Carón, o Caronte, ese personaje en constante tránsito por el lago Estigio, donde él solo podía transitar con su barco, recibía un óbolo por conducir los muertos en su tránsito hasta la morada inferior o infernal: dos monedas colocadas sobre los ojos del muerto o bajo su lengua, según la versión del mito. Esa explicación de cierta costumbre de cerrar los ojos del difunto con dos monedas, una sobre cada párpado, es legible hoy como una alegoría del cegamiento o del encandilamiento de los muertos del capitalismo. No me refiero a muertos en combate ni a mártires conscientes por una causa. Me refiero a los que se mueren por sobrevivir en el capitalismo: los que se mueren de ganas y los que mueren a desgana. Para los que se mueren por aprovechar la vida a cualquier precio, acometidos por la imposición de invertir, ese precio es la vida negada por la misma opción de aprovechamiento y máxima capitalización que lleva en su anverso la renegación de la muerte. La presencia de la muerte y la consciencia de la propia mortalidad deben permanecer impresentibles, cubiertas por algo que también está simbolizado por las monedas para Carón. Esa cara travesía que uno deja de hacer, porque se deja llevar inmóvil en un barco fatalmente amaestrado, pide la anestesia y el deslumbramiento facilitados por el aura resplandeciente del capital. Logótipos de multinacionales, anuncios publicitarios, fotografías de los vivos del capitalismo (los vencedores de la luta de clases), imágenes de la fama, adjetivos superlativos, promesas electorales: el aura se expande, catalizadora y apelativa.
No es pensable una arquetópica sin tener la muerte presente. ¿Cómo no darle espacio a la muerte si ésta afortunadamente tiene lugar? En verdad, la muerte es el único valor seguro y la única propiedad privada: le priva a uno de su vida y de todos sus bienes -y males- y es lo más propio que tiene uno. Pero no menos acertadamente, al menos para la eficacia del capitalismo y su hegemónica implantación en los cuerpos de sus muertos en vida, los tanatorios y cementerios urbanos suelen construirse en las afueras de las ciudades. Hacer invisible a la muerte tiene una importancia capital: el precio de la conservación del imaginario capitalista, con su aura cancerígena, es ocultar la verdadera fortuna o destino del hombre. Y la fortuna del animal que habla es su muerte.
¡Conservar un imaginario! Tarea no siempre fácil, ya que el imaginario está ligado a un real que condiciona su límite (ampliándolo o constriñiéndolo) y a un simbólico que lo nombra y deja de nombrar. Automatizar el espíritu de conservación de valores es una necesidad inherente al sistema de producción dominante. De hecho, el conservadurismo y la moral puritana son creencias paralelas a la revolución industrial, al ascenso de la burguesía y a la fijación del capitalismo ya no como ideología históricamente situable u orientable sino como hecho estructural, resistente a la diacronía, a la dialéctica histórica y al cambio sistemático. Incluso en el discurso ideológico sobre la crisis del capitalismo, éste se hace percibir como algo incontornable, irremediable, sin alternativa, sin alteridad, es decir, como identidad perfecta de un mal necesario que pese a todo hay que salvar. El animal que habla, por una torpeza letal, produce un discurso que lo aniquila y luego, asimilándolo como ley eterna, lo venera y entroniza como a un dios apelativo. Se trata de una curiosa invención: la de un dios al que hay que salvar con dinero y con la esclavitud de muchos.
Efectivamente, la crisis del capitalismo -la crisis que el capitalismo es- no es una crisis de dinero, que abunda como maná ininterrumpido para quienes lo detienen. La del capitalismo es una crisis de justicia o, por otras palavras, una crisis de distribución de posiciones y objetos. Y los objetos son redistribuibles si unos quieren. Y los que quieren no tienen que ser los que están en posición actual de tenencia. Si quienes no los tienen de verdad los quisieran, no los comprarían porque comprarlos sigue suponiendo un intercambio abstracto en el que quien cede el objeto sigue ganando en virtud del desfase de valores. El valor de uso siempre es inferior, y en eso radica el infierno del que no tiene.
El culto capitalista contradice el mensaje cristiano de opción por la pobreza como vía de libertad espiritual y aún el sentido judío del exilio y la distancia de dios. Pero el capitalismo no está organizado como una religión. Su estructura es mucho más efectiva porque carece de escrúpulos y no pretende salvar a nadie ni encontrar un sentido. Lo suyo es pasárselo bien sin sentido, sobre todo si la mayoría lo pasa muy mal. Pero ¿qué le vamos a hacer? En la democracia moderna se dice que la razón la tiene la mayoría, y su miseria es proporcional a su ignorancia: una es a razón de otra. A pesar de no aparecer como religioso en sentido estricto, el capitalismo tiene sus preceptos, que deben anular los de las religiones que son su competencia. Lo hace con maestría, tomándolas como aliadas en un modelo relativista acrítico que en mucho le favorece, por ejemplo mediante la anulación del sentido del rescate en la revelación cristiana y la cooptación de la bondad y del sentido escatológico de la salvación en la doctrina moral del apremio (organización jerárquica y piramidal de la sociedad y del trabajo apoyada en sistemas de incentivos, recompensas y penalizaciones y en evaluaciones supuestamente objetivas de competencias predefinidas). En realidad la meritocracia es intrínsecamente contraria a la justicia; es excluyente de quienes no producen y por tanto no son útiles al sistema económico. Por otra parte, la idea de recompensa es antagónica respecto de la del rescate: incluso para el cristiano, el hombre ya ha sido salvo por Dios, rescatado a la muerte; la promesa de salvación por el dinero, el mérito, el reconocimiento, la obediencia a la moral y a las leyes humanas no hacen sino negar que Dios sea suficiente para salvar al hombre, pues niegan que el hombre esté (a) salvo.
El dinero y su capitalización se presentan como garante de salvación y de la felicidad aquí y ahora y por eso necesitan absolutamente ocultar la muerte - no la representación de la muerte lejana sino la experiencia de la muerte del prójimo, de la muerte como algo próximo y cercano, que sucede cerca de uno y que es inevitable e ineludible. Iludir ese ineludible constituye el afán del capitalismo, con el que guarda un gran parecido la psicología que pregona el catecismo del ahora. Entendido de esa forma tan sencilla como desestructurada y falaz, el “vivir (para) el ahora” es una visera que cumple a perfección la función de cegamiento del capitalismo.
Para que pueda tener futuro para algunos, el dinero tiene que ser sin muerte. Al no querer saber nada de lo real que se presenta con la muerte del prójimo, es ajeno a la muerte y, a su vez, la muerte tiene que serle ajena: el dinero -transmitido en herencia, soporte material e inmaterial de valor fluctuante, objeto de especulación y multiplicación- se presenta como valor imperecedero. Y el capitalismo solo morirá cuando sus muertos y su democracia ya no estén a su servicio.