A Anaximandro, discípulo de Tales de Mileto, se le ha señalado el carácter filosófico e incluso subjetivo de sus escritos sobre física, y el carácter metafísico de su cosmogonía. La primera crítica procede del paradigma científico que aún gobierna la economía del conocimiento, desde la atribución de competencias educativas al Estado hasta la injerencia del capital y la religión en el sistema de enseñanza, pasando por la universidad y la gestión de la propiedad intelectual. La segunda crítica proviene del supuesto racionalismo de una contemporaneidad profundamente dispuesta a la creencia irracional, que defiende la dictadura financiera bajo el nombre de liberalismo económico, el privilegio fiscal y social del clero con el argumento de las buenas obras, o la pervivencia de monarquías paradójicamente constitucionales. Tanto la educación como el asistencialismo y el clasismo son ideologías fabricadas a partir del Nombre del Padre. Esta función, como el Nombre indica, se supone patrocinar el nacimiento y crecimiento del hablante como tal; en realidad, los inhibe.
Aunque no introduce al sujeto tal como lo entendemos hoy día, ni siquiera de la forma discursiva cómo empezó a introducirse alrededor del siglo XII, Anaximandro se introduce como sujeto en su propio discurso científico de una forma suficientemente consciente como para darle continuidad a su razonamiento especulativo y consistencia narrativa a su tratado sobre la “naturaleza”. Ahora bien, esta mal llamada naturaleza es physis, del verbo griego phyo, hacer nacer y crecer, capacidad no exclusiva de quienes hablan pero que, gracias a la metafísica en sus distintas acepciones, podemos ubicar respecto de capacidades referenciales exclusivamente psíquicas, es decir, de aquella dimensión específicamente humana que resulta de la interferencia material de cuerpo y lenguaje. Hablo de interferencia y no de concurrencia o coincidencia por el mismo motivo que la lingüística privilegió el estudio de las afasias o los criollos, fenómenos que dan cuenta de que es a partir de aquello que la ideología tacha de disfuncional o impuro que podemos estudiar lo que la misma ideología autorizará como norma. La experiencia del psicoanálisis no es ajena a casos de no concurrencia y no coincidencia de cuerpo y lenguaje, en los que el lugar del habla se encuentra escindido y el cuerpo se vuelve lugar referencial insoportable (muchos le llaman esquizofrenia y lo resuelven químicamente), o en los que el cuerpo aparece como dominio sin fortaleza y tanto se desborda hacia abismos de goce como peligra su entereza por falta de ley (es ahí donde uno lee, si puede, la firma de la psicosis).
Podemos así entender la psique como la interferencia material de cuerpo y lenguaje, y su análisis como el reconocimiento de la gramática que la organiza. Si esta gramática abarca desde el modo de habla (fantasmático u otro) al estilo, ese reconocimiento no es el resultado de una demanda hacia el analista, que justamente elude la demanda del otro para sostener, para Ello, la representación del objeto causa de deseo; ese reconocimiento es más bien un mapeamiento en el sentido en que su objeto es el campo del otro, y en qué se habla, muy precisamente, de reconocimiento de campo. La función de analista no es de ninguna manera la de Nombre del Padre, ni siquiera la de representar activamente alguna figura paterna, ni tampoco materna, como a menudo se afirma respecto de la posición analítica frente a la psicosis. La psicosis no justifica un “désoeuvrement” o desobramiento de la función de analista tal como ésta se instaló, seguramente de forma equivocada en muchos casos, frente a la neurosis; más bien la psicosis exige un obramiento mucho más sofisticado en la medida en que la ley está ahí para ser sostenida como función poética, y no cuestionada como límite al deseo, como puede suceder en el caso de la neurosis.
La constitución de mi deseo es estar disponible. Como analista, debo estar disponible para el ejercicio de la función poética, y digo “debo” porque si de veras hay un deseo positivizado que pasa por la reiteración, através de otros, de ciertos circuitos de mi propia estructura fantasmática, entonces la ley en cuanto límite deviene también objeto abierto a la determinación del otro, cuya diferencia no se integra en mi estilo – contrariamente a lo que sucede con la figura paterna, que tiende a legar – sino que se reafirma como singularidad desde los entresijos de su realidad psíquica. Esto quiere decir, por un lado, que el acto analítico poetiza, si se puede decir, sobre esa interferencia de segundo nivel que se halla entre la psique y la realidad externa, donde además de cuerpo y lenguaje, el sujeto se ve inter-ferido por sus afueras, herido de muerte por un Real que lo hace único, perecedero e irrepetible.
Curiosamente, mucho de esto parece haberlo intuido Anaximandro en su concepción, a la escala cósmica, de la pluralidad de mundos junto al geocentrismo (tal como lo recoge Plutarco). Podríamos incluso especular sobre ese mundo como una proyección fantasmática del yo, egocéntrico y sumamente ignorante, pero capaz de salir de su falsa entropía al intuir la existencia y significancia de otros mundos y de otros significados y aperturas en cada mundo – intuición que, por otra parte, aparecería más probablemente como formación del inconsciente, muy concretamente como síntoma. Sin embargo, es su noción de apeiron la que merece más atención, ya que significa, con al alpha privativum (a-) una ausencia de límite, definición o perímetro (perás), en respuesta a su maestro Tales de Mileto, que identificaba el agua como principio de las cosas, luego como causa. Contrariamente a esa definición, que suponía una elección de elemento, Anaximandro admite y de hecho propone la no determinación del principio (elemento agua u otro), lo que equivale en psicoanálisis al no cierre del significado del objeto a, lo que permite sostener la transferencia y, con ella, la representación de ese objeto indeterminado.
La traducción poética de la cosmogonía de Anaximandro al psicoanálisis supone así una réplica a la arquía o gobernación por un principio definido (arjé, radical que encontramos en significantes como arquitectura y autarquía) según lo había defendido Tales, y una creencia mucho más racional, porque abierta y “en rapport”, en la indeterminación del objeto a, cuya anarquía y carácter anarquitectónico no niegan la autarquía lingüística del Inconsciente ni su arquitectura de interferencias.