Skavoj Žižek. Entre la Ley y el compromiso


Reseña

Slavoj Žižek. El títere y el enano. El núcleo perverso del cristianismo. Buenos Aires, Barcelona, México: 2005. Trad. Alcira Bixio. Título original: The Pupper and the Dwarf. The Perverse Core of Christianity.

Situándose en torno al discurso de Hegel en la Ciencia de la lógica y en la Fenomenología del espíritu, Slavoj Žižek empieza por distinguir en la religión una función terapéutica y otra crítica. La primera ofrecería apaciguamiento y la segunda constituiría una forma de “herejía” (10). Es sobre todo con arreglo a la funcionalidad crítica de la religión que Žižek plantea su primera gran hipótesis, a saber, que uno tiene que pasar por la experiencia cristiana para ser materialista dialéctico (14). Para defenderla, su gran aliado es un (san) Pablo filtrado por las lecturas de Martin Heidegger y Alain Badiou y por el propio imaginario de Žižek, un imaginario que, aún en el rescaldo del deconstruccionismo (El títere y el enano se publica por primera vez en el 2003), admite una lectura anacrónica de los escritos paulinos (uno de los tipos de “uso” según la terminología de Umberto Eco en Interpretación y sobreinterpretación) al mismo tiempo que insiste en preservar sus ambigüedades. Se identifican enseguida tres tendencias dominantes de experiencia religiosa a día de hoy: el politeísmo, el judaísmo intelectualizado (que sería la “actitud ético-espiritual hegemónica de los intelectuales”: 17) y las tendencias gnóstica y mística del cristianismo.

El sesgo incipiente en la argumentación de Žižek viene introducido por la cita de Jacques Lacan, recogida de su cuarto seminario: “El Espíritu Santo es la entrada del significante en el mundo. Es ciertamente lo que Freud nos presentó con el título de pulsión de muerte.” (19; cf. Lacan, Le Séminaire, livre IV, Seuil, 1994: 48). Žižek propone entonces traducir Espíritu Santo por lo simbólico que entra en el mundo. Su finalidad: liberar de lo patológico en sentido kantiano, introduciendo una dimensión transcendente (“más allá de la vida biológica”: 17). El argumento parece ignorar las aportaciones de Thomas Altizer, Gianni Vattimo, y demás pensadores de la llamada teología débil, e incluso de la tradición de discursos de la negatividad en la mística, los cuales están en la base del acercamiento a lo espiritual desde lo inmanente, tal como ejemplarmente lo ilustran las posiciones de David Tracy y Jean-Luc Marion, en la estela de Heidegger y de Jan Patočka (que Žižek seguramente conoce). En este sentido, el Espíritu Santo podría ser más bien, para Lacan, y en aquél enunciado concreto, la pulsión de muerte de Dios, pulsión quenótica o de vaciamiento sacrificial de sí mismo.

De hecho, tras la introducción, Žižek inaugura el primer capítulo con la hipótesis de Schelling según la que Dios necesita hacerse hombre, encarnar, para “liberarse de las sofocantes limitaciones de la eternidad” (21); y cita frecuentemente a G. K. Chesterton para mencionar el Dios que “se abandona a sí mismo” (23) y humanizar al Dios aislado, humanizado y por eso susceptible de hacer del cristianismo algo revolucionario. Es decir: el cristianismo no es revolucionario porque el hombre está llamado a ser perfecto como el Padre (según la palabra evangélica) y a hacer del amor recíproco el mandamiento colateral al de amar a Dios, sino porque Dios, al hacerse humano, se hace susceptible de nuestra empatía y su lucha hasta la muerte por la justicia le hace digno de una especie de reputación de héroe marxista avant la lettre – y la letra, la letra después, sería el Espíritu Santo, herencia del sacrificio del Hijo.

