ámbito”).
Un abrazo.
Francisco