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Tony Blair en un cartel para la campaña del New Labour a las elecciones británicas

Tony Blair en un cartel para la campaña del New Labour a las elecciones británicas

Aquello a que Anthony Giddens llama política de la vida (“life politics”), haciendo resonar el argumento teológico de los movimientos antiabortistas, no tiene que ver con una dimensión vital cualquiera. Él hubiera podido referirse a la vida social como arena ineludible donde confluyen distintas clases con intereses necesariamente conflictivos, aunque eso le obligaría a admitir el antagonismo como algo fáctico, del orden del hecho incontestable, pues la emergencia del conflicto no es otra cosa que la explicitación del antagonismo latente, o su manifestación, si se quiere. Esto nos llevará a la cuestión fenomenológica de la verdad, a la que volveré enseguida. Giddens también hubiera podido referirse a la vida política, no tanto como ideal en el que cada uno, sujeto político consciente, sostiene un equilibrio constante entre la satisfacción de su deseo y la participación deliberativa en la vida común de la ciudad, sino como horizonte administrativo convenido y realizado por la más amplia muestra posible de la ciudadanía, aunque también esto conduciría en la práctica a reducir el agravio de la representatividad, algo que precisamente no le interesa a Giddens que desaparezca. Él, que puede considerarse el gran estratega detrás de otro Anthony (Blair), artífice de la Tercera Vía a través del nuevo partido Laborista “sin olor de sudor”, como alguien sintetizó, ¿qué interés puede tener en señalar las dictaduras de facto, ocultas bajo el rostro jánico del bipartidismo? ¿Qué réditos podría sacar de una política sin partidos tradicionales, como es el Laborista británico?

La política de la vida es el concepto que permite camuflar la asimilación del nuevo conservadurismo por parte de los partidos que tradicionalmente mantenían un discurso socialdemócrata o tardosocialista, es decir, postsoviético, asumiendo el postradicionalismo como característica de una nueva era con muchas posibilidades para el individuo, quién se organizaría colectivamente en torno a demandas ya no emancipatorias sino de rescate. Esto significa que la consciencia de clase ha sido eficazmente privatizada, el sujeto político aislado, y los antagonismos reprimidos. Bajo la globalización, el letargo o hipnosis de lo político y de lo colectivo resurgen sub specie aeternitatis como logros del fin de la historia, cuando sujeto e individuo se confunden ante la desaparición de esa consciencia de división que carga todo ser lingüístico (“parlêtre”). Al final, la ejemplaridad del buen individuo fagocita a la posibilidad del sujeto. Dicho de otra manera, la falibilidad del sujeto se ve ridiculizada y anonadada por la moralidad del ejemplo. Como resultado práctico de este nuevo orden moral, parece natural que nadie quiera descubrir qué quiere porque hay siempre alguien con muy buenas intenciones diciendo cómo hay que ser. ¿Para qué construir analíticamente un objeto de deseo si la psicología me enseña que ya existe un catálogo?

Si aquél letargo, que es un aletargamiento de la consciencia de clase, es fruto de la casualidad o de una intención política, no lo decidirá ninguna teoría de la conspiración, sino la rentabilidad del mismo. Al transformar a los partidos políticos en marcas corporativas que no se diferencian ya por sus programas sino por sus máquinas de prometer, el neoconservadurismo impone más que un simple giro a la derecha de todos los partidos con probabilidad estadística de gobernar; él dicta la normalización hegemónica de esa moral de antaño en la que el derecho natural, el poder heredado, los méritos propios y el buen nombre – que siempre será el del Padre – fundamentan una estratificación social reforzada ahora por una industria de vigilancia y represión comúnmente aceptada con devota resignación. Ese terrorismo de Estado que justifica amenazas, confiscaciones, desahucios y otras formas de extorsión “legal” que señalan una expropiación de bienes y del territorio mucho más extendida, permite desgastar a la minoría consciente ya que la obliga a luchar otra vez por unos derechos que parecían inviolables restándole ánimos para exigir cualesquiera mejoras efectivas en sus condiciones vitales.

Esta “política de la vida” es la que está permitiendo consolidar el reconocimiento pacífico del poder por parte de un pueblo olvidado o cansado de sí mismo. Evidentemente, esta paz no es real. La paz que consiste en desarmar al otro sin desarmarse uno mismo, sobre todo cuando el otro es el más vulnerable y disperso, aunque más numeroso, no es una victoria legítima ni un gesto de civilización en el que el asesinato del enemigo ha sido substituido por la ganancia del reconocimiento de la mayoría, y menos si esa mayoría es una construcción retórica del dispositivo parlamentario de la que la ley d’Hondt es uno de los máximos exponentes. Pero hay otros, como el dispositivo de la opinión pública, que crean un efecto generalizado de escucha que no existe respecto de una doxa compartida o sentido común que tampoco tiene otra realidad que esa, editada, sacada de contexto y difundida con el objetivo de apoyar a los formadores de opinión, quienes actúan como cómplices de una versión oficial de los hechos. A la par de esa hábil construcción de una narrativa siempre catastrofista y tan compleja que solo un gobierno de expertos podría manejarla, un sospechoso optimismo presta su favor a un dispositivo más, el de los sucedáneos democráticos, como son las manifestaciones, los referéndums (cuando están permitidos) y, más perversamente quizás porque de forma aún más aletargante, un gran número de peticiones y campañas de micromecenazgo, porque contribuyen de forma decisiva a la sensación de estar cambiando algo, de estar haciendo posible algo que debería poder hacerse de otra manera si no viviéramos en una dictadura de hecho – una dictadura de hecho, repitámoslo, porque no deja apenas espacio para actuar de otra forma que no sean la pacífica (entendida como se ha dicho) u otra, violenta.

Esa sensación de cambio es una forma más de control policial, que no de acción política, aunque la razón numérica de la multitud pueda influir sobre alguna decisión; pero no es de recibo esperar piadosamente que estos instrumentos tengan otra función que la de aplazar la barbarie a la que inevitablemente conduce, una y otra vez en la historia, la represión sistemática de los antagonismos. Fundamentalismo, terrorismo, radicalismo: Giddens conoce bien los nombres que llevan al estallido, pero quizás su afección al poder no le permite cambiar de opinión.

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