El dinero sin muerte

Carón, o Caronte, ese personaje en constante tránsito por el lago Estigio, donde él solo podía transitar con su barco, recibía un óbolo por conducir los muertos en su tránsito hasta la morada inferior o infernal: dos monedas colocadas sobre los ojos del muerto o bajo su lengua, según la versión del mito. Esa explicación de cierta costumbre de cerrar los ojos del difunto con dos monedas, una sobre cada párpado, es legible hoy como una alegoría del cegamiento o del encandilamiento de los muertos del capitalismo. No me refiero a muertos en combate ni a mártires conscientes por una causa. Me refiero a los que se mueren por sobrevivir en el capitalismo: los que se mueren de ganas y los que mueren a desgana. Para los que se mueren por aprovechar la vida a cualquier precio, acometidos por la imposición de invertir, ese precio es la vida negada por la misma opción de aprovechamiento y máxima capitalización que lleva en su anverso la renegación de la muerte. La presencia de la muerte y la consciencia de la propia mortalidad deben permanecer impresentibles, cubiertas por algo que también está simbolizado por las monedas para Carón. Esa cara travesía que uno deja de hacer, porque se deja llevar inmóvil en un barco fatalmente amaestrado, pide la anestesia y el deslumbramiento facilitados por el aura resplandeciente del capital. Logótipos de multinacionales, anuncios publicitarios, fotografías de los vivos del capitalismo (los vencedores de la luta de clases), imágenes de la fama, adjetivos superlativos, promesas electorales: el aura se expande, catalizadora y apelativa.

No es pensable una arquetópica sin tener la muerte presente. ¿Cómo no darle espacio a la muerte si ésta afortunadamente tiene lugar? En verdad, la muerte es el único valor seguro y la única propiedad privada: le priva a uno de su vida y de todos sus bienes -y males- y es lo más propio que tiene uno. Pero no menos acertadamente, al menos para la eficacia del capitalismo y su hegemónica implantación en los cuerpos de sus muertos en vida, los tanatorios y cementerios urbanos suelen construirse en las afueras de las ciudades. Hacer invisible a la muerte tiene una importancia capital: el precio de la conservación del imaginario capitalista, con su aura cancerígena, es ocultar la verdadera fortuna o destino del hombre. Y la fortuna del animal que habla es su muerte.

¡Conservar un imaginario! Tarea no siempre fácil, ya que el imaginario está ligado a un real que condiciona su límite (ampliándolo o constriñiéndolo) y a un simbólico que lo nombra y deja de nombrar. Automatizar el espíritu de conservación de valores es una necesidad inherente al sistema de producción dominante. De hecho, el conservadurismo y la moral puritana son creencias paralelas a la revolución industrial, al ascenso de la burguesía y a la fijación del capitalismo ya no como ideología históricamente situable u orientable sino como hecho estructural, resistente a la diacronía, a la dialéctica histórica y al cambio sistemático. Incluso en el discurso ideológico sobre la crisis del capitalismo, éste se hace percibir como algo incontornable, irremediable, sin alternativa, sin alteridad, es decir, como identidad perfecta de un mal necesario que pese a todo hay que salvar. El animal que habla, por una torpeza letal, produce un discurso que lo aniquila y luego, asimilándolo como ley eterna, lo venera y entroniza como a un dios apelativo. Se trata de una curiosa invención: la de un dios al que hay que salvar con dinero y con la esclavitud de muchos. 

Efectivamente, la crisis del capitalismo -la crisis que el capitalismo es- no es una crisis de dinero, que abunda como maná ininterrumpido para quienes lo detienen. La del capitalismo es una crisis de justicia o, por otras palavras, una crisis de distribución de posiciones y objetos. Y los objetos son redistribuibles si unos quieren. Y los que quieren no tienen que ser los que están en posición actual de tenencia. Si quienes no los tienen de verdad los quisieran, no los comprarían porque comprarlos sigue suponiendo un intercambio abstracto en el que quien cede el objeto sigue ganando en virtud del desfase de valores. El valor de uso siempre es inferior, y en eso radica el infierno del que no tiene.

El culto capitalista contradice el mensaje cristiano de opción por la pobreza como vía de libertad espiritual y aún el sentido judío del exilio y la distancia de dios. Pero el capitalismo no está organizado como una religión. Su estructura es mucho más efectiva porque carece de escrúpulos y no pretende salvar a nadie ni encontrar un sentido. Lo suyo es pasárselo bien sin sentido, sobre todo si la mayoría lo pasa muy mal. Pero ¿qué le vamos a hacer? En la democracia moderna se dice que la razón la tiene la mayoría, y su miseria es proporcional a su ignorancia: una es a razón de otra. A pesar de no aparecer como religioso en sentido estricto, el capitalismo tiene sus preceptos, que deben anular los de las religiones que son su competencia. Lo hace con maestría, tomándolas como aliadas en un modelo relativista acrítico que en mucho le favorece, por ejemplo mediante la anulación del sentido del rescate en la revelación cristiana y la cooptación de la bondad y del sentido escatológico de la salvación en la doctrina moral del apremio (organización jerárquica y piramidal de la sociedad y del trabajo apoyada en sistemas de incentivos, recompensas y penalizaciones y en evaluaciones supuestamente objetivas de competencias predefinidas). En realidad la meritocracia es intrínsecamente contraria a la justicia; es excluyente de quienes no producen y por tanto no son útiles al sistema económico. Por otra parte, la idea de recompensa es antagónica respecto de la del rescate: incluso para el cristiano, el hombre ya ha sido salvo por Dios, rescatado a la muerte; la promesa de salvación por el dinero, el mérito, el reconocimiento, la obediencia a la moral y a las leyes humanas no hacen sino negar que Dios sea suficiente para salvar al hombre, pues niegan que el hombre esté (a) salvo.

El dinero y su capitalización se presentan como garante de salvación y de la felicidad aquí y ahora y por eso necesitan absolutamente ocultar la muerte - no la representación de la muerte lejana sino la experiencia de la muerte del prójimo, de la muerte como algo próximo y cercano, que sucede cerca de uno y que es inevitable e ineludible. Iludir ese ineludible constituye el afán del capitalismo, con el que guarda un gran parecido la psicología que pregona el catecismo del ahora. Entendido de esa forma tan sencilla como desestructurada y falaz, el “vivir (para) el ahora” es una visera que cumple a perfección la función de cegamiento del capitalismo.

