Como el acto sexual está reprimido en el psicoanálisis – hasta el punto de que para algunos el pasaje al acto sea pasaje al acto sexual por antonomasia –, así el goce del analista aparece como gran tabú. Ese tabú aparece significado, por ejemplo, por una tarifa fija, que exime del tratamiento de ese tema sucio en las primeras entrevistas preliminares, mientras reitera la identificación de la función de psicoanalista con el trabajo remunerado de un psicólogo u otro profesional. Si en la apuesta del analizante el goce del analista se halla denegado por el movimiento libidinal de la retribución, la transferencia en cambio lo sostiene, pero como goce modificado: el analista, sujeto supuesto saber, gozaría del privilegio hermenéutico, el de poder interpretar y dar sentido, de tener la solución a los problemas, así que puede gozar de lo que sabe. Esto es falso, y los títulos y el aura de prestigio que puedan pulir el nombre y el despacho de quienes añaden el significante “Psicoanalista” a sus tarjetas como si de otro Nombre del Padre se tratara no hacen sino oscurecer la función discreta, profundamente desprestigiada y arriesgada, de la escucha analítica. Como en el gran discurso de la moral, el sexo no va con el analista al igual que no va con el cura, para que su lugar esté socialmente acreditado como el del alma bella, del pensador agudo, reliquia de la vieja ciencia de la psique. Así se pasa del psicoanálisis salvaje a una disciplina bien domesticada – que naturalmente se dejó al psicoanálisis por el camino.
El goce del analista aparece así negado en lo que a su relación con el saber se refiere. El analista sería el sujeto supuesto saber a la vez que sujeto supuesto no gozar, entendiéndose el goce como goce del pasaje al acto que no sería otro que el sexual. Esto implica la muerte del psicoanálisis como saber, ya que no se tiene en cuenta al deseo del analista, ni a su función lingüística, ni a la relación entre sexo y saber, ni por supuesto a la novedad científica del psicoanálisis. Entonces se preservan, como especies en extinción, prejuicios como la distancia física entre analista y analizante, la primacía de lo biológico sobre el lenguaje, la omnipresencia de la referencia al sexo en la teoría analítica, y por supuesto el anacronismo social del psicoanálisis, al que se desacredita precisamente porque es científico, porque es subversivo y porque le supone un problema serio a cualquier institución. El que no lo entienda puede decir que es psicoanalista pero difícilmente haya entendido algo del trabajo que hizo Freud o del fundamento teórico que le proporcionó Lacan, así que básicamente vive en la ignorancia de todo el que no sabe ni goza.
Cuando el analista le explica algo al otro, situándose en posición de analizante, es quizás cuando percibe más claramente que el saber de uno no es extrapolable ni aplicable a otro. Si lo que le cuenta el analista – que se presta a la posición de analizante específicamente para un analizante concreto – no le importa al analizante, ¿qué le puede importar a éste un saber respecto de otro analizante? Sin embargo, es a partir del discurso de sus analizantes y del resto elaborado como teoría por otros que cada analista desarrolla un conocimiento del psicoanálisis. El saber referencial, desvinculado del sujeto que lo produce, es un impuesto ideológico aplicado al modelo educativo, al paradigma científico dominante y a las principales cadenas de transmisión del conocimiento. Éstas son cadenas de significantes que permiten transmitir saberes desenraizados, poderes ilegítimos y pertenencias impropias: son también señales fantasmáticas del capitalismo que el psicoanálisis puede cuestionar o escenificar. Lo que el psicoanálisis no puede hacer es complacerse en abstraer un saber de un analizante al cual aísla, y asignarle un valor de verdad a priori para otros analizantes.
¿Cuál es entonces el estatuto epistemológico de la teoría psicoanalítica? ¿No será la teoría otro saber referencial? Sí y no. Podemos decir que es un saber a retaguardia en qué se pone en juego lo resultante de dos singularidades, a saber, la del discurso de un analizante escuchado por un analista con un estilo determinado. La determinación de este estilo, que no está a la venta en ninguna universidad ni escuela psicoanalítica, tiene que ver con las dos vertientes de este significante: determinación como orientación clara del deseo (no cerrada, precisamente, sino abierta en un sentido) y como definición colindante. ¿El analista no debe entonces hablar porque, si hablara, gozaría? Si el analista habla, ¿goza? ¿O más bien el riesgo de hablar tiene que ver con la constitución del analista como figura de autoridad? Si esto sucede, algo se escapa a la posición radical del analista, que no es ni de saber referencial ni de referente o modelo moral. El analista es un representante apto a sostener algo que no se dice, o que está mal dicho, o que vale la pena repetir. Él tiene que constituirse como sujeto al igual que el analizante, pero solo en la medida en que se da en él la posibilidad de representar también una destitución de la verdad del fantasma, y esa destitución la hace posible la transferencia. El problema no es que el analista goce, sino que se constituya como autoridad sobre la verdad del fantasma del analizante y goce de ello, cuando en realidad su función pasa por hacerse cuerpo de destitución de aquella verdad. Ahora bien, si goza de ello, eso puede parecer, al menos extrínsecamente, un goce masoquista. Pero ¿qué más da? Y si no goza de ello pero hay un deseo que le permite sostener la transferencia negativa del otro, ¿qué más da?