Sin embargo, Žižek sitúa el núcleo perverso del cristianismo en dos momentos de “oscura ambigüedad” (25) que se resumen en dos cuestiones: “Si en el Paraíso estaba prohibido comer el fruto del árbol de la sabiduría, ante todo, ¿por qué Dios puso allí ese árbol?”: 24-5); y luego, acerca de la entrega de Jesucristo a las autoridades: “¿No es, pues, Judas el último héroe del Nuevo Testamento, el único que estuvo dispuesto a perder su alma y a asumir la condena eterna para que pudiera cumplirse el plan divino?” (25). La sobreinterpretación de un detalle sin relevancia semiótica (en el relato mítico, como en las parábolas, la analogía no es extensa; solo funciona en su conjunto, y su sentido no incide en lo accesorio) y la reducción de la tentación de Judas (muy elaborada en el cuarto evangelio) a una conspiración entre éste y Jesús permiten llegar a una teoría jugosa pero inconsistente de que, a diferencia de otras religiones en las que Dios solicita la fidelidad de los fieles, valga el pleonasmo, “Cristo les pide a sus seguidores que lo traicionen para que él pueda cumplir su misión.” (25) Sigue Žižek:

Aquí uno se siente tentado a decir que todo el destino del cristianismo, su núcleo más íntimo, depende de la posibilidad de interpretar este acto en una perspectiva no perversa. Vale decir, la lectura obvia que se impone es perversa: mientras se quejaba de que alguien fuera a traicionarlo, Cristo le estaba dando a Judas, entre líneas, la orden de traicionarlo, pidiéndole el sacrificio más elevado, no sólo el sacrificio de su vida, sino también el de su “segunda vida”, el de su reputación póstuma. (25-6).

Así pues, eligiendo la revolución como finalidad del cristianismo, o eligiendo más bien al cristianismo como soporte de su finalidad, Žižek, para quien “[q]uizá no haya mayor amor que el de una pareja revolucionaria en la que cada uno de los dos amantes está dispuesto a abandonar al otro en cualquier momento si la revolución se lo exige” (30), indica que la “lectura no perversa del sacrificio de Cristo, de su mensaje a Judas, sería: “Pruébame que soy todo para ti, por consiguiente traicióname para que ambos podamos cumplir nuestra misión revolucionaria” (ídem). Pero esta no es una lectura perversa ni no perversa; es una fantasía que Žižek realiza discursivamente en su texto.

El tipo de organización del discurso a que sus lectores están ya acostumbrados, y que traduce en el orden escritural la técnica de libre asociación en el acto analítico, no impide ver el esfuerzo notable de producir un saber del orden de lo teológico, lo que viene confirmado por su resistencia compulsiva a las propuestas teológicas oficiales, erigiendo así a éstas como su negativo. Son ejemplos de esa pulsión de teologizar: la aniquilación de la motivación del Bien con un argumento cercano al neoplatónico, del demiurgo malo (34-5), la identificación de Dios con la brecha entre dios y dios (36), la asunción de la falta primordial y persistente del Uno, justificación de los monoteísmos (38), la identificación del budismo occidental como la ideología pragmática del capitalismo tardío (39), o la acusación de que hay un vacío ético en el zen y en el Bhagavad Gitâ que ofrecería “la justificación de la incineración de judíos en las cámaras de gas” a la consciencia de sus ejecutores (47). ¿Será la teología oficial el verdadero negativo de Žižek? Gracias a un tour de force argumentativo donde brillan la originalidad y la incoherencia, lo que confiere a veces un tono surrealista al ensayo, su autor se lanza, anclado en la seguridad de lo perverso, a por el objetivo de El títere y el enano: la defensa de la ortodoxia.