Para que pueda tener futuro para algunos, el dinero tiene que ser sin muerte. Al no querer saber nada de lo real que se presenta con la muerte del prójimo, es ajeno a la muerte y, a su vez, la muerte tiene que serle ajena: el dinero -transmitido en herencia, soporte material e inmaterial de valor fluctuante, objeto de especulación y multiplicación- se presenta como valor imperecedero. Y el capitalismo solo morirá cuando sus muertos y su democracia ya no estén a su servicio.

La casa como espacio nasal

 

“Los distintos nombres del alma, en casi todos los pueblos, son otras tantas modificaciones del soplo y de onomatopeas de la respiración.” (Ch. Nodier, Dictionnaire raisonné des onomatopées françaises apud Gaston Bachelard, La poétique de l’espace)

Al explicar cómo desalojar a un hablante, he intentado reflejar de forma breve la importancia de respetar y cultivar la apertura del significante. Cada significante es un orificio en el cuerpo lingüístico. Cerrarlo es contener el crecimiento de este, su buena salud. Además de la boca, orificio por antonomasia ya que oral y orificio tienen en el latín os, oris - que quiere decir boca - su raiz común, hay ese otro orificio que permite la respiración, la sutil alimentación de las células, el movimiento vital incesante.

Llama la atención el sonido nasal en varios étimos latinos y griegos asociados a la interioridad espacial y noética. Por ejemplo, en in o intra (latín) o en y endo (griego), pero también en anima o nous. Incluso en algunos términos frecuentemente empleados en medicina, podría verse una analogía entre sufijos que contienen fonema oronasal e interioridad del cuerpo: emia (sangre), oma (tumor); o relación entre interioridad y exterioridad: pnea (respiración) y ostomia (abertura artificial). Tanto aquellos prefijos como estos sufijos se han mantenido, sobretodo en las lenguas románicas.

En Echolalias, Heller-Roazen traza una arqueología de la pérdida de sonidos, una ruta regresiva de la erosión en las cadenas significantes. Como en la Tierra misma, se mueven las placas tectónicas de las lenguas. Lo que pretendo es bosquejar un plano de reconstrucción significante que ofrezca a la vivienda una renovada infraestructura arqui-tectónica.

¿Qué discursos pueden tener lugar en una casa común? ¿Y qué queremos poder decir desde esa casa común? A partir de las respuestas de cada uno es posible hilvanar afijos y radicales que signifiquen funciones simples o complejas. Por ejemplo, comer viene de “cum edere“, que ya quiere decir “comer con”, por lo que se indica que el acto de comer es comunitario. Así, yo puedo renombrar a lo que era la cocina el encomer. O a un agujero abierto en la pared para hacer comunicantes dos habitaciones en medio de la casa, una mesostomia (meso+ostomia: abertura en medio). Pero no es necesario estudiar la etimología; la reconstrucción puede darse de forma más espontánea. Si la comunidad doméstica decide conjugar en una misma habitación la función comensal (de comer) y excretora, podemos llamarle el comeario (comer y mear) o el cocinabo (cocina lavabo), que presenta interesantes resonancias. En todos estos casos está presente el sonido nasal.

El reconocimiento de la nasalidad como función primeva de lo humano puede dar lugar a la atribución de un espacio donde la respiración gana protagonismo. Una mansarda (o buhardilla) es un lugar ideal para dedicarse unos minutos o más a la respiración, a solas o en común. A falta de ello, una puede utilizar cualquier espacio, quizá preferentemente con un orificio hacia el exterior, y consagrarlo a la actividad respiratoria consciente. Llámese pneutorio, amplina, narizona. Podemos también organizar la casa según distintas reservas olfactivas o aromarios, algo apetecible no solo para los fetichistas de olores humanos u otros. Así, la casa no estaría dividida según el dictamen capitalista que segrega lo supuestamente vergonzoso o indeseable, sino que cada habitante hace sus usos del espacio según los olores predominantes. Olor de periódico, olor de naftalina, olor de té o café recién hecho, mate, chocolate caliente…, olor de lavanda, olor de humedad, olor de sudor, olor de sueño. Si alguien me dice que eso sería reducir lo humano a su animalidad, yo le contestaré que eso es dignificar al animal que habla.

Al animal que habla le llama Heráclito el ser que tiene la palabra. Pero es que el hecho de tener la palabra, el logos, no implica perder de vista las virtudes de la animalidad que cada humano comulga con los demás. Cada humano es un mamífero que construye su propia casa (como otros), que busca protección y afecto (como otros), que mama y luego bebe y come, tiene secreciones y suelta excreciones (como otros), y que tiene como rasgo singular y diferenciador respecto de las demás especies animales por lo menos el habla y sus consecuencias (valgan como ejemplos el juicio estético, la fe, e amor intelectual, la articulación de leyes). El soporte físico de la capacidad del habla es, además de sus correspondientes funciones cerebrales y enlaces por el sistema nervioso que las hacen efectivas, el aparato fonador en sentido extenso. Dicha extensión es reveladora una vez más del protagonismo de la respiración y por consiguiente de la oronasalidad: el aire que respiro, ese aire que puedo expirar modulándolo con mis fosas nasales, mi cavidad bucal, mis labios, mis dientes y toda mi boca de tal forma que produzco sonidos y puedo desencadenar eso que bajo ciertas condiciones se llama cadena significante, ese aire llena mis pulmones, llega a esos orificios mínimos y vitales que son los alveolos pulmonares y oxigena la sangre. En última instancia, o primera, el cuerpo que habito es mi aparato fonador y la nariz es su punta de gestación.

La nasalidad en cuanto rasgo corporal simboliza la animación carnal del animal que habla.

