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Escena de "Los soñadores" (Bernardo Bertolucci, 2003)

Escena de “Los soñadores” (Bernardo Bertolucci, 2003)

¿Qué busca el psicoanálisis sino aquello por qué uno ni siquiera se pregunta? A menudo, uno llega al análisis des-hecho, intuyéndose no-todo, des-uno, o quejándose abiertamente de que algo no va. La queja puede ser explícitamente sexual, o puede apuntar a un síntoma que se revela sobre esa superficie: no encuentro el momento, tengo jaquecas, me mareo, no me da lo que yo quiero, ya no es como antes, pienso en otras, no se me pone dura.

La queja, que puede o no coincidir con un síntoma u otra formación del inconsciente que causa problema, habla en primer lugar de un Yo que está puesto en tela de juicio, y cuya seguridad, autoestima y coherencia quedan en entredicho. Efectivamente, como ya he recordado varias veces, no se trata se proveer al Yo de herramientas para restaurar esos valores. La seguridad y la coherencia se convierten fácilmente en valores fálicos, caracterizados por su rigidez y carácter inflexible (no articulable), y la autoestima en una apreciación imaginaria – e insostenible a medio plazo – de construcciones mayormente sociales que el Yo acaricia desde lo más alto de su idealismo y también de su estupidez.

La búsqueda yoica se orienta hacia lo fálico porque solo aprecia el principio de placer y las narrativas satisfactorias, las que se cierran sobre ellas mismas creando efectos de sentido: completud, significancia, permanencia. Al Yo le pierde la voluntad unaria del principio de identidad. ¿Para qué complicarse la vida con eso de la diferencia sexual, si yo sé quién soy? Saber quién es uno, o cómo es uno – esa es la gran verdad del Yo, que sin embargo nunca sabe qué quiere ni por qué. Son quizás las dos preguntas que más descolocan: la pregunta por el deseo y la pregunta por la causa. “Yo no sé.” No, el Yo no sabe, y tiene sus motivos para no querer saber nada de ello.

La diferencia sexual es una forma de lidiar con la muerte. Una forma quiere decir aquí: una forma única. Y lidiar con la muerte es inventar, desde una razón particular respecto al saber, una posición única que se elabora subjetivamente como estilo y que se vuelve perfectamente singular en la muerte. Estilo y muerte hacen al sujeto. Es con un cuerpo, no con un Yo, que se hace un sujeto. Hablamos de cuerpo si lo entendemos ya como lugar de producción de palabra y de acción de escucha, y no solamente como una masa animada y senciente, como un animal que está pendiente de su supervivencia.

La biopolítica, que es la política exterminadora del cuerpo en su realidad inconsciente y resistente a la disciplina, sabe o al menos sospecha que es en la diferencia sexual que se funda el progreso del género; y que el género es donde se encuentran especie (género humano) y rol de palabra (femenino, masculino, ambos u otros). La biopolítica es una política del Yo: no quiere saber nada de la diferencia sexual, y para no saber nada no puede soportar que ella esté ahí, motivo por el que no le resulta suficiente ignorarla. Debe perseguirla y exterminarla, como he sugerido ya en “La vía de extinción”, por ejemplo. Es necesario, pues, identificar dos relaciones muy significativas para no perder de vista la disciplina que se sigue ejerciendo sobre el cuerpo a muchos niveles.

La primera es la relación entre lidiar con la muerte y continuar la especie. Como la biopolítica no quiere saber de la muerte a menos que ésta represente un negocio – que lo es, pero la enfermedad crónica que caracteriza al cuerpo disciplinado del esclavo lo es más todavía –, su proyecto destructivo se vuelca en un propósito socialmente prestigioso que es la defensa de la vida, apoyada por algunos de los movimientos ideológicos más conservadores. La defensa de la vida, acompañada de menosprecio y paternalismo hacia los más débiles y de un clasismo y nepotismo de la mayor utilidad, es naturalmente un discurso protegido por la religión, cuyo quehacer es precisamente metafísico: fuera de la órbita de lo tangible. Los guardianes de la superviviencia de la especie persiguen aquellas formas de vida que no se parezcan a las que defienden y entran de lleno en la lógica asesina del capitalismo. Podemos declarar sin titubeos que la ideología neoliberal y democristiana es justamente la del fratricidio. Yo soy y seré siempre el Bien, y debo acabar con el otro, que es el Mal.

La segunda relación es la que acerca dos cuestiones aparentemente dispares, que son bisexualidad y bipartidismo. Pero si pensamos que la segunda se ha vuelto un eufemismo para hablar de dictaduras de alternancia, no resulta para nada complicado discernir en la bisexualidad un recurso de la dictadura de reproducción que se esconde bajo un significante aparentemente liberado. El sistema político no es bisexual en el sentido en que solo desea lo fálico, pero la supervivencia de la posdemocracia – otro eufemismo – depende, como la vida del género humano, de la reproducción de un sistema donde hay dos sexos y todo lo demás debe ser liquidado, mejor si con discreción.

La diferencia sexual, vinculada al estilo y a la muerte, va mucho más allá de lo que esas dos relaciones parecen indicar. Habiendo propuesto la bisexualidad como el amor o deseo tanto de los sexos fálicos como de los no fálicos, podemos ahora captar su sentido de potencia transferencial no-excluyente, es decir, la capacidad de hacer transferencia sin excluir a ningún sujeto por motivo de su sexo. El psicoanálisis es la ciencia bisexual: procede de tal modo que un cuerpo en posición de escucha sostiene el estilo de otro en la medida en que se habla y que se muere. El sujeto se habla y se muere en la vida misma de su palabra, en una cadena irrepetible de significantes y silencios que no se sostendría, de esa forma, en ningún otro lugar.

La diferencia entre la bisexualidad analítica y aquella relativa a la orientación del deseo sexual tiene que ver con la economía de goce, que puede resolverse como búsqueda de satisfacción en el campo fuera de análisis, la escena común de los cuerpos, pero que en ese espacio obsceno de escucha que es el análisis se cuestiona y persiste como búsqueda indeterminada. Si hay algo que no puede realizarse en el acto analítico es precisamente para asegurar que en su espacio cualquier cosa puede ser pronunciada. Dicho de otra manera: para poder decirlo todo hay que poder no hacerlo todo. La bisexualidad halla ahí también su ley de realización, para que su espacio de deseo, idealmente despejado, abra su potencia transferencial más allá de lo que permite el propio acto sexual.

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