El segundo capítulo, “La emocionante aventura de la ortodoxia”, recorre entonces aquellos aspectos que Žižek encuentra en el cristianismo y cree beneficiosos e incluso necesarios al materialismo dialéctico. El primero es la dimensión comunitaria: contra el tipo de privacidad proporcionado por el capitalismo, “la única manera de romper con las limitaciones de una mercantilización ‘alienada’ es inventar una nueva colectividad” (56); y parafrasea a Marguerite Duras, para quien la única forma de “relación (sexual) personal intensa y satisfactoria” (ídem) es aquella en la que los amantes no se miran a los ojos sino que se dan la mano y miran juntos “juntos hacia fuera, a un tercer punto (la causa por la cual los dos luchan, con la cual los dos están comprometidos)” (56-7). El segundo aspecto, implícito, es el de la comunidad de bienes, contra la que se erige la avaricia, asociada al nuevo imperio del erotismo anal, que consiste en retener el objeto excedente. El rechazo de dicha “’castración’ (ceder el objeto separable privilegiado” terminará en la “total castración en la esfera de lo real” (58); dicho de otro modo, “mediante el rechazo de la excepción fundadora (ceder el objeto excedente), el avaro queda privado de todos los objetos” (59). Esta función de castración parcial se anuda con el principio del goce condicional que Žižek recoge de Chesterton, para luego ejemplificar profusamente, como es su costumbre. Esa limitación al goce que lo posibilita se manifestaría en la estabilidad, no en el cambio: “la mayor magia es la de la realidad misma” y “la mayor prueba de la creatividad divina es que lo mismo se repita una y otra vez”, como el sol cada mañana (59). Esta diversidad en la monotonía, que Žižek identifica con la coincidencia dialéctica de los opuestos en Hegel, le permite introducir un tercer elemento al argumentar cuan indeseable es el cumplimiento del deseo: “en última instancia, lo peor que puede pasarnos es que obtengamos lo que oficialmente deseamos. La felicidad es, por lo tanto, intrínsecamente hipócrita: es la felicidad de soñar cosas que realmente no deseamos” (63), por lo que la demanda por parte de “la izquierda actual” de volver al “Estado Benefactor” (también llamado Estado Providencial) es “un juego de provocaciones histéricas, de apelar al Amo con una demanda que éste no podrá cumplir y que pondrá en evidencia su impotencia” (ídem). ¿De quién es la culpa de la castración de lo real y de la frustración frente a la expectativa de goce incondicional? Del pueblo – y, detrás de él, el deseo: “El deseo fue la fuerza que impulsó al pueblo a avanzar más allá y terminó cayendo en un sistema en el cual la amplia mayoría es definitivamente menos feliz” (62). El cuarto aspecto es el conocimiento, que los conservadores identificarían como una causa de infelicidad. Así, Žižek recuerda que para Jacques Lacan “la actitud espontánea del ser humano es decir: ‘Prefiero no saber nada de eso’” (65) y luego, volviendo a Chesterton, señala que su propósito es “salvar la razón adhiriéndose a su excepción fundadora” (68), en concreto, la excepción que presenta lo misterioso. El misticismo se ve así reducido a lo irracional, y la razón se ve anudada a aquella concepción hegemónica de ciencia que va logrando excluir lo inexplicable, lo inminentemente subjetivo y, por consiguiente, al sujeto