Consecuentemente, es posible planificar el espacio doméstico en cuanto a distintas dimensiones o aspectos de la nasalidad (u oronasalidad). En la cadena significante, la nasalidad integra asimismo la señal morfofonológica de una interpenetración del animal que habla con su entorno más inmediato, el espacio doméstico, y con el medio ambiente. Interior y exterior, internalidad y externalidad, acceso y exceso se aúnan simbólicamente en las narinas, que duplican o prenuncian aún, en la mitad superior del cuerpo, las gónadas. Pero esto me llevaría por otros senderos.

Cómo desalojar a un hablante

Según la teoría lingüística de Ferdinand de Saussure, el signo lingüístico es inmotivado, es decir, la relación entre significante y significado es arbitraria. El principio de arbitrariedad o inmotivación es asimilado y desarrollado en la fonología, que gracias a Nikolái Trubetzkoi emerge como disciplina autónoma respecto de la fonética. Esta autonomía es un paso decisivo porque al estudiar los sonidos en cuanto son producidos por comunidades de hablantes Trubetzkoi está integrando, en definitiva, al sujeto en la ciencia lingüística; es decisivo además porque, al no aislar la fonología respecto de la fonética (como quiso hacer Lev Hjelmslev) ni de la morfología (de hecho creó la morfofonología), Trubetzkoi manifiesta la aneconomía de una separación absoluta de los saberes, situándose más bien en la interdisciplinaridad. Al mismo tiempo, aboga por la razonabilidad del objeto de estudio ya que deja de algún modo en suspenso el estudio de la evolución de las lenguas para detenerse en el estudio comparatista de fenómenos de distintas lenguas. Contrariamente a la habitual polarización entre lo diacrónico y lo sincrónico, que desencadena fáciles antagonismos donde frecuentemente podrían darse complementariedades, la restricción del objeto de estudio tiene que ver con la adopción de un método respecto del propio deseo. Trubetzkoi, antes incluso de Roman Jakobson, parecía saber ya que la obediencia rigurosa al deseo de uno mismo es el método más racional de avanzar en el conocimiento – y estoy haciendo referencia a una racionalidad a la que no son ajenas ni la intuición (incluso en sentido no kantiano) ni la carnalidad del que desea.

Los conocimientos de fonología y de morfofonología están presentes a su vez en la sistematización continuada por Roman Jakobson, aunque hay que tener también presente lo reductiva que puede ser su teoría de la comunicación, con sus elementos intervinientes, asociados cada uno a una función: el emisor a la función expresiva, el mensaje a la poética, el receptor a la apelativa, el canal a la función fática, el contexto a la referencial y el código a la función metalingüística. El normal o correcto funcionamiento de esos elementos funcionales tendría como resultado, en su conjunto, una comunicación ideal. Pero cuando un sujeto se encuentra causado por otra función que viene desde fuera, señaladamente de una teoría abstraída de una intención particular respecto de cierto tipo de poesía (me refiero aquí a la intención de Jakobson), cuando un sujeto obvia la presencia de un deseo en esa  intención (me refiero al sujeto Roman Jakobson), cuando la posición del sujeto se confina a la disyuntiva emisor o receptor dentro de un sistema abstracto y si le reconoce una función que poco o nada tiene que ver con su singularidad (me refiero a la teoría jakobsoniana de la comunicación), entonces, a decir verdad, no hay sujeto. Y sin sujeto no hay sujeto de enunciación, y no es que se trate de una enunciación sin sujeto sino de un sistema de producción de enunciados en un régimen discursivo que ha desalojado al sujeto para instituir la reproducción del discurso vacío.

Ese discurso es actualmente nuestra casa. Por otras palabras, estamos habitualmente exiliados.

Efectivamente, el diccionario es una suma de arbitrariedades a las que una comunidad de hablantes acude para conocer qué significado se asocia a un significante: porque precisamente, por el carácter inmotivado de la relación entre significante y significado, un hablante solo puede conocer los significados mediante la consulta de un referente de conocimiento de esa arbitrariedad (como el diccionario, u otro hablante que lo sepa) o por comparación o aproximación a otros signos, es decir a otras relaciones que ya conozca (puedo intuir el significado de ‘inestimable’ a partir de lo que significa ‘estimación’). Utilizo al significante S2 para vehicular un significado s1+1 porque se ha convenido o determinado de forma arbitraria (sin motivación) que S2 corresponde a s1+1. Al parecer, la deposición acrítica del uso del lenguaje en las manos de esa arbitrariedad fijada institucionalmente (en los diccionarios, academias, programas de estudios – en general reacios a la novedad y estabilizadores del uso común) tendría algo de histérico. Frente a esa deposición estaría aparentemente esa sublime obsesión, la poesía, buscando incansable nuevas asociaciones de sentido, nuevos límites para lo decible. Lo inefable, o más precisamente lo posterior a la experiencia inefable, podría entenderse como una dimensión de la falta entrando de golpe, golpeando de súbito el lenguaje para sorprender al sujeto, rescatándolo en el acto.

Sin embargo, algo que realmente compromete la posibilidad de que el sujeto hable, más allá (pero sin excluir) las circunstancias sociales desfavorables o prohibitivas de cualquier emancipación (como aquellas denunciadas por Gayatri Spivak en “Can the subaltern speak?”, uno de los textos que la celebrizó), es el rodeo del carácter inmotivado del signo lingüístico, clausurando el significante y recalcando su determinación, es decir, pisoteándolo. Es ese un resorte eficaz de la velación del sujeto, de esa operación-estado alienante que lo oculta bajo un velo o pantalla que permite anular su especularidad, su despliegue, incluso su manifestación en cuanto sujeto. Una pantalla es eso mismo: una talla que se pre-tende universal, que está tendida previamente por ese discurso que no es de la diversidad.

Ese discurso que no es de la diversidad puede ser, según la conocida referencia lacaniana a los cuatro discursos, el de la universidad, el del amo y el de la histérica – de los que se demarcaría el discurso del analista. Otra clasificación no necesariamente exhaustiva de discursos que no son de la diversidad consideraría los de: la universidad (reconocimiento antes que conocimiento), la unilateralidad (el fiat del amo), la uniformidad (identificación con algo exterior, no propio, en que uno fija cierto reconocimiento identificatorio a modo de rasgo identitario, propio), la unidad (creencia infantil en la incontaminación entre opuestos, o en la pureza dicotómica, o en cualquier monadología, no admitiendo la dialéctica ni la falta) y la univocidad.

