“Interdit d’interdire.”
De las esperanzas y sobre todo de la euforia del mayo de 68 recogemos la consigna “prohibido prohibir” como significante de la ley paradójica que se pretendía introducir allí: limitar debía también tener un límite. Sin embargo, el precio que se paga por contener a la ley es inversamente proporcional al goce que supone transgredirla. A más ley, más posibilidad de transgresión, o así es en teoría. Vivir sin ley puede parecer más excitante que vivir según la ley, pero no lo es tanto como vivir fuera de la ley.
Vivir sin ley, si verdaderamente fuera posible, implicaría una ausencia de límite tanto para la actuación como para el goce, así que un deseo sin restricciones fácilmente abocaría a gozar el límite inevitable, el último – si uno es consciente todavía –: la muerte. Podemos pensar, por ejemplo, en James Dean y la velocidad “sin límite” de su Porsche 550, o incluso en River Phoenix y tantos otros actores que encontraron la muerte gracias al uso de drogas más allá de lo que sus cuerpos podían sostener. En realidad, la muerte es el hecho que demuestra que, aunque superficialmente – es decir, aparentemente – la busque uno mismo, como parece haber sido el caso de Kurt Cobain y Heath Ledger, aún así es el sujeto quién es objeto de goce, y su muerte, un efecto del significante cuya eficacia puede persistir más allá de una muerte – como sería el caso del Porsche que conducía James Dean, según la leyenda de su supuesta “maldición”.
En sentido estricto, no existe suicidio como no existe autoerotismo. En el caso del erotismo y ya desde la sexualidad infantil, el cuerpo se goza a través del otro, porque sin otro no es posible constituirse uno como objeto gozable, luego deseable; y aunque ser cuerpo deseable les pueda parecer a muchos mérito de uno mismo, no lo es. La posición de ser deseable es la de ser otro de otro, y en la creencia de que ese “otro de otro” se puede reducir a “uno mismo” encontramos la idea de autosuficiencia que viene fundar el llamado autoerotismo y muy concretamente motivar la repetición de la actividad masturbatoria. Parecería que uno es dueño de su cuerpo y de su goce y que puede regularlo a su antojo – y efectivamente es así, pero en la medida en que esa regulación es una ley, es decir, un recurso de imposición que viene de una alteridad que habla mediante esa ley.
Así pues, que no hay goce de uno sin otro, ni en el supuesto autoerotismo ni en lo que sería el suicidio, es algo que está vinculado a que no hay deseo que no esté recortado por una ley. Esto hace que el deseo, que es la respuesta del inconsciente a los efectos torpes de satisfacción y completud del yo, no sea autotélico, no sea un fin en sí mismo. Se desea-para, señaladamente para seguir insatisfecho, no-lleno. En cambio, se goza para lograr un efecto de llenado, de completud, como si el deseo tuviera la forma de una pregunta que naturalmente se hace el yo, y a la que el goce sería la respuesta satisfactoria y adecuada. Todo esto es problemático:
- en primer lugar, porque asume como natural al deseo, que es más bien un artificio del inconsciente para reconducir de una forma u otra cada sujeto a su condición mortal – en efecto, solo desea quién se sabe mortal;
- en segundo lugar, esa idea del goce como resultado de la satisfacción del deseo, que recuerda al efecto de sentido por el que un significante tendría un determinado significado, es problemática porque el lenguaje solo tiene ese tipo de sentido en el plano imaginario.
Simbólicamente, el inconsciente está estructurado como un lenguaje no porque tenga sentido según ese imaginario en que significante y significado coinciden y lo que decimos coincide con lo que queremos decir, sino porque el modelo es el inconsciente. Así, habría que decir: el lenguaje está estructurado como un inconsciente. Dicho de otra manera, es porque el lenguaje se rige por las leyes del inconsciente que las formaciones del inconsciente dicen una verdad que el lenguaje no puede más que representar, con toda la pérdida y revelación que eso conlleva. De aquí la pobre ciencia moderna tendría que sacar sus conclusiones y admitir que se ha quedado muy por detrás de la ciencia analítica, vale a decir el psicoanálisis. En cuanto práctica precisa de lenguaje, el psicoanálisis es la ciencia que puede introducir al sujeto en el saber porque puede escuchar en el discurso del sujeto el enunciado singular del inconsciente. Para ello no puede estar en deuda hacia ninguna institución, no le debe nada a nadie, a ninguna tradición, policía o Estado, no está pendiente de ninguna evaluación ni tampoco puede hacer ningún juicio de valor, que será de orden moral o estético. Pero eso no significa que el psicoanálisis no quiera saber de la ley. Todo lo contrario.