mismo. Parece ser ésta, sin embargo, la concepción adoptada por el autor. Dirigiendo su atención hacia El señor de los anillos (y luego Harry Potter), Žižek hace notar que “sólo un devoto cristiano podría haber imaginado semejante universo pagano magnífico y confirmar así que el paganismo es el sueño último del cristianismo” (70). La “perversa conclusión inconfesable”, enunciada en términos que recuerdan el estilo publicitario, sería: “‘¿Quiere usted gozar del sueño pagano de una vida de placer sin pagar el precio de la tristeza melancólica? ¡Elija el cristianismo!’” (ídem). Así pues, el cristianismo permite gozar, “abandonarnos a nuestros deseos sin tener que pagar por ellos”, ya que al cargar en la cruz los pecados de la humanidad, Jesús habría pagado una especie de bono para disfrutar gratis, o mejor dicho, de gracia mediante el precio que es el deseo mismo: “‘no transigir con el propio deseo’, en última instancia, es lo mismo que decir: ‘cumple con tu deber’” (72). En resumen, el goce condicional supone una excepción que permite el pleno goce, mientras el goce incondicional, cuyo paradigma sería la mística (del orden de la histeria o de lo Real – Žižek tiene la prudencia de no decidirlo) se relaciona con Pablo (Saulo de Tarso) y consiste en la suspensión de del pleno compromiso con lo social (el “como si paulino”: 74 – tener como si uno no tuviera, etc.). Lo que Žižek no llega a considerar es que ese compromiso es la plena solución de compromiso asumida como Real, mientras la traducción de la experiencia mística en un “como si” vale semánticamente como índice de una experiencia que es real para quien la enuncia y la quiere comunicar pese a su inefabilidad. La aparente desatención a la pregnancia del discurso místico (por lo menos hasta aquí) le vale a Žižek un error de perspectiva semejante al que les permitía, por ejemplo, a los psiquiatras y neurólogos de La Salpêtrière desestimar como ilógico y carente de sentido el discurso de las “histéricas”. Tampoco es posible rescatar el goce gracias al Dogma, incapaz de sustentar nuestra libertad en la edad moderna (lo que Žižek asocia a la tesis lacaniana de que el gran Otro ya no existe: 76), ni siquiera bajo el disfraz de nuevas prohibiciones, que han perdido su fuerza con Kant, “el filósofo de la libertad” (77). Gozar se ha vuelto el nuevo imperativo de la “sociedad permisiva”: “Goza!” (80) y “el precio que pagamos por esta ausencia de culpa [ante el sexo] es la ansiedad” (81), entendida como una especie de patología resultante de afrontar lo imposible – que para Lacan sería el nombre de lo Real y para Georges Bataille, lo de la transgresión. Es precisamente sobre la coincidencia en el tiempo de la publicación de Ética del psicoanálisis del primero y de El erotismo del segundo que Žižek critica el acercamiento del discurso lacaniano, en aquel entonces, al pensamiento dicho heterogéneo. Aquí habría que precisar que la negatividad hegeliana deja de ser una cualidad del sujeto particular posicionándose frente a lo Absoluto, es decir, asumiendo una posición de desafío a la positividad de lo universal, para hacerse negación de otro como vía de auto-imposición (o impostura de sí mismo) mediante la negación de la posición ajena. ¿Estaría La ética del psicoanálisis de Lacan en las antípodas del núcleo perverso que Žižek halla en el cristianismo?