La univocidad, sin embargo, no solamente supone un discurso sino que soporta otros discursos excluyentes en la medida en que es una creencia excluyente que se ha inmiscuido exitosamente en la semiótica, la semántica e incluso la poética y los estudios literarios. Supone una coincidencia metalingüística entre significante y significado que se traduciría en la coincidencia de significado para un hablante y para otro, en un enunciado y en otro, en un momento u otro. Esa rasura de la diferencia y, con ella, de la subjetividad, así como de la variación del discurso de un mismo sujeto en cuanto a cada situación y momento particular, se traduce en la fantasía de una comunicación sin différance o pérdida de sentidos. Por otras palabras, esa rasura, ese borrado produce un efecto de real sobre la comunicación, que es un ideal, con lo que el hablante siente como suyo un discurso que en realidad no le pertenece.

Es la forma más sutil de desalojo: el discurso de la alienación invita a quedarse ahí y a dejar todo planteamiento, toda crítica, toda resistencia. Uno se abandona libremente al descuido de quien es.

Enseñar la casa

Edward Hopper, "Sun in an Empty Room"

Saber recibir, ser buen anfitrión o destinar una parte de la casa a las visitas no son prácticas ahistóricas. Rastrear su trazabilidad nos lleva a indagar dónde empezó la presunción de pertenencia relativamente a los objetos. La presunción de pertenencia tiene que ver tanto con radicar la identidad en una filiación, clase o nacionalidad que se habría heredado, como en la ilusión de poseer verdaderamente a los objetos, que siempre son ajenos y solamente por vía del lenguaje y de abstracciones con efectos en lo real aparecen como propios y como propiedad de alguien o de una institución.

En cualquier caso, toda propiedad es privada. El concepto de propiedad pública simula la idea de una comunidad de bienes pero en realidad no hace más que ampliar el ámbito de lo privado hasta el paroxismo (por dar tres ejemplos: la salud pública no es para todos; el concepto de voto universal depende del universo elegido, por ejemplo “ciudadanos nacionales mayores de 18 años”; la enseñanza pública, que no es gratuita, puede eximir y usurpar la responsabilidad educativa del entorno inmediato de los más jóvenes hacia éstos). Ya he hablado aquí de lo que significa okupar, y puede preguntarse qué significa invadir la privacidad o un territorio, colonizar o independizarse, expropiar o apropiarse, etcétera. Son nombres que estipulan identidades basadas en la exclusión sistemática del otro y prácticas que las sostienen, legitimadas por una ley que en ningún caso es legítima, ya que pretende regular lo irregulable: los flujos de la materia, sobre los que lo humano apenas tiene poder si no fuera por la intervención de lo simbólico. La injusticia y la desiguldad se juegan en lo simbólico para dejar sus secuelas en lo real y su perenne sedimento en los filtros de lo imaginario.

Pienso en esa costumbre profundamente arraigada entre muchos de mis conocidos, y que algunos no vacilan en subrayar, cuando la ponen en práctica, que es “muy burguesa”: enseñar la casa a las visitas. ¿Se trata de una demostración protocolar de la propiedad como cuando uno enseña sus colecciones (con su valor fálico ya señalado por Freud), un gesto de apertura de lo privado, o sencillamente un mapeamiento? Es este último sentido el que quiero rescatar, ya que me parece distinto, al menos en intención, a la creación cortesana del ‘arte de recibir’ asociado a la segregación de una parte de la casa que tendría la función de recibir, es decir, la función exhibicionista de ex-ponencia de la propiedad. Enseñar la casa es exponerla a la apreciación ajena y de ese modo situarla significativamente como imagen tridimensional del logro material o de algo confusamente llamado ‘gusto estético’ de quienes habitan esa imagen. Mostrar la casa dice lo mismo: hacer muestra no tanto de lo que hay sino antes de lo que se tiene, aportando así evidencia o demostrando signos sensibles de no carencia. Como si el visitado dijera a la visitante: lo que yo quiero de tí no es nada de lo que ya tengo (si es otra cosa o no, y qué cosa es, ya se verá caso llegue a verse).

Que no pase desapercibida la ambigüedad en la expresión arte de recibir: recibir visitas, es decir, extraños o por lo menos individuos con los que uno carece de trato familiar (entendiendo aquí familiaridad más allá de los límites de la estricta consanguinidad, enlace matrimonial y sus derivados) – recibir visitas, digo, es hacer una inversión en la querencia favorable del otro, de quien se espera el retorno del mismo favor o de una mejor disposición al comercio social – o financiero, al que lleva y al cual presta su nombre (hoy día, el primer comercio en que uno piensa es el comercio de bienes, no la conversación desinteresada).

Abrir la casa al otro y enseñársela es una forma de darle explícitamente el mapa real o no-mapa de ese espacio e implícitamente recordarle una comunidad de derecho sobre su uso. Es obvio que las condiciones de uso siguen siendo pactadas en muchos casos, quizás en la mayoría de casos, entre visitante y visitado, si se les concibe de esa forma, en una dialéctica de visita que no es más que la prolongación de una dialéctica de propiedad privada, de intercambio simbólico y en última (o primera) instancia de exclusión de aquellos mismos a los que uno invita a su casa (el coloquial “haz como en tu casa” recuerda al visitante que esta no es su casa). Sin embargo, cuando se da reciprocidad en la donación del mapa doméstico, se están compartiendo códigos situacionales y en definitiva se está estableciendo una posible comunicación de hábitats con sus ritmos, opciones estéticas y posibilidades de subjetivación con otros sujetos.

Así también segregar espacios para visitas, destinar una parte del espacio doméstico a la función exhibicionista asegurando por medio de niveles de privacidad un orden de méritos por los que el visitante ganaría acceso progresivo a la intimidad de la visitada – esa división de espacios domésticos que termina expulsando la casa de su universal función de acogida y protección frente a lo hostil (variaciones térmicas acentuadas, intemperies, insectos, animales feroces…) es una construcción de la era industrial. Además del espacio transitorio externo (la acera, el portal), están ahí los espacios transitorios internos donde se recibe al otro y se le des-pide: el recibidor o vestíbulo (en tácito contraste con un despíbulo que sería quizás el dormitorio), el ‘hall’, o el ‘lobby’ con más connotaciones de comercio de intereses. Esos espacios transitorios internos que refuerzan las estructuras de reafirmación de propiedad y la exclusión del visitante en la medida en que no es propietario funcionan como una membrana del complejo hogareño que halla su extensión en los pasillos, microlugares que figuran, mudos, la no-permanencia.

