¿Es Andrej Pejic significante-ídolo de un retorno a lo andrógino o algo más, o algo menos? ¿Y qué tienen en común la traducción posmoderna del mito del andrógino -en la moda, la publicidad- y el postporno como discurso posible del llamado postfeminismo?
Estas preguntas son pretextos para pensar el cuestionamiento contemporáneo de las identidades de género pero también para buscarle términos de respuesta quizá extemporáneos, inconvenientes, capaces de importunar. Cuando hablo de buscar términos de respuesta no pretendo crear neologismos, palabras sin referente en el previo uso común, pero sí pretendo desplazar significantes hacia nuevos usos, o no tan nuevos, y con ello revalorizarlos en el contexto actual.
Algo que sacude la atención al mirar en los editoriales de revistas de moda, primero Arena Homme+, luego Vogue Italia y otras, escenografías fotocapturadas del cuerpo del modelo serbio Andrej Pejic es la indecidibilidad de su género, almenos desde el punto de vista de quien mira. Ante la ausencia de rasgos que permitan concluir, es decir, cerrar la cuestión del género, se abre el espacio paranoico de búsqueda de lo que supuestamente un género tiene y el otro no, eso que a menudo se sigue confundiendo con el falo y su significación en teoría psicoanalítica. Otra posibilidad que no la paranoia es la constatación de la exuberancia que transpira de esas imágenes.
La respuesta que busco no pasa por esa parte del cuerpo que en el ideal de género masculino sería externa y en el ideal de género femenino sería interna. Pero sí pasa por la porosidad y la comunicabilidad entre lo que se percibe externo y lo que se percibe interno, y que genera una indecidibilidad de sentido y una inestabilidad perceptiva y conceptual extremadamente fértiles para el planteamiento de los géneros de género. Recurriendo a una lectura de María José Muñoz del seminario de Lacan sobre La angustia, elijo, pongo de relieve a la teta como objeto amboceptor que quien mama cree suyo aunque también sea de quien le da de mamar. Lo que estoy poniendo de relieve no es tanto a la leche materna, objeto que fluye por ese orificio hacia la boca de aquellaquien se amamanta, sino el objeto localizable por el que se da el flujo mismo, la teta en un cuerpo que quien mama percibe como suya y no suya a la vez. La teta, objeto de posesión y a la vez de deseo en tanto no es poseído, condiciona y posibilita un goce (más que la satisfacción de una necesidad de alimento motivadora de la demanda de teta, objeto-señal metonímico de la leche); pero a la vez traumatiza (en sentido etimológico) la experiencia de goce, la marca con la herida de la imposeibilidad, de lo que no puede no pasar por el otro.
De esa imposeibilidad, que garantiza asimismo su elección como objeto primerizo de deseo (y la pulsión oral como pulsión primera) a la imposibilidad (de determinación, de posesión definitiva, de goce ininterrumpido) va una letra. La pérdida de esa letra, que a partir de entonces está apta a significar mucho más que la letra que es -podrá significar incluso al falo- pero ya no esa letra exacta, no traducible, está ya atravesada por el trauma de escasez, de vicisitud, de falta. Lejos estamos del sentido aparente, más literal, de la teta. ¿O no tan lejos?
Uber es el nombre en latín para la teta u orificio en ella por donde sale la leche cuando hay producción por la glándula mamaria; o para la misma glándula, o para el pezón. En sentido más figurativo también significa abundancia o fertilidad; como adjetivo significa rico y copioso. Del latín uber manan el castellano y el gallego ubre, que designa tanto una teta como el conjunto de las dos tetas. La ubre simboliza la copia, la exuberancia. En su acopio, quien mama goza no de la teta, que es del cuerpo que no su propio (como señalará Lacan respecto del rapport sexual en Encore), sino de la experiencia de la succión como aptitud a dar continuidad al flujo de leche y al efecto de llenado de su demanda pero también a la ilusión de continuidad de dos cuerpos que no son más que contiguos. Pero es esa ilusión de continuidad, que efectivamente le hace ilusión a quien mama, la que sostiene la ambigüedad perceptiva de la teta como un objeto propio.