En el tercer capítulo, “El desvío de lo real”, Žižek recurre a la figura de la transición entre purificación y sustracción para describir tanto los dos lados de lo que Badiou llamó “la pasión por lo Real” (“la passion du réel”: 88) del siglo XX (90) como el desplazamiento de Kant a Hegel (“de la tensión entre los fenómenos y la Cosa a una inconsistencia/escisión entre los fenómenos mismos”: 92), como también el paso del judaísmo al cristianismo (113). Se introducen ya unos términos que contradicen la aparente ignorancia del elemento místico: en efecto, la brecha, la Nada o el yerro evocan el fallo constitutivo del hecho mismo – inaprensible – del desvío de lo real, del hecho que lo real rehúye, no es transitable: es el tránsito mismo. Aunque Žižek se defienda de la acusación de “los críticos de lo Real lacaniano” según quienes la distinción de éste respecto de lo Simbólico no sería suficientemente clara contestándoles en forma de pregunta retórica que trazar esa línea de separación es “un acto simbólico par excellence” (95), la distinción que me parece menos lograda es entre lo real y la Cosa, ya que ésta se define en el discurso de Žižek en términos igualmente borrosos de algo intersticial. Así pues: “la Cosa no es nada más que la ontologización de la inconsistencia existente entre fenómenos” (93); “lo Real lacaniano – la Cosa – no es tanto la presencia inerte que ‘curva’ el espacio simbólico (introduciendo fisuras e inconsistencia en él) como el efecto de esas fisuras y esas inconsistencias” (ídem); y en una diatriba en la que se coloca en contra de la hipótesis de Bruce Fink según la que la “jouissance féminine, esa parte de una mujer que se resiste a la simbolización, está más allá del habla” (97), deduce que “lo Real no es externo a lo Simbólico: lo Real es lo Simbólico mismo en la modalidad del Todo, que carece de un Límite/Excepción interno” (ídem). La separación misma entre lo Real y lo Simbólico es “el gesto fundador mismo de lo simbólico” y es a causa de la “eliminación de toda referencia externa” en Hegel y de lo que Žižek llama su “panlogicismo absoluto” que la primera “lógica de lo real” sería la hegeliana. La coincidencia (imaginaria) de lo real con lo abstracto le permite a Žižek sostener que el acceso a lo Real (¿posible?) implica “dejar caer la referencia misma en algún punto externo de referencia que elude lo Simbólico” (98) un punto en una topología que, sin embargo, sigue siendo la de lo Simbólico. Desafortunadamente, la paradoja no es aquí un efecto de lenguaje sino un defecto de lógica. La consciencia de la deficitaria problematización de los problemas que va trayendo a colación le obliga a repudiar a lo Innombrable como un efecto más del lenguaje (98) y a aceptar lo incoherente (99), al que luego rebautiza como lo paradójico (101), designación del “espacio impenetrable del deseo de la madre”, “sustituto del enigma que elude” (ídem). ¿Es lo Real ese enigma por el que se substituye la inversión de lo Simbólico o el espacio abismal, la brecha que separa al sujeto de su conocimiento (de sí mismo y de su enigma)? Al parecer, las dos cosas: “lo Real es simultáneamente la Cosa cuyo acceso directo nos está denegado y el obstáculo que nos impide ese acceso directo” (107). “El sitio de la verdad (…) es la brecha misma” (109) y “lo esencial [en la figura de Cristo, en la que Dios se separa completamente de sí mismo] es no ‘franquear’ la brecha que nos separa de Dios, sino comprender hasta qué punto esa brecha es inherente a Dios mismo” (108): Dios, “sitio de la verdad” y fuente de analogías, al igual que en la tradición escolástica. Tal como Cristo repite Adán de tal forma que redime la Caída del primer hombre (Caída que permitiera la “subsecuente instauración de la Ley” y la posterior redención por el amor: 113), el error o pecado original, así también “uno debe comenzar haciendo la elección ‘errada’ (la micción), pues la verdadera significación especulativa [la reproducción] surge sólo a través de lecturas repetidas” (115-6). Žižek recoge el “felix culpa” agustiniano en toda su pureza, no fuera esa quizá más célebre de las expresiones patrísticas de la paradoja central en la economía de la salvación, o de cómo para levantarse hay que haberse caído (y no solamente haber estado en el suelo por mera casualidad): “Volvemos a elevarnos desde la Caída, no destruyendo sus efectos, sino reconociendo en la caída misma la anhelada liberación” (119). Por mucho que insista en la necesidad (lógica) de “identificación [de Dios] con una falla” (124), Žižek no se puede resistir a hacer el apostolado de la falla y a capitalizar para el cristianismo ese hecho de lo Real, insistiendo en que ésta es una “forma propiamente cristiana de identificación” (ídem).