Lugares inhóspitos

En una aproximación a la obra de Raimon Panikkar La plenitud del hombre, Antonio M. Battro nota de forma muy acertada la prevalencia en esa obra del término ‘homeomorfismo’, heredado del lenguaje teórico de las matemáticas. En efecto, lo abstracto en el lenguaje matemático es traducible o explicable en lenguaje verbal. Una expresión numérica puede ser matemáticamente significante y puede tener un resultado o equivalente que es su significado numérico. La solución de un problema matemático es un avance en lo simbólico desde ese tipo de lenguaje. Pero sin salir al menos parcialmente de los números, que no es cierto que sean letras, y de los símbolos matemáticos, que las más de las veces significan funciones y operan como tal, no se puede explicar una operación matemática más que enseñando análogos que ofrecen traducciones intrasemióticas de aquélla, pero no intersemióticas que, sin embargo, son semióticamente continuas con aquello que traducen. Eso no es lo mismo que decir que son equivalentes, sin más, ya que en efecto hay más de un tipo de equivalencia. La numerología no es un saber que esté tradicionalmente incluido en los estudios de los matemáticos, pero recoge el valor semiótico asociado a los números en el lenguaje matemático y amplia ese valor en áreas específicas del campo de lo simbólico, desarrollando verbalmente y a veces por medio de símbolos icónicos las significaciones que inventa para los números. De modo análogo, se puede tomar un cuadrado mágico, en que los números de cada línea horizontal y vertical nunca se repiten y siempre suman lo mismo, para especular, en un discurso, acerca de la armonía de las esferas celestes o de cierta cosmovisión.

Así pues, el lenguaje verbal ofrece a la escritura matemática una posibilidad de despliegue didáctico o especulativo, de exploración o desacuerdo fuera de los límites expresivos de sus enunciados y problemas. Pero a su vez también la matemática ofrece al lenguaje significantes que se recubren de novedosa validez en contacto con otros referentes y otros planos de significación. Un ejemplo sería la función que ha tomado el nombre de homeomorfismo:

“Homeomorfismo, por ejemplo, es uno de los más utilizados por Panikkar. Proviene del lenguaje matemático y significa una función particular que relaciona elementos correspondientes en dos conjuntos. Por ejemplo, un hilo extendido y un hilo enrollado son topológicamente equivalentes u homeomorfos. No importa que tengan una configuración exterior diferente, lo que importa es que uno se puede transformar en otro sin discontinuidad ni ruptura. Panikkar utiliza frecuentemente las transformaciones homeomórficas para significar el paso de un concepto de un esquema conceptual a otro, lo que es útil para enfatizar las equivalencias funcionales en el diálogo intercultural e interreligioso, donde se conservan las formas internas, se mantiene la estabilidad estructural y se respetan las invariancias. Pero nunca la equivalencia homeomórfica significa equivalencia religiosa (p. 81). El término se debe aplicar de manera muy precisa. Por ejemplo: pisteuma es lo que el creyente (de cualquier religión) cree, es el sentido intencional del fenómeno religioso, y es interpretado por Panikkar como el equivalente homeomórfico de noema, la unidad de la percepción intelectual. Dicho de otra manera, aquello que el creyente cree, el pisteuma, no es aquello que el observador piensa haber interpretado (noema) sino su equivalente homeomórfico (p. 195). Homeomorfismo es, en definitiva, un término que merecerá ser incorporado a nuestro léxico pues resulta extremadamente útil para recorrer un mundo multiforme pero unido, sin caer en los extremos del relativismo y del fundamentalismo.”

Mientras Raimon Panikkar ha reinventado para la comprensión transconfesional del fenómeno religioso el nombre de una operación matemática, metaforizándolo, Jacques Lacan lo ha recuperado desde su contexto en la topología de superficies para el ámbito de la teoría psicoanalítica. Con éllo ha podido dar cuenta de una propiedad de ciertas superficies que interpretan (hacen de intérpretes, legibilizan) hechos de estructuras subjetivas, propiedad en sí misma no operativa pero que permite operar, mediante cortes simbólicos precisos, sobre aquellas superficies. Así, en la angustia o la experiencia de abismo – una licitación mortal o a la baja (¿cuánto vale mi vida? ¿ha valido la pena…?) - el efecto de corte solicita, subvierte la licitación por medio de una puja simbólica que relanza, re-presenta lo angustiante como operable, objetivándolo y devolviendo al sujeto, como retorno, la posibilidad de reasumir la subjetivación de su percepción. Concretamente, la percepción del valor se dilata en el sentido de acoger su carácter relacional – ni exclusivamente subjetivo ni exclusivamente objetivo. Cuando no se da esa acogida, no solamente los valores sino además las valoraciones o juicios de valor y la im-posición de su interés quedan desalojados de una posición subjetiva, desinteresada, y son excluidos hacia lugares inhóspitos.

