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Louis Garrel y Clotilde Hesme, "Les Amants Réguliers"

Louis Garrel y Clotilde Hesme, “Les Amants Réguliers”

Cuando se habla de bisexualidad, incluso entre quienes pensamos y buscamos sentidos para la sexualidad, es de uso común admitir que nos referimos a un hecho de orientación sexual. Más concretamente, se da por sentado que hay dos sexos que pueden suscitar deseo sexual en un mismo sujeto. Además, esto sugiere – para no poca gente – que cualquiera podría ser objeto de interés sexual para un sujeto bisexual, lo que sin duda tiene que ver con que la bisexualidad también parece implicar que sólo hay dos sexos. Que esto es falso lo demuestran, en primer lugar, la continuidad entre cuerpos que disponen de genitales más hacia dentro y otros más hacia fuera, o en punta, como decía Lacan y, como fuerza contraria a esa continuidad, la persecución científica a los cuerpos cuyos genitales se sitúen a medio camino o en ambos lugares.

Esta persecución se materializa en intervenciones supuestamente correctivas pero que en realidad consisten en mutilar a esos cuerpos en la primera infancia con la buena intención de que esa ambigüedad inscrita en el cuerpo no se traduzca posteriormente en una ambigüedad identitaria, como si todo lo que no fuera unívoco se volviera patológico. Evidentemente, el primer gesto patologizador es el que no se permite ampliar el propio campo científico para poder ver, observar y comprender la diversidad de cuerpos que todavía carecen de pleno reconocimiento por parte de los discursos biologistas, como sean la anatomía y la medicina. Esta incapacidad por parte de la ciencia para admitir al sujeto en su campo de consideración es lo que se encuentra detrás de la buena aceptación, o peor, del silenciamiento de esta práctica eugenésica que es pretende eliminar la intersexualidad. Es esta misma incapacidad la que explica, en buena medida, que se mantenga el sentido de equívoco como erróneo, de lo equivocado como algo que va por mal camino.
Hablando de diferencia sexual y de cómo esta diferencia está siempre escrita en el cuerpo a través de un lenguaje – y no solamente en los cuerpos llamados intersexuales sino en cualquiera de nuestros cuerpos – podemos identificar en esta práctica tres violaciones:

  • la violación de la integridad del otro,
  • la del derecho de cada uno al propio cuerpo,
  • y sin duda alguna la violación sexual por excelencia, legitimada por el discurso normalizador y autoritario de la asistencia sanitaria institucional, pública o privada, que consiste en imponer una sola viabilidad sexual.

El argumento biologista no nos sirve porque insiste en desconocer que el cuerpo es un don de palabra y que todo, absolutamente todo para el sujeto – desde el imaginario de Yo hasta el conocimiento de objeto, pasando por lo Real de la castración – es un efecto de lenguaje y está suspendido de un significante al que se trata de representar con todas sus equivocaciones o ambigüedades, y no de castrar más aún para agudizar el estigma de devenir hablante (otro ejemplo de ello son quienes hablan a los niños imitando la supuesta forma de hablar de los niños, como si hubiera algo gracioso en su no-habla y, por contraste, algo profundamente doloroso e indeseable en devenir hablante – que lo hay).

El argumento asistencial o de la providencia tampoco nos sirve porque está inspirado en la moral, que por definición da prioridad a lo que ya se conoce y se puede dominar sobre aquello que es singular y que aparece como distinto, raro, peligroso. Este es un argumento que bebe explícitamente del orden patriarcal y heteronormativo, no solo porque es paternalista en su afán de proteger al otro de Ello mismo (la diferencia sexual, que supuestamente le haría la vida más difícil que el hecho de descubrirse un cuerpo del que ya no podrá gozar de alguna manera), sino porque se inscribe de lleno en la repetición del discurso en el que no caben más de dos sexos cuya finalidad principal sería la continuidad de la especie gracias a la operación biológica de la reproducción, que se daría solamente entre dos personas claramente marcadas como hombre y mujer por la forma y ubicación de sus genitales y, no menos importante, por sus marcadores de género.

Esta lógica de reproducción, en la que a su vez se inspira el capitalismo, quizás el más mortífero de los sistemas de organización económica y social, es la que legitima de forma más o menos directa, más o menos consciente, la eliminación eugenésica de los cuerpos llamados intersexuales e invisibiliza la universalidad de la singularidad, es decir, que todos los cuerpos son equívocos en la medida en que nadie puede rescatarlos del orden significante. Solo quienes no entienden esto pueden seguir hablando con normalidad de la violación en quirófano de cuerpos que aún no hablan.

Pero esto también quiere decir que solo podremos seguir cayendo en la trampa semántica de la bisexualidad si no entendemos que esa forma institucional de violación es un recurso autorizado del orden patriarcal y del discurso asistencial que permite a la vez:

  • sostener la restricción del número de sexos a dos,
  • identificar a éstos con dos géneros también delimitados por códigos objetivables,
  • normalizar la heterosexualidad siempre por encima de cualquier otra posibilidad deseante.

¿En qué consiste entonces la trampa? Muy concretamente, en recoger en un solo significante aparentemente “liberado” todos esos elementos del orden patriarcal:

  • la existencia de dos sexos (y solo dos),
  • la coincidencia entre sexo y género, con lo que se tiende a borrar al segundo y sobre todo a su carácter lingüístico,
  • la heteronormatividad.

Una opción sería recuperar, con Lacan, el sentido de homo- en homosexual como la orientación hacia el sexo-mismo, en que sexo-mismo es el masculino ya que, en el orden presente, él persiste como identidad hegemónica, y hetero- representaría la orientación hacia el sexo-otro, que sería el femenino. Lacan habla incluso de homme-elle, hombre-ella, y se fija en el inglés woman, donde wo coincide con el adverbio de lugar en alemán: “wo Es war, soll Ich werden”.

Pero también podemos afinar esa distinción, que al menos permite denunciar la hegemonía de lo masculino para subvertirla, y reinterpretar el sexo-otro como una pluralidad de orientaciones del sujeto deseante hacia fuera, que en ella misma sería paradójicamente homosexual ya que todos los sexos son otros, incluso el que aparece yoicamente como el de uno-mismo. Nadie tiene sexo. El sexo no es susceptible de propiedad; siempre está suspendido de un significante.

De este modo, la función fálica quedaría identificada con el sexo de uno-mismo o sexo-mismo, que no existe. Eso permitiría no colocar al masculino del lado de lo fálico y al femenino del otro, sino a ambos del lado de lo fálico, ya que son efectos de ello, aunque distintos. En ese sentido, los sexos femenino y masculino son fálicos, aunque no existan fuera del lenguaje, porque en el orden simbólico están reconocidos y su prestigio determina la persecución de todo lo que no sea uno u otro.

Los sexos no reconocidos, como sería el caso de los intersexos, caen entonces bajo la categoría de los no fálicos. La bisexualidad puede ser entendida más bien como el amor o deseo de ambos sexos o conjuntos: el fálico y el no fálico (sexo-otro), y no solamente el primero, que es masculino o femenino.

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