Entre este y el último capítulo, que retomará el tema de la sustracción en el judaísmo y en el cristianismo, encontramos el extenso cuarto capítulo “Del amor a la ley y viceversa” que desarrolla unos planteamientos sobre el amor a partir de la noción de exceso. Siguiendo una observación de Badiou en un simposio en la UCLA (Universidad de California, Los Angeles), Žižek vuelve a la pregunta paulina: “¿Quién está hoy verdaderamente vivo? ¿Y si sólo estuviéramos vivos cuando nos comprometemos con una intensidad excesiva que nos coloca más allá de la ‘mera vida’?” (130). Al contrario de Sócrates, para quien una buena vida es aquella que vale la pena ser contada – principio inspirador del pensamiento Paul Ricœur en lo que respecta a la narrativa de sí mismo –, aquí se desplaza la consideración de cualidad (el ser-bueno de una vida) a la de dignidad, justificada por el exceso: “Lo que hace que la vida ‘merezca ser vivida’ es justamente el exceso de la vida: la conciencia de que hay algo por lo que uno está dispuesto a arriesgar la propia vida (podemos llamar a ese exceso ‘libertad’, ‘honor’, ’dignidad’, ‘autonomía’, etcétera)” (132). El exceso sería de este modo algo que constituye la vida bajo el riesgo de destituirla, y se confundiría con categorías investidas libidinalmente con el valor imaginario del logro. En contraposición, los productos que el mercado ofrece, “privados de sus propiedades dañinas: café sin cafeína, crema sin grasa, cerveza sin alcohol…” (133), a las que Žižek añade el “sexo virtual, que es el sexo sin sexo” y “la doctrina de Colin Powell de la guerra sin bajas (de nuestro bando, por supuesto) que es la guerra sin guerra” (ídem). Sin embargo, Colin Powell nunca dijo que la guerra sin bajas no fuera guerra, por lo que en este caso se puede hablar de la dimensión anestésica en el discurso ideológico, pero no, en rigor, de una falta de exceso, que no es más que un artificio lógico. En cuanto al sexo, habría que plantear cuál es esa esencia que no está presente en la genitalidad activable por medios que de ‘virtuales’ solo tienen un nombre caído en desuso en los media studies (porque sus efectos son reales, y su soporte es de lo más palpable). Por otra parte, no sorprende que, tras justificar implícitamente la pena de muerte – como el Catecismo de la Iglesia Católica – afirmando que su repudio es consecuencia de la “‘biopolítica’ oculta” (132), Žižek suscriba la comparación del “sexo seguro” (135; entre comillas en el original) con “ducharse con el impermeable puesto”. Lo que sí puede sorprender es la defensa intermitente del judaísmo (cf. p.ej. 175, 188), suya única función parece ser la de atenuar la excesiva evidencia de la actitud ortodoxa y proselitista de Žižek, quien juguetea a menudo con el deseo de acusación, por ejemplo, al preguntar si Judith Butler es realmente humana o si será una vaca lechera para luego considerar que considera “inadmisibles” tales manifestaciones (cf. 112, n.23). ¿Pero qué decir de su insistencia en que el “no” (como el prefijo “in” en “inadmisible”) no tiene resonancia? Así como en el dictum “No matarás” resuena la orden “Mata!” (“la Ley misma genera el deseo de violarla”: 144), “admisible” es lo que suena en “inadmisible”. El carácter dialéctico de la negación misma le permite ver en Cristo, el que sufre la pasión (135), “nuestro (de los creyentes) sujeto que supuestamente NO cree” (140). La suspensión de juicio que caracteriza la epojé (disposición propiamente fenomenológica) no se articula con el escepticismo que acompaña la experiencia de fe, sino con la fe misma. Lo que se rescata es la posibilidad de que haya un Dios que haya abandonado a Cristo, lo cual permanecería como índice (en términos semióticos) de la presencia ausente de Dios, de su ser-no-ser, de la ambigüedad que reaparece como elemento redentor (también de forma tácita pero muy consistente en David Tracy, Plurality amd Ambiguity). En el paroxismo del quasi paulino (p.ej. “lloran como si no llorasen”: 153) se halla el último reducto de una ley que no deja de serlo pero que ya es la ley del amor, en la que no hay Amo (el Padre) sino el Espíritu Santo que Žižek identifica con la comunidad misma (ecclesia), como sería de esperar de un autor católico marxista. La misericordia, de hecho, sería un rasgo del Amo (aunque cabe decir que tener misericordia, condición para merecer misericordia según anuncia el evangelio, no es lo mismo que “mostrarse misericordioso”, al contrario de lo que se parece sugerir: 152). A la pregunta atribuida a Lacan “¿hay amor más allá de la Ley?” (156), Žižek vuelve a contestar en términos de exceso: el “problema de la Ley” es que “hay demasiado amor en ella, vale decir, la vida social se me presenta como un ámbito dominado por una Ley impuesta desde afuera en la cual soy incapaz de reconocerme, precisamente por cuanto continúo adherido a la inmediatez del amor que se siente amenazado por el imperio de la Ley” (161). Es decir, “el problema (incluso hoy) no es cómo hacemos para complementar la Ley con el amor verdadero (el auténtico vínculo social), sino, por el contrario, cómo debemos hacer para cumplir la Ley liberándonos de la mácula patológica del amor” (ídem). Este razonamiento con tinte teológico elude la crítica poscolonial a categorías como imperio y autenticidad, crítica que ha contribuido a revelar el valor subversivo y rompedor del Nuevo Testamento (véase la obra de S. G. Sugirtharajah), cooperando así históricamente con la teología de la liberación (cuya lucha la ortodoxia católica trata de sofocar con sus movimientos de reevangelización conservadora). Sobre todo, es todavía un razonamiento reaccionario (del que Žižek no se ha desviado, quedando atrapado en el gusto por la dispersión referencial y la provocación bien pensante pero poco actuante) que sitúa el amor en la esfera privada y la Ley en la pública bajo una pretensa subversión de los términos entendida como su casi literal inversión: la Ley es excesivamente amorosa, y el amor es un déficit de atención y de cumplimiento de la Ley del que son víctimas tanto los judíos (porque en el apego al legalismo no la acaban de cumplir) como los místicos cristianos que, cuando prescinden de la “experiencia judía de la Ley” (¿y eso es cuándo?) pueden llegar a ser “feroces antisemitas” (163). Pero si “la Ley misma genera el deseo de violarla” (144), ¿no se puede decir que el amor genera el deseo de su cumplimiento, y que éste solo es completo cuando su alcance es universal?

