Sin punks no hay paraíso

Me doy cuenta de que cualquier intento de pensar la relación entre el 15-M y la economía del ámbito – cuyas trans-acciones se caracterizan por el pacto libidinal y la ausencia de dinero – pasa necesariamente por la cresta de un punk. Esa cresta insurgente, indomable e interrogativa es el dedo índice de un saber revolucionario que va dejando atrás la creencia de que la revolución sería una fecha en la que todo cambiaría. No. La revolución es aquí y ahora porque siempre y en todas partes ya es aquí y es ahora.

El rechazo social al uso que parecen hacer los punks del espacio público y que muchos consideran displicente o irrespetuoso es solo una cara de la moneda: en la otra se revela una poderosa atracción por ese uso gratuito y en apariencia inconsecuente que solo la moral y demás leyes pueden definir como malo en sí mismo. A más de una le gustaría hacer uso de lo público como si fuera solo suyo. Y en esta paradoja que anuda el rechazo a la propiedad privada y la pulsión de hacer suyo lo público, privatizándolo, se conserva la tensión misma entre la ley de conservación y el llamado sin fin o, si se quiere, entre el principio de placer y la pulsión de muerte.

En cuanto a la propiedad privada, la cuestión no es menos ambigua. El menosprecio de la cosa ajena y la postura desafiante contra lo establecido (establishment) hace del robo una forma de redistribución de los bienes tan justa como cualquier otro robo. Al fin y al cabo, el salario es la limosna que el capital le echa a su consciencia malherida para soportar el robo de energía vital al que somete a diario sus fieles sirvientes. La sustracción del bien ajeno refuerza la complicidad del grupo punk. Se trata de una defensa contra el enemigo, sea éste real o imaginario; en todo caso es algo cuya negación ofrece la base de la identidad punk. Pero esa sustracción del bien ajeno compromete los lazos de solidaridad desde el exterior del grupo, sobre todo porque aunque la propiedad privada deje de ser importante tal como la conocemos a día de hoy, el robo es por definición ajeno a la voluntad de quien es objeto de él.

Así pues, encontramos ambigüedades respecto de lo punk en su relación tanto con lo público como con lo privado que son potencialmente generadoras de angustias acerca de la frontera entre uno y otro. ¿Donde se acaba lo que es mío? ¿A partir de dónde haré uso de lo que el otro tiene por suyo?

La ambigüedad puede ser más angustiosa para muchos si pensamos que, si el 15-M se ha desplazado más allá de los límites de una fecha con pretensiones de revolución, eso lo debemos al movimiento punk. ¿Quienes estaban en las primicias de las acampadas? ¿Quienes han mantenido el aliento y la presencia física en las noches en las que se podría haber extinguido el fuego de la indignación? ¿Quienes se han posicionado en la línea delantera con su inmoral y admirable apego a la desobediencia?

Sí, mientras dormían en esos refugios tan vulnerables a las fuerzas del poder delirante (¿helicópteros contra piercings?), estaban privatizando plazas públicas, se las estaban quitando a los portavoces del miedo, a la ideología del turismo, a la idiotez de la pulcritud impuesta a un espacio público que supuestamente está ahí menos para ser gozado que para ser fotografiado en su absoluto vacío de sentido histórico.

Es ahí, cuando los marginados de la sociedad bien peinada toman la calle y la hacen suya, que contradicen su fobia de lo privado porque efectivamente están privatizando lo público. Pero en ese preciso momento están seduciendo lo privado a hacerse público, están reforzando complicidades, están urdiendo una solidaridad tan gustosa y prometedora que ni el viejo discurso del miedo la puede reprimir.

Y cuando algunas de nosotros nos miramos a los ojos, nos preguntamos, despiertas: ¿De quién es lo que es de todos?

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