Para Bauzá, “el goce no es posible sin el cuerpo y no es posible tampoco sin el lenguaje. El lenguaje da los medios para llegar al goce aunque también lo limita. Con el lenguaje el sujeto queda dividido. Solo es posible obtener un goce parcial que está asociado al lenguaje.” Pero el objeto satisfactorio está por construir: “el objeto no viene dado; hay que construirlo, hay una actividad que no es placentera, que queda fuera del principio de placer.” El objeto(a) es contrario a la satisfacción porque es causa de deseo y por ello, en cierta medida, es causa de un cierto tipo de insatisfacción o de encuentro inesperado con un vacío. A este vacío podemos llamarle un minus de goce para situarlo, como al plus de goce, en una punta de las propiedades gozables. Por el mismo motivo que yo no puedo gozar del cuerpo del otro sino, como mucho, del mío a través del suyo, el goce de un objeto que puede ser una letra no está al alcance de mi lengua ni de mi cuerpo, sino que es mi cuerpo el que, gracias al lenguaje y a pesar de su signo divisor, debe construir una especie de puente hacia un objeto de deseo. Ese puente puede caerse a cualquier momento, pero así es la posibilidad de goce.
Si el lenguaje dice el hombre, el hombre dice la muerte, golpe definitivo de separación. El analista, porque su posición representa al objeto(a), no puede estar simultáneamente en posición de S2 o producción de verdad; el analista solo trata de sostener al significante que aparece reprimido en neurosis y confundido con la verdad en psicosis, porque sin ese significante es imposible alcanzar la productividad del fantasma, que mantendrá su adelanto respecto del análisis. Por ello, para alcanzar al fantasma y así encontrar su flanco inicial de travesía, no es necesario o es incluso inconveniente negar o contornear el síntoma, ya que éste es una formación del inconsciente que le presta al sujeto unos significantes distintos de los que le presenta la lógica de su fantasma, y son ellos los mejores informantes sobre la vía de atravesamiento. El sujeto del inconsciente juega a la clandestinidad. La puerta por la que uno debe entrar en la reverberación y aparente deriva de la travesía no es difícil de abrir; de hecho está siempre abierta. La dificultad consiste en reconocerla, y para eso está el otro a la escucha.
Como analista, trato de preguntar, respecto de un significante, no qué significa algo, pregunta que fácilmente empuja y se queda atrapada en la dimesión más explícita del contenido del discurso analizante, sino: qué viene, de qué otra cosa se trata en esa cosa aparentemente misma que acaba de decirse. El significado no está en lo dicho sino en lo que vendrá, a modo de satisfacción, así que podemos suponer que la significación y el deseo responden al mismo paradigma de apertura perenne, dinámica y serial: un significante aboca a otro, como un deseo aboca a otro, y ningún significado u objeto satisfactorio detiene, cierra o sosiega definitivamente a otro que le precede porque, una vez lanzado en la cadena, se lanza también a la condición de ser otro, y requiere de otro otro para concretarse, otra vez, en su precaridad.
El significante es así la forma mínima del deseo, y el sujeto es el significante que no puede ser desplazado ni substituido, es decir, que es insusceptible de metáfora y de metonimia. Lo dice su estilo y lo dirá su muerte. Ni puede el sujeto abandonar totalmente su posición, aunque puede desconocerla, ni puede verla susbtituida, aunque funcionalmente ésta puede ser usurpada. Esto quiere decir, pues, que ni siquiera bajo el régimen de la alienación el sujeto es susceptible de metáfora o de metonimia. Que estos sean los ejes de la función poética según la propuesta formalista de Roman Jakobson es sin duda sintomático: sintomático porque adjudica a la estructura subjetiva un estatuto fantasmático del que solo se puede salir de forma no mortal a través de otro tipo de poesía que encontramos, por ejemplo, en la escucha y elaboración analíticas.