De hecho, el llanto de quien no mama es una exposición de la discontinuidad que se ve restablecida al darle de nuevo la teta o un substituto de ella, una chupeta – que como el sufijo indica es algo menor, algo que suple una falta pero no es lo que falta. No es lo mismo. Cumple con una función de substituto del objeto de deseo pero solo cumple además con la de satisfacer la necesidad de alimento si viene continuado en otro substituto que es el biberón. Por eso el biberón es la primera ortótesis para el logro del goce. Es el primer fetiche sexual: se chupa, satisface, llena, y no es lo mismo, es decir, cumple con una función semejante al del objeto (principal) de deseo y cumple con la función de no ser ese mismo objeto, y es por la coincidencia en él de las dos funciones que se le reconoce como fetiche.
El fetiche permite además suplir la exuberancia del falo (que no se tiene) con la inuberancia (que se puede tener). Considerando la teta como el primer falo por su condición de objeto que se desea porque está en el otro, objeto que para ser tenido de alguna manera supone un paso por el otro, falta en el biberón ser la teta aunque cumpla de forma semejante algunas funciones de aquella (poder ser chupada, poseer un orificio por donde sale leche…). Pero al fetiche le falta la exuberancia del falo. Y en relación con ningún otro falo, con ningún otro objeto con función fálica (entendida aquí como distinta de la función-fetiche, de substitución) se puede hablar tan literalmente de exuberancia como en relación con la teta porque la teta es la ubre, uber. La ubre sería lo exuberante por antonomasia.
Sin embargo, el hecho de que una tenga ya que recurrir a un substituto desde el inicio para lograr un goce que fácilmente se interrumpe (gaudium interruptus que anuncia ya otras indeseadas interrupciones) deja entrever que ni siquiera en el aparentemente más literal de los significantes de la exuberancia, la teta, se da una conclusión de sentido y de goce, es decir, ni siquiera ahí es posible hacer coincidir el objeto con el goce, ya que el objeto no es todo del otro y no es todo mío, ni tampoco el significante con el significado de exuberancia, ya que por el carácter ilusorio de la continuidad que se experimenta también queda fatalmente anudada a la exuberancia que no se goza (está en el objeto en cuanto no es mío) la inuberancia que uno cree gozar (en el objeto en cuanto creo ser mío).
Así pues, la exuberancia como rasgo aparente de la función fálica, rasgo que no se puede separar de la inuberancia ya desde el primer objeto donde la función fálica es puesta en juego, exhibe sin embargo una posibilidad más indecidible cuanto al sentido de referirse a algo que se creía separar al conjunto de los sujetos en dos géneros definidos, lo cual era un vestigio -al que aún se confiere un valor simbólico desproporcionadísimo- de esa creencia en la continuidad entre quien mama y la mama (y la mamá).
La ambigüedad tan vivamente simbolizada por las representaciones de Andrej Pejic y su puesta en escena se manifiesta como intermitencia de exuberancia e inuberancia, intermitencia que podría ofrecer algo novedoso en cuanto a los efectos que produce en discursos sobre el cuerpo. Aunque algunas lecturas banalizantes quieran reducir Andrej a un ídolo asexual (pero ¿qué es ser asexual? ¿no tener sexo?), y aunque su nombre masculino esté ahí para dar soporte a una identificación con el mito del andrógino (que, tal como “ángel”, es un substantivo masculino), creo que algo decisivo que los discursos sobre el cuerpo pueden leer ahí es la superación de un malestar por la indecidibilidad, superación que podría estar teniendo lugar gracias a la posibilidad de goce que ofrece la vívida representación de la intermitencia. Lo he señalado en alguna ocasión citando a Roland Barthes en Le plaisir du texte: “L’endroit le plus érotique d’un corps n’est-il pas là où le vêtement baille?”
El lugar más erótico de un cuerpo no sería un lugar ubicable, bien determinado, sino “ahí donde la ropa bosteza”, “ahí donde el vestido se entreabre”. Donde se ve y no se ve, sale y no sale, entra y sale, corre y no corre. La moda de lo ubersexual se desplaza hacia la uberancia – intermitencia entre exuberancia e inuberancia. Quizá en la uberancia podrán hallar mayor despliegue y apertura aquellos discursos sobre el cuerpo que siguen todavía situándose en formaciones teóricas de compromiso.