En el último capítulo se hace la defensa del canon bíblico, rechazando los evangelios apócrifos y la posibilidad de interpretar más allá de lo revelado. Para Žižek, el sentido del cristianismo como religión de la Revelación es sencillamente que “en él todo se revela, ningún complemento obsceno del superyó acompaña su mensaje público” (174), con lo cual no hay espacio para nuevas interpretaciones, el significante está cerrado, el sentido decidido, y lo que de él se desvíe no es sana doctrina. Subyace la asunción de absoluta ortodoxia por parte de Žižek, quien insiste en la impotencia de Dios, volviendo una vez más a los grandes filósofos judíos, como Hans Jonas (188, e implícitamente: 176), Franz Rosenzweig (177; cf. 82) y Walter Benjamin (180; 183) para reafirmar que el hecho de que el pueblo judío siempre esté “fuera de lugar” demuestra que “ocupan el lugar de la humanidad como tal” (179; efecto al que Jean Baudrillard se ha referido como simulacro: detrás de la diáspora judía está el exilio de la humanidad – ¿y de lo humano?). El planteamiento sobre el tiempo de emergencia y de la catástrofe (182ss.), que en el apéndice-conclusión glosará a partir del entonces reciente episodio del 11S, confluye para insistir el cierre del significante: Dios, al morir en la cruz “nos dio – le dio a la humanidad – el S1 vacío, el significante Amo, y corresponde a la humanidad completarlo con la cadena de S2” (187). Mientras la deconstrucción, asociada sobre todo a través de la figura de Jacques Derrida al “judaísmo intelectualizado” (17) purifica la Alteridad hasta convertirla en “la Promesa mesiánica”, lo que sería “la forma última de idolatría” (191), “el logro más significativo del cristianismo fue reducir la Alteridad de Dios a la Mismidad” (190), algo en que Žižek (sin decir si se refiere concretamente a la doctrina de la teosis en las iglesias cristianas orientales) no encuentra el mínimo rasgo (o riesgo) idolátrico. ¿Y si “el próximo paso consiste en desprenderse de esa forma misma?” (193) Ecce: ahí está la roca de castración, la fobia al desprendimiento de la forma, el Abgrund eckhartiano, el desapego incluso relativamente al saber. Žižek no está dispuesto a dejar de sostener su posición de intelectual, y lo hace en campo favorable: entre el público al que se dirige, no hay quien pueda lanzarle la primera piedra.

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