No en vano se habla de escansión para nombrar el corte en el tiempo lógico del discurso del analizante, es decir, del sujeto que está como significante en el análisis. Hablar de tiempo lógico es hablar del tiempo imaginario que se aprecia desde la posición extrínseca de quién escucha. En efecto, la atención libremente flotante de la que tanto se ha hablado es para el analista una condición casi opuesta a la atención de quién se deja seducir, en la medida en que, en la seducción, la atención es concentrada y dirigida hacia el objeto pulsional o hacia aspectos pulsionales del objeto de deseo, y el sentido cede su gobierno a una finalidad establecida – donde es muy clara la raíz común de sémen y semántica y la connotación sexual de “acabar” y “venirse”. Esa atención de analista, sujeto supuesto no gozar, le permite hacer una especie de reconocimiento de una línea temporal desde vectores S1-S1, es decir, entre significantes que pueden ser no inmediatamente sucesivos en la cadena, y que incluso pueden ser escuchados en sesiones no directamente consecutivas, sino que un significante (S1) puede ser reconocido desde la posición extrínseca de quién escucha, como remitiendo o siendo remitido por otro significante (S1) pronunciado en otro momento del análisis. Es entonces, o poco después de ese reconocimiento, que el analista puede remitir al S1 anterior (aislado o fraseado de la forma que intuya) para contrastar su orientación en el discurso del analizante – que por supuesto puede ser verbal o no verbal, o incluso generar un nuevo síntoma o acto. Contrastar la orientación de un vector S1-S1 significa identificar una posible relación o razón (rapport) significante y verificarla, es decir, hacer que se muestre respecto de la posición de verdad del sujeto analizante.
Tanto la escansión como la remisión a otro S1 son, además, interferencias en un tiempo patológico, un tiempo u orden en el que los significantes hablan al sujeto de tal forma que el goce se halla sostenido e incluso, de cierta forma, aumentado. Uno llega al análisis porque su fantasma le causa problemas que la estructura no logra resolver. Entonces no puede gozar, o no goza como querría. Su discurso carece de un orden que le permita situarse de forma satisfactoria respecto del otro que es, para empezar, su propio lenguaje, su modo de habla. En el tiempo patológico de un analizante que habla neurosis, la escansión es también la producción de un efecto que recuerda formalmente al coitus interruptus porque corta al otro, no simplemente para no acabar una frase o seguir hablando, sino porque justamente le da corte: le proporciona un corte que remite a la significancia de lo que acaba de decir, pese a la sensación que pueda tenir el analizante de que el otro no le ha dejado acabar.
Algo parecido sucede con la remisión a otro significante, que no pocas veces suscita en el analizante una resistencia, como si aquello no viniera a cuento o no tuviera importancia, o el analista lo utilizara como argumento retórico de contradicción, y a veces provoca incluso una negación, cuando el analizante afirma no reconocer aquello como parte de su discurso, como algo que hubiera dicho. En ese caso, su tiempo patológico se reafirma no tanto como en el efecto de coitus interruptus de la escansión sino como el encuentro inesperado del propio fantasma en la voz del otro, pero de un otro excepcional con el que está en transferencia. Como ejemplo de ello, recuerdo el relato de un analizante al que la propuesta de cierta actividad sexual por su pareja le resultó muy angustiante porque era una fantasía suya. Como le suponía un beneficio preservar esa fantasía como horizonte imaginario, interpretando otras iniciativas de su mujer como acercamientos involuntarios a ese horizonte de realización que hasta entonces veía inconfesable, la explicitación le supuso una confrontación con su deseo, más allá de esa fantasía concreta, que se vio obligado a negar y luego a realizar, con el coste que supone para cualquier fantasía su realización.
Éste es otro sentido en el que el analista no puede gozar: además de no poder gozar un goce que no pasa por su cuerpo, tampoco puede gozar de la angustia del analizante, por lo que debo matizar lo que afirmé en “El sadismo analítico”, referido a un analizante que, unos meses más tarde, abandonó el análisis porque, según dijo entonces, “no quiero sufrir más”, lo que señalaba superficialmente un abandono de la posición masoquista que había sostenido en alternancia con una posición sádica, a la vez que un abandono de la posición sádica que yo, como su analista, llegué a ocupar para hacer sostenible para mí aquél caso que presentaba, para mi propio fantasma, extremas dificultades. Sin embargo, a otro nivel, su enunciado es una afirmación de discontinuidad, ya que en el idioma y con los significantes con qué lo pronunció sonaba como “no quiero ser más paciente”, lo que anunciaba una ruptura con la forma excesivamente satisfactoria, en apariencia, que había tomado mi deseo de analista. En ese momento, su discurso se constituyó como réplica, una réplica actuada en palabra y en acto, algo que no había sucedido antes, con lo que el abandono del análisis coincidió con un principio de separación cuyos efectos he podido observar después de esa interrupción. Es imposible dejar de gozar y es imposible dejar de sufrir.
En este caso, es falso que el analista pudiera gozar porque su goce obstaculizó la travesía del fantasma que justo podía iniciarse, y es falso que el analista no pudiera gozar porque su goce no era de analizante sino justamente el de uno cuyo deseo pudo sostener el análisis hasta que, para el analizante, ese análisis se volviera insoportable justo en el momento de actuar la separación como réplica y abandono.