Puede que esa exclusión sea una reclusión, que no se trate de un exilio producido por una no-acogida o falta de hospitalidad, sino de un recogimiento voluntario. En La fable mystique, Michel de Certeau habla de ese tipo de recogimiento en lugares inhóspitos, no inmediatamente percibidos como agradables pero que suponen para la recluida o recluido un beneficio subjetivo. Se trata de un desplazamiento del sujeto en el espacio real hacia una ubicación no-acogedora. Aunque de Certeau se detenga sobre todo en los siglos XVI y XVII, donde ubica históricamente la mística en su sentido substantivo, ya en el siglo III los llamados monjes del desierto se retiraban hacia regiones desérticas de Egipto, lejos de la familiaridad y las comodidades que ofrecían las urbes pero lejos también del bullicio que impedía aquél silencio interior que proporcionaba la escucha del Otro. Los lugares hacia donde se retiran los místicos coetáneos de la Reforma y por los que Michel de Certeau se interesa son lugares donde no hay. No hay otros a los que escuchar ni otros que escuchen. A veces es un monte donde no hay agua ni alimento. Otras veces, unas ruinas, restos de una civilización que está literalmente hecha polvo. Encuentran por eso paralelo simbólico en la calavera, frecuentemente representada en cuadros de la época y posteriores para significar la brevedad de la vida, el símbolo cuaresmal de las cenizas a las que se reduce la existencia humana, la proximidad de la muerte. Puede que sea de noche en esos lugares, y puede que en otros más hospitalarios sea la oscuridad de la noche lo que produce su efecto de tenebrismo. En todo caso, el recogimiento de que se trata y mediante el cual se busca operar una disponibilización del interior para la escucha y por tanto un vaciamiento referencial que no deja de ser subjetivante aún en su dimensión más quenótica (de autovaciamiento), ese recogimiento no es en sí mismo inhóspito sino que es condición favorable a acoger lo Otro, a hacérsele hospitable.

Es así reconocible, de forma embrionaria y aún convulsa, el homeomorfismo de una topografía mística – cuyo mapa de Certeau empieza a trazar en su tópica – con la topología entendida como lógica en dimensiones espaciales que encuentra cobijo en cierta teorización psicoanalítica.

Okupación

Hoy por hoy, la casa es un espacio ideológico. ¿Necesita un nómada desarrollar hábitos y acumular bienes en un espacio definido para vivirlo como hábitat? El sedentarismo, luego el ordenamiento del territorio, luego la propiedad privada y el capitalismo han naturalizado la impostura de la propiedad como forma de olvido de una propiedad más constituyente del sujeto y más fundamental, la propiedad de nombre. Para suplir la falta de consciencia de lograr un nombre propio -sin la cual es difícil pensar una consciencia de clase y la lucha por el deseo- se ha establecido el hábito de hacer del hábitat un círculo cerrado, frecuentemente insolidario y obsesionado por una autosuficiencia que la misma propiedad hace inviable.

Las características de la casa vienen dictaminadas en primer lugar por la organización política del espacio público. El ordenamiento del territorio no es más que la imposición de unas normas comunes que tienden a uniformizar los espacios ocupados por grupos de personas, ya se les interprete como células familiares o como agrupaciones ciudadanas. En el caso de las ciudades, hablar de paisaje urbanístico es mantener, a través de un discurso cuyo carácter de ficción no se suele captar, la visión hegemónica de la conveniencia de uso del espacio. La convivencia supondría esa conveniencia. Hablando en un idioma estrictamente hegemónico, se supone (suposición sancionada por un poder anónimo) que el bien común (fantasía no verificable e impuesta al sujeto) pasa por una gestión (decisión alienada) centralizada (sin tener en cuenta a un deseo sistemáticamente marginalizado) del territorio (esa entidad política aparentada con una idea bien indefinida de espacio pero que ni es de todos ni es de nadie en concreto). Que ese territorio no sea de todos (común) ni de nadie en concreto (privado) solo apunta a una diferencia cuanto a quién o quienes tienen espacio y qué sostiene el poder de definirlo y transformarlo. Aún entendido como ideal operatorio, un Estado detentor de lo común es radicalmente distinto de unas personas físicas o metafísicas (como lo son las empresas, con su irreal valor de mercado e imágenes de marca que ocultan su ausencia de cuerpo) minoritarias y usurpadoras. Autoinstituídas con el beneplácito de una ley injusta y solo legitimada por la sumisión de la mayoría, se constituyen propietarias de algo sustraído a la universal disponibilidad.

No es ese el caso, sin embargo, de lo que se designa como okupación, ya que aquí se suele tratar, además del uso de un espacio supuestamente privado que carece de valor real por estar desocupado y, en ese sentido, libre de propiedad (privada), de la apropiación del trabajo de quienes han edificado sobre el espacio que ese hábitat ahora ocupa. Por eso no solo se está ocupando un espacio, que según la ley de la gratuidad de la tierra es lícito reclamar como universalmente disponible; se está okupando además una edificación que, aún siendo ilícita en sí misma debido a la usurpación que supone la privatización del espacio, es además el producto de un trabajo de edificación que se hizo invisible en el resultado mismo de la producción. Por otra parte, cabría esperar una capacidad autocrítica por parte de quienes okupan en el sentido de no caer en una nueva privatización de un espacio cuya publicidad -o universal disponibilidad- dicen reclamar. Pero con esto no dejo en absoluto de reconocer el mérito -sobre todo en el contexto actual de la crisis como ideología a consecuencia de la especulación inmobiliaria y de los mercados- de la práctica de okupación y de considerar su legitimidad -según la ley de gratuidad de la tierra… y según la ley del deseo.

Cuanto más extensos los aglomerados habitacionales, más indiferenciados, repetitivos cuanto a su estructura, y más anónimos e impersonales. En efecto, en espacios más rurales no es difícil nombrar a una casa por el nombre de la comunidad que la habita, pero en la ciudad esto solo ocurre en principio con las casas de familias con mucho poder adquisitivo y/o con tradición (hábito). También la arquitectura puede contribuir a la distinción clasista del hábitat. Las casas de ensueño que pornográficamente se exhiben en revistas de la especialidad como pan de frustración y envidia cumplen, como muchos otros signos fálicos, la función de asentamiento de la hegemonía fatalista (siempre habrá desigualdad; no vale la pena sublevarse) y del resentimiento, tanto oculto (ya que no puedo tenerlo, puedo al menos verlo) como manifiesto (seguro que se han endeudado; no lo habrán hecho con dinero limpio). Para contrarrestar ese resentimiento hay que producir un efecto de consentimiento que es el sostén de la hegemonía. Ese efecto se produce a través de la representación de la desgracia ajena, del sufrimiento del otro, casi siempre suficientemente lejano como para no ser percibido como prójimo y no despertar el sentido de responsabilidad del espectador (pobrecitos (ellos); ya podemos (nosotros) dar gracias por lo poco que tenemos).