La ley aparece significada en Lacan como nombre del padre, cómo no, también porque en el padre coinciden la función hereditaria y el desgarro esencial de los cuerpos. La función hereditaria se materializa a menudo en la herencia pero implica ante todo una función de deuda ontológica en el sentido en que a los progenitores se les debería ser quienes somos, creando una cadena imaginaria cuyo comienzo el cristianismo delimita en un Padre todopoderoso y todoacreedor: él se merece toda fe y todo crédito y por ello genera, con su mera existencia, una deuda simbólica solo asumible por la muerte. A diferencia de la madre, de cuyo cuerpo la misma religión separa totalmente el cuerpo del nacituro, el padre es aquél que desde siempre está separado y desgarrado de ese otro cuerpo. Sin embargo, la defensa de que uno sería singular desde el momento de la concepción, ya sea por motivos genéticos o estrictamente morales, no es sino una forma de denegarle al lenguaje la función engendradora del sujeto que, de otro modo, se desplaza hacia un Otro como sería Dios.
Uno deviene sujeto en la medida en que pueda ser productivo para el significante al que representa, es decir, en la medida en que pueda ser gozado: uno es sujeto en la medida en que su muerte implicará una pérdida de escritura. Aquí volvemos a encontrar la perversión fundamental introducida por el capitalismo, que insta al sujeto a gozar en la medida de lo que produzca, y muy especialmente de lo que produzca para otro, para un amo.
La ley vendría así a demarcar el dominio de deseo, es decir, a intentar ponerle un dique a la respuesta inoportuna del inconsciente a toda organización represiva. Hacer proposiciones de goce y vincularlas a un precio que habría que pagar mediante la participación en el sistema de producción capitalista parece una solución inteligente, pero el problema es que se trata de una solución literalmente egoísta, que hace del yo su centro, cuando en realidad el yo es función de desconocimiento y, como tal, un elemento periférico que no hace sino desviar el sujeto de su centro misterioso.
Así nos encontramos a los místicos como personajes marginales de la teología, sino incluso malditos. Su deseo parece llevarles adonde no saben y quizás no quieren, pero ese desconocimiento desactiva el argumento de la mediación institucional, el apego a lo mundano y a la representación, a la institución religiosa y ante todo a la ley. El místico desoye a quienes se le imponen como padres porque oye otra voz, una voz de Otro. Su lugar es necesariamente fuera de la ley porque solo se puede escuchar esa voz desde la escucha deseante. Entonces el místico puede amar a la muerte más que a la vida no necesariamente porque crea en una vida más allá de la muerte sino porque adhiere a una vida que no tiene sentido como intento fallido de satisfacción sino solamente como apuesta decisiva por el movimiento inagotable del deseo, y ese inagotable no puede hallar su lugar en la finitud conocida sino solamente en la infinitud desconocida, precisamente porque dicha infinitud no puede ser ni demostrada ni cuestionada.
El error, que Lacan señala al final de su seminario sobre la Lógica del fantasma (21 de junio 1967), es intentar integrar el sujeto a través de su frase fundamental, su fantasma, en un discurso que sería del inconsciente pero que, a partir del momento en que uno intenta colar ahí una frase, está siendo tomado como verdad referencial:
ustedes pierden la partida al querer a cualquier precio insertar ese fantasma en ese discurso del inconsciente, cuando de todos modos él [se] les resiste bastante bien, a esa reducción. Y cuando ustedes deben decir que en el tiempo mediano, el segundo tiempo de “un niño es pegado”, aquél en que es el sujeto quién está en el lugar del niño (enfant: aquél que aún no habla), aquél, ustedes no lo obtienen sino en casos excepcionales. Es que en realidad la función del fantasma – quiero decir: en su interpretación y más especialmente aún en la interpretación general que ustedes darán de la estructura de tal o cual neurosis, que deberá siempre, en último término, inscribirse en los registros que son los que di, a saber: en la fobia, el deseo prevenido; en la histeria, el deseo insatisfecho; en la obsesión, el deseo imposible. ¿Cuál es el rol del fantasma en ese orden de deseo neurótico? Pues bien, significación de verdad, he dicho (…)
Es lo que tiene el sujeto del inconsciente: solo es verdadero para un sujeto y no permite fundar una ciencia ni una ley pero tampoco permite fundamentar ninguna metafísica o discurso autoritario. Un síntoma, un sueño o un acto fallido son más bien pérdidas de autoridad y ataques al gobierno del yo, a las leyes de su delirio. Es por ello que las distintas formas de la ley, gráficamente representadas en los señales de tráfico, se muestran defensivas respecto del deseo: el peligro, respecto de la fobia (prevención del deseo); lo prohibido, respecto de la histeria (insatisfacción); y lo obligatorio, respecto de la obsesión (imposibilidad).
Como todas ellas se sostienen gracias a la negación u olvido de la muerte – generalmente intencional y mandatado por el yo –, cabría llamarles, negativamente, señales de tránsito, ya que dichas defensas permiten ocultar, mediante la ley que enseñan, ese último tránsito como límite real del deseo y, por ser real, mucho más insoportable. ¿Será entonces, quizás, si uno es consciente de la llegada de ese tránsito – y no lo ha deseado –, cuando querrá que todo hubiera sido más lento, que él mismo y no Otro atravesara de algún modo su fantasma? En todo caso ya será tarde para escribirlo.