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Velázquez, Las Meninas (detalle)

Velázquez, Las Meninas (detalle)

El negocio de la mente enferma está protegido por Derecho capitalista. Si no cabe duda que una ley que legitima prácticas de genocidio a largo plazo es contraria a cualquier principio de derecho natural – por muy discutible que sea el concepto –, la persistencia de las políticas unilaterales que las apoya no deja de dar evidencia del autoritarismo de los gobiernos que las aplican, pero tampoco de la desidia de quienes les autorizan activamente con su voto, promoción y defensa o pasivamente con su resignación y falta de acción que suele acompañar la habladuría. Por ello, quienes permiten la manipulación genética de especies vegetales y animales que servirán para la alimentación, el vestuario, la cosmética o la terapéutica, quienes fomentan la medicalización excesiva y la patologización de la infancia, la vejez, y la diversidad sexual, quienes legalizan la hospitalización involuntaria del “enfermo mental”, esos no son rehenes de banqueros ni son indefensos títeres de intereses económicos más altos. Son partícipes y beneficiarios, son cómplices y verdugos, al igual que el más cruel de los amos. Por eso muchos los Aman.

Sin embargo, no hay que dejar de advertir la fobia que rige sus pasos torpes a la vez que calculados, la ignominia disfrazada de inevitabilidad. La política, por definición, no es inevitable; es una elección potencialmente polémica. Así que la infantilización del electorado es necesaria a la perennidad de la aquiescencia. El verdugo consigue matar a su víctima y hacer cómplice al que será sacrificado luego después porque le hace testimonio y partícipe del sacrificio del otro. Expuesta y orientada a quienes aún no hablan, así es la intimidad del poder: curiosamente pornográfica, necesariamente pedófila.

No extraña, pues, la centralidad del debate en torno al ingenioso invento del lobby farmacéutico y su noble aliado, la psiquiatría oficial – el DSM y, muy concretamente, el llamado “trastorno de déficit de atención (e hiperactividad)”, conocido por su sigla TDA o TDAH. Desde el punto de vista del poder, hay unos objetivos estratégicos que quizás no consisten explícitamente en eso, pero que de ello se tratan: el cierre obsesivo del significante (para que el sentido esté bajo control), el centripetismo fóbico (porque la amenaza siempre es “el otro”), la naturalización de una manera de escribir la ley y de cerrarle las vías de salida (la violencia es la oposición, el antisistema es el otro). La represión de cualquier disidencia o rebelión no se percibe, en consecuencia, como un golpe bajo contra la democracia, sino como su garante. Quienes prevarican, en una dictadura, siempre son los que no tienen el poder, sospechosos de desearlo.

Esta identificacion programática de la violencia con el sometido requiere de una aplicación muy consistente que no debe descuidar ninguna brecha. Por supuesto, la educación juega un papel fundamental, y es ahí donde quienes aún no hablan o están aprendiendo a escribir devienen enemigos en potencia, mayormente cuando son “hiperactivos” desde el punto de vista de quienes los perciben como tal, y que pueden ser sus educadores más directos, ya sean o no sus padres. En cualquier caso, no se trata de juzgar a quienes acuden al dispositivo médico ni siquiera de aquellos profesionales de la salud que hacen lo que pueden, lo mejor que su saber les permite hacerlo. Sí se trata de advertir el oportunismo económico y político de la promoción de ese dispositivo patologizante que hace de la alteridad una diana, y de una supuesta dispersión, inquietud o agresividad unos rasgos condemnatorios hacia el niño, que ni siquiera los lee como tal en la mayoría de casos, si no es porque otros lo excluyen de la normalidad social. Trabajo hecho para gobierno y para bancos – con las mejores intenciones. En el TDA o TDAH, a semejanza del trastorno de identidad de género o de narcisismo, el problema lo tiene el otro y, en este caso, ese otro es el niño. Y sin embargo el comportamiento de los niños es discurso, y es un discurso que hay que tomar muy en cuenta porque señala lo que no se quiere leer y que inaugura, con su ilegibilidad, la negación de la contradicción, la negación de la apertura del significante, la negación de la violencia del cierre.

En rasgos de difícil valoración como son la dispersión o la inquietud, se pretende leer un desajuste, un descentramiento, o si se prefiere una deficiencia de atención que sería un déficit de obediencia y una falta de sentido. Por otras palabras, esa construcción por un discurso psiquiátrico del niño sano como el que sigue un orden, no desatende y no incumple permite dibujar un ideal de salud infantil sancionado por las inquietudes de muchos educadores, quienes esperan de los que aún no hablan o están aprendiendo a escribir una identificación con ideales de productividad y obediencia que nada tienen que ver con la inconformidad revelada por el cuestionamiento, la apertura al descubrimiento que la inconstancia pone de manifiesto, e incluso cierta agresividad espontánea que ya da cuenta de una emergencia sexual.

Es esta emergencia, vinculada a una cierta relación con el saber, la que Freud describe al referirse a la sexualidad infantil muy explícitamente como la sexualidad del niño que quiere saber, que se toca, que juega y juguetea con su cosita – como dice Juanito: su hace-pipí. Un profundo desentendimiento respecto de la vida sexual del niño da fundamento al malentendido de la enseñanza como un vertido de saber referencial desgarrado de los ritmos y pulsiones del otro. La pedagogía se refugia entonces en un discurso a medio camino entre el cuidado paliativo de la evaluación continua y la estrategia de seducción que toma el nombre mágico de didactizar: crear contenidos atractivos, capaces de competir con el televisor, los videojuegos y todo el ruido que acalla la cosa sexual. La represión de Eso, burdamente confundida con la defensa de una supuesta integridad del cuerpo infantil – que está más indefenso que nunca bajo el mandato de aprender para ser productivo –, esa represión desplaza el conocimiento del cuerpo propio y ajeno hacia lo que podemos llamar una sobreexcitación de los receptores de información, una verdadera violación de los sentidos en nombre de la máxima rentabilidad.

El nombre mismo de “trastorno de déficit de atención” es todo un programa de acusación: ese niño no sirve para obedecer, cosa problemática en un mundo de ganancias y objetivos, gobernado por el imperativo pospolítico del consenso.

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