Superar el dictamen del espacio-función, dormir con familiares o con desconocidos, comer en el baño, leer en la cocina, trabajar en el dormitorio, follar en el pasillo. El hábito hace al hábitat; es lo extraño lo que está por inventar.

Sugerencias de lectura: Gaston Bachelard, La poétique de l’espace. Martin Heidegger, Construir habitar pensar. Michel Lussault, De la lutte de classes à la lutte de places. Georges Perec, Espèces d’espaces. Platón, Íon. Kenneth White, L’esprit nomade. Peter Zumthor, Penser l’architecture/Thinking Architecture.

La escala como relación

I

Una obra como la del escultor hiperrealista Ron Mueck, del que reproduzco aquí “In Bed” (“En cama”, 2005), “Spooning Couple” (“Pareja en cucharita”, 2005) y “Boy” (“Chico”, 2000), debe su capacidad de im-pactar al espectador al hecho de imponerse al pacto espacial implícito que es la escala. La contradicción que sus obras imponen a las expectativas en cuanto a la escala habitual en presencia viene reforzada por la preservación de la proporcionalidad en lo representado relativamente a lo que idealmente se representa. Si en los mapas topográficos leemos la escala como un elemento informativo del grado de alejamiento y en la microscopía (p. ej. en el diagnóstico por la imagen) aquella denota el grado de acercamiento, las estatuas de Muech se imponen directamente al espectador por su grandeza o pequeñez relativamente a lo que representan y al mismo espectador, ya que lo que están representando son figuras humanas. Es evidente que el alejamiento que ofrecen los mapas y el acercamiento proporcionado por el microscopio no son literales porque el sujeto no se aleja del territorio representado en el mapa sino que está delante de una representación suya, ni se acerca más o menos al objeto que ve con la ayuda del microscopio, sino que manipula, por ejemplo, con el tornillo macrométrico, la distancia percibida de éste que le viene deformada por una “lente de aumento”. Sin embargo, para dar cuenta del tratamiento de la escala en las obras de Mueck hay que verlas, digamos, de momento, a “escala 1:1″, hay que presenciarlas; si las representamos fotograficamente, hay que incluir en la foto algunos presenciantes que permitan captar lo que a primera vista aparece como desproporcionalidad. Lo que es desproporcional no son las representaciones mueckianas de la figura humana sino la dimensión de éstas respecto de la dimensión de los cuerpos de sus espectadores, la relación entre lo que unas y otros ocupan en el espacio, es decir, la escala. La escala es la relación que Mueck desproporciona – y con ese aparente despropósito proporciona, paradójicamente, la posibilidad de una mayor consciencia de escala.

Lo que me ocupa, pues, no es la llamativa desproporción de los objetos artísticos de Ron Mueck, a veces pequeñísimos, a veces enormes, pero casi siempre monstruosos e incluso grotescos. Me ocupa el uso de la escala en el arte que ocupa más espacio ante lo humano, concretamente la escultura, la arquitectura y otras prácticas que se dialogan con éstas o hacen que las mismas interfieran entre sí. Más específicamente, quisiera cuestionar la ocupación del espacio por lo monumental y pensar acerca del modo como lo monumental afecta negativamente la consciencia de escala.

Lo monumental no es lo enorme sino lo que no respeta ciertas proporciones percibidas como una traducción a la arquitectura de las proporciones humanas, no solamente o no tanto las del cuerpo sino también o más bien las proporciones del gesto humano, de los movimientos por los que el cuerpo se extiende, se dilata, se remorfiza, se desposiciona y reconduce. Lo imponente, además de lo que se impone, es lo que impone. Esa imposición o impostura convierte a lo imponente en impostor, poniendo una cosa en el lugar de otra, usurpando el espacio de ésta. La impostura tiene también el sentido del engaño (ingannare, burlar), que es el nombre de la capa con la que un torero engaña a un toro, lo desorienta. Incluso en el orden espacial, un monumento sólo puede servir de orientación a la hora de dar coordenadas, es decir, instrumentalizarse como elemento arquitectónico co-ordenado a un espacio más amplio e instrumentalizar al sujeto que se posiciona, las más de las veces inadvertidamente, en relación al monumento, es decir, en posición asumida de inferioridad (menor importancia), ya que se sitúa de acuerdo con la orden impuesta por el monumento: Estaré al pie de la torre. Quedamos en la estátua a los héroes. Servir de orientación no significa orientar porque lo monumental desorienta la escala subjetiva. El monumento, en el sentido de objeto monumental, ordena según su orden y a su escala, pero al desorientar la escala subjetiva la confunde y engaña, imponiéndose al sujeto, aplastando la posibilidad de determinación espacial o de orientación no con respecto a un monumento sino a otros sujetos. Gracias a su imposición al sujeto, el monumento usurpa la posición de aquél en el espacio físico (transeunte, paseante) y psíquico (usuario de la via pública y por extensión de todo lo público, el sujeto retrocede política y psíquicamente a ciudadano que debe respetar el orden establecido y que se mueve según la ilusión del orden aparente).

La escultura en bronce de Alberto Giacometti, "El hombre que camina", subastado por 65 millones de libras en Sotheby's, Londres, febrero 2010.

La valoración ajustada al objeto supone un reconocimiento de escala: no se trata de que el objeto sea grande o pequeño en términos absolutos sino de que sea más o menos voluminoso o de que su ocupación del espacio sea mayor o menor de acuerdo con la escala desde la que se le reconoce, y esa escala tiene que ver tanto con la clase con la que lo identificamos o el conjunto al que idealmente lo adscribimos, identificándolo (criterio eidético), como con nuestro juego perceptivo. Quisiera recuperar la energía semántica y el dinamismo eficiente que se puede suscitar al pensar o decir “juego”, ludus, al evocar lo lúdico, contrariamente a la ilusión, que tendría el carácter rocoso (estático e inmóvil) de las fijaciones. En efecto, el monumento suele ser fijo, muchas veces está hecho de piedra, y la piedra no tiene solamente el valor simbólico de la base o fundamento (piedra angular), de núcleo duro o verdadero (rectificando invenies operae lapidem), sino que actúa simbolicamente como agente de petrificación. Esto quiere decir que no solamente su tradicional polisemia sino también su materialidad e impenetrabilidad convergen en una capacidad performativa muda, perenne y eficiente que favorece la fijación de la castración. (Recuérdense la expresión freudiana “roca de castración” y el estudio del psicoanalista sobre la Gradiva de Wilhelm Jensen).

