El poder prefiere a los sumisos. Sus espaldas se inclinan de manera voluntariosa, solícita. Sus miradas son bajas y asustadas como la de un niño al que le dieron motivos para tener miedo. Pero si degradan su perspectiva a la de los reptiles, no tienen la ligereza ni la sagacidad que se atribuye a las serpientes. El sumiso es un ser que ha cedido su bien más preciado, que no tiene precio ni se compra, solo se usa o se pierde: la palabra.
El sumiso es el que se no se entiende, el que no quiere conocerse ni reconocer su carencia fundamental: la carencia de cierta querencia propia. El sumiso no sabe lo que quiere; por eso mismo depone su querer en las manos del que puede. Y el que puede no es más que aquél bajo cuya mentira e ininterrumpida usurpación se coloca el sumiso como posesión y verdad. Para este último, mejor ser la verdad alienada en una gran ilusión que asumir los riesgos y enigmas de la búsqueda interior. Y mejor ser un pulcro sirviente en palacio de tiranos que construirse un pequeño hogar bajo la intemperie.
A cada vez, empero, que el sumiso depone su querer en las manos de otro, hay una especie de querer que preside a esa opción de abandono (que nada tiene que ver con el desapego). Se trata de un querer negativo, claro está, pues lo que quiere es que el otro quiera en su lugar (en lugar del sumiso).
El sumiso es así triplamente infantil: guarda la creencia en la capacidad superior del otro para querer; cree además que a su dejarse querer por el otro, el otro responderá, a modo de recompensa y de reconocimiento, con su propio querer; y habiendo cedido su palabra y limitado su modo de habla a las condiciones o exigencias del otro, cree que quiere lo que en realidad quiere el otro, el único que puede querer.
La primera creencia, de que el otro es el único que puede querer, suele exigir además la creencia en la libertad de uno mismo. El sumiso que cree ser libre vale más que uno que no se lo cree, porque aquél que cree poseer la libertad, ya no necesita quererla.
La segunda, que su dejarse querer por el otro cobrará efectivamente ese sentirse querido, da fe del despropósito y la desproporción de las creencias del sumiso. Este se cree importante para el otro en una medida en que no lo es, ya que nunca es querido ni preciado, sino siempre despreciado. También esta ceguera exige otra: la de no querer ver que el sumiso sí es importante para el otro en la medida en que le ha ofrecido su voluntad. El poder no existe sin la alienación de la voluntad del sumiso. Eso quiere decir que la voluntad de poder se quedaría en eso – una voluntad sin poder – si el sumiso, asumiendo su condición e indignándose conscientemente contra ella, se situara fuera del ámbito de posibilidades donde el otro juega autoritariamente su poder.
La tercera creencia del sumiso, que consiste en creer que quiere lo que quiere el otro, resulta de una creencia tan arraigada en la insignificancia de la palabra (concretamente del significante) que ésta se aliena inconscientemente. De este modo, el sumiso habla a la manera del otro, habla el discurso del otro, hace suyas las palabras del otro. Esto equivale a decir que verdaderamente no ha aprendido a hablar.