La diferencia es soportable mientras pueda ser articulada. Si no lo es, se vuelve insoportable y entonces se percibe el antagonismo, hecho conatural a la relación entre sujetos, como un problema. En el nuevo estado posdemocrático, la democracia ha sido ideologicamente sintetizada por la clase dominante, que ha rentabilizado la cultura del no pensar, la barbarie como justamente dice Michel Henry, para lograr el olvido de la consciencia de clase por parte de la clase perdedora. Si el pueblo no se moviliza es porque se ha extinguido como tal y por consiguiente la democracia no es real.
Sin embargo, la democracia real es irrecuperable mientras un efecto tan primordial del antagonismo como es la consciencia de clase sea un hecho minoritario. Así pues, solo un programa político diferenciado, capaz de movilizar a una mayoría real, puede restaurar una cierta victoria sobre la barbarie. Pero ¿cómo hacerlo, si el pensamento dominante se presenta, como recordaba Ernesto Laclau, contingente y constitutivo? Ese pensamiento capital que vive de la idiotización ajena, al representar sus demandas como necesidades, naturaliza su poder como una herencia estructural, define su interpretación de democracia como el mejor de los mundos e impone su palabra como fundamento funcional de la sociedad. Así se desidentifica de la barbarie que él mismo produce y queda impune porque incluso la justicia se vuelve una mera extensión de su buen funcionamiento.
El capitalismo, más que un sistema económico, es un sistema de rentabilidad en la que un sujeto solo cuenta para otro si le resulta útil, es decir, si le da resultado y beneficio sin importar qué renuncia se le exige, y muy concretamente sin importar el hecho de que el otro haya renunciado a su deseo y a su dignidad. Es evidente que en semejante sistema no existe sujeto propiamente dicho que no sea el que domina al otro, de tal forma que el otro pierde sus derechos fundamentales porque queda identificado, en el mejor de los casos, como instrumento de la materialización del deseo capitalista, por lo que deja de contar como sujeto. Así se entiende que el sistema capitalista invierta en la fabricación de identidades: ellas liquidan dulcemente la diferencia del otro, que ve preferible ser alguna cosa a tener que pensar en lo que sea.
Chantal Mouffe distingue dos estrategias principales para solucionar socialmente el antagonismo y así liquidarlo: el cálculo del máximo interés (democracia liberal o liberalismo democrático) o la deliberación moral (democracia deliberativa). Democracia liberal es solo el nombre de la estrategia que se identifica más explícitamente con los fines del capitalismo, pero es importante entender que la democracia deliberativa tal como la defiende su máximo representante Jürgen Habermas no es menos afin al capitalismo por el hecho de serle aparentemente desfavorable, ya que propondría un acceso popular a la decisión de consenso. Sin contar con la irrelevancia de esas decisiones para la mayoría de la sociedad, ya que ni han trascendido hacia un modelo de gobierno factible ni han evolucionado hacia una autocrítica organizada, cabe preguntar de qué orden son esos consensos, cómo se producen y sobre todo qué producen positivamente para el poder hegemónico – pregunta prohibida para muchos pero que permite reconocer que el discurso sospechosamente contemporáneo y optimista de Habermas ha sido el golpe de misericordia asestado por ese filósofo contra el pensamiento como actividad política indispensable para combatir a la moral y exponer de forma contundente la mentira de la deuda.
El 15-M fue profundamente moral en su prentensión de reformar algo y crear otra cosa aparentemente más feliz. Se formó desde un principio de autoexclusión pero en realidad, no pudiendo excluirse del sistema, que es hegemónico, solo pudo mantener su posición gracias a la reivindicación de una nueva centralidad, y eso ya se dejaba adivinar desde el momento en que se situó, físicamente, en el paisaje urbano como movimiento de las plazas. No cabe duda de que fue un movimiento deliberativo porque, en su estructura, se trató de un movimiento gobernado de forma asamblearia, con todo el peligro de falsificación del otro que la asamblea conlleva.
Sin embargo, no fue una experiencia socialmente tan novedosa como la introducción en el sistema partidario español de un proyecto populista inspirado por Ernesto Laclau, co-autor con Mouffe de Socialismo y estrategia hegemónica. Ese proyecto, cuya eficacia quedó demostrada por el fuerte golpe perpetrado en pocos meses contra el bipartidismo y que se reflejó en los resultados en las elecciones europeas, no se presenta desde fuera, ni siquiera como formación de compromiso, como sería el caso de otro partido de reciente asiento parlamentario en Cataluña, internamente gobernado también de forma asamblearia. Aquél proyecto, apropiándose significativamente del motto electoralista de Barack Obama “yes we can” – cuyo sentido subversivo muchos no habrán entendido – co-opta, de forma similar, elementos retóricos y otras estrategias propagandísticas típicas no solo de la derecha populista sino de sus falsos adversarios, es decir, los grandes partidos herederos de la socialdemocracia o del socialismo que les sirven de duplo para la gran pantalla del dispositivo de gobierno.
Lo que hace el nuevo populismo es rentabilizar el desgaste de la separación izquierda-derecha, acelerado por Tony Blair gracias al miserable oportunismo de Anthony Giddens, y sacar provecho de la pérdida de noción de parodia para actuar la parodia de ese sistema dictatorial bicéfalo que es el bipartidismo, y para hacerlo desde el corazón mismo de su discurso. A diferencia del italiano Beppe Grillo, un bufón sin programa político estructurado, Podemos representa para el poder dominante cínicamente llamado “La casta” – como quien dice “La clase”, la única con consciencia de serlo – el peligro de un programa político en el sentido propio de la palabra, un programa que se distingue no tanto por sus propuestas sino sobre todo por el hecho de hacer una propuesta y no solamente una promesa de buena gestión.
No es una estrategia exenta de riesgos; de hecho, es pródiga en enemigos. A su líder le achacan afán de protagonismo quienes entienden poco o nada de su estrategia y carecen de las capacidades de liderazgo y comunicación que, sin embargo, el pueblo mayoritariamente espera, según lo demuestra en votos, y de forma muy expresiva. Que esa expectativa democrática y la psicología de masas que la describe no sean contempladas por una parte de las bases del partido estéticamente encabezado por Iglesias es un error táctico inadmisible en sujetos políticos que afirman luchar en contra del capitalismo, no solo porque ponen en tela de juicio la estrategia más eficaz que se ha probado desde el franquismo sino porque hablan como si siguieran en las plazas, es decir, en ese ágora inexistente que no es menos escenario que un plasma pero que, con toda seguridad, es menos efectivo que una presencia habitual en la hora de mayor audiencia en una televisión de espectro estatal.
Es ese logro histórico lo que hunde la moral tanto de la casta y su séquito como de los revolucionarios a tiempo parcial. Habermas no ha muerto pero seguramente está deprimido.
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