Pero aquello que la piedra sostiene en el monumento es la imposición de su escala sobre la humana. El monumento, que responde a lo inhumano, aplasta lo humano a consciencia. No se trata, sin embargo, de una consciencia por parte del monumento, que es más bien aconsciente, sino de la consciencia que presidió una vez a su perversa concepción y otra a su escenificada erección en el espacio público.

Para lo humano, bastaría con recuperar efectivamente la consciencia de escala como relación significante para que, desde su propia escala, pudiera a su vez inmovilizar al poder que le sigue imponiendo su significación.

II

problematización del 1 en las expresiones de escala, p.ej.: 1:1000

escala humana – vida humana (cf. expresión “larger than life”)

La escala es una relación que a veces se provee a título de información por añadidura, por ejemplo, en un mapa; pero el sujeto puede percibirla sin mediación de una notación explícita. Si al hablar de sujeto me refiero a sujeto humano, parecería lícito asumir que la escala humana es la que se da a la consciencia de forma más inmediata. Sin embargo, hemos visto que la escala no es un valor absoluto sino relacional, por lo que cabe plantear qué se quiere significar al hablar de escala humana. Para eso, hay que averiguar si la escala en cuanto valor relacional, o en cuanto relación, se puede constituir como un tipo de enunciado, si se puede co-instituir en forma significante al asociarse a una representación.

Se trata pues de preguntar, más allá de su valor semiótico relacional, por la función semántica de la escala. Atendiendo a que el valor semiótico (el que indica cuantas veces ha sido reducido proporcionalmente lo representado; p. ej. 1500 en una notación de escala 1:1500) viene determinado por la comodidad de la representación y la adecuación de las dimensiones de ésta a una finalidad, educativa por ejemplo (el mapa mundi es el ejemplo más ilustrativo), considérese como índice de la función semántica el valor metafórico que tiene aquéllo que se marca como 1 en una notación de escala. El 1 de la escala 1:1500 es variable, por supuesto: si un centímetro en un mapa a esta escala equivale en lo real a 1500 cm (15 metros), tres centímetros equivalen a 45 metros y un milímetro a un metro y medio (aquí se toma a los 3 centímetros como unidad por la que se multiplica el valor semiótico); pero esto es aún el campo meramente semiótico. La función semántica cuestiona la estabilidad del valor del 1 en lo real ya que éste puede variar de un a otro observador de un mismo objeto a la misma distancia y observándolo en circunstancias y desde posiciones idénticas, pudiendo variar incluso para la misma observadora en momentos distintos y aún ocupando la misma posición. La subjetividad del posicionamiento de uno o una -1- incide pues sobre la función semántica de la escala.

Aunque lo monumental se impone numericamente al sujeto como una impostura exponencial, también es cierto que el modo como 1 se posiciona ante el objeto no deja de incidir sobre cualquier intento de imposición. 1 que es consciente, es consciente de la función semántica de escala y ve la escala irreductiblemente humana de cualquier impostura, es decir, ve a la impostura misma en su dimensión inevitablemente humana, por muy desmesurada e inhumana que el sujeto la perciba en un primer momento. La consciencia de escala, lograda desde la consciencia de 1 mismo, consiste en una reposición de la equivalencia 1:1 incluso ante el aparente descalabro que lo imponente amenaza con imponer.

Es cierto que lo imponente no es solamente lo monumental, sino también, por ejemplo, la desproporción de uno para muchos en un conflicto, en un delirio persecutorio, en la experiencia de soledad: la de un justo entre injustos, la de 1 entre toda la humanidad, etc. Por otro motivo, sería también más imponente la arquitectura alpina proyectada por Bruno Taut en 1917 que la arquitectura de aire imaginada y dibujada por Yves Klein y desarrollada conceptual y tecnicamente por Werner Ruhnau (1958-61), ya que la arquitectura alpina, como su nombre indica, busca una espectacularidad inscrita sobre la naturaleza misma, en este caso la de los Alpes, haciendo una concesión al efecto de sentido, aunque se trate de un sentido utópico, mientras la arquitectura de aire, siendo utópica en sí misma, es un proyecto republicano que visa  reinventar el espacio a la escala de lo humano, algo anunciado en las antropometrías kleinianas, en las que el cuerpo humano funciona como brocha al servicio de una representación poco más que indicial, ya que deja teñida sobre un soporte la forma aplanada, a escala 1:1, de su huella (véanse los escritos de Klein editados por la École Normale Supérieure des Beaux Arts). No deja de ser curiosa la sinonimia implícita entre vida y medida del cuerpo humano en la voz inglesa “larger than life” para designar algo más grande que un cuerpo humano, impresionante, imponente. De forma muy llamativa, la mayoría de locales de culto o de ejercicio de poder se conciben desde el inicio a esa escala “más grande que la vida”, supuestamente sobrehumana.

La función semántica de la relación de escala remite a la posibilidad de una sintaxis mínima, una articulación con el referente asociado del orden de la cualificación, ya sea adjetival (lejano, cercana, distante), adverbial (cerca, lejos). La cualificación predicativa (p.ej. queda lejos, parece cercano) no es sino una extensión de la función gramatical de apuesto al sujeto, ya que estos verbos (quedar, estar, parecer) suplen la función semántica del verbo ser. La cualificación puede incluso afectar a la percepción de la dimensión (grande, pequeño) o de la proporción (desmesurada, proporcinado), lo que abre camino a otros tipos de cualificación aún más variables (excesivo, grotesco, ridículo, despreciable, monstruoso, imponente). Sea como fuere, aquello que el desvelamiento de la función semántica de la escala autoriza es su consideración en el contexto de las investigaciones del inconsciente, ya que dicha función semántica implica una posibilidad de articulación que la organiza en enunciado, forma preferencial de lo custodiado por el inconsciente, tal como discierne Freud, desde la observación del material de los sueños, en su contenido latente.