Al político se le representa como sujeto interesado, pero él se posiciona como objeto de interés. Se le exige que sea una parte interesada y se haga cargo de cambios que otros queremos y no hacemos, y así se obvia lo que él pretende.
Considerado el interés en su sentido de ser-entre (del Latín inter esse), el político es ante todo el interesado: contrariamente al psicoanalista, su otro representa para él una finalidad. Se trata de una finalidad que instruye sus acciones pero no necesariamente determina un acto. Esto queda patente en las acciones de campaña electoral, en las inauguraciones y demás eventos de carácter electoralista, en los que justamente no hay nada de evento porque nada sucede intuitivamente. Todo está pre-escrito detalladamente con la finalidad de alcanzar el poder o preservarlo. La puesta en escena de la realización de supuestas promesas electorales, mayormente las que consisten en construcciones sobre el espacio – porque tienen una visibilidad muy plástica y mediatizable – sirve precisamente para prestarle algo de tangible al comercio ideológico que caracteriza el tiempo pretendidamente ahistórico y alienado de la campaña electoral.
La finalidad del político es una finalidad real que colinda con unas limitaciones o contingencias, con unas posibilidades y unas imposibilidades, con unas conveniencias y unas obligaciones. El político es alguien cuyo objeto es susceptible de representar una finalidad. Por ello no se presenta como ese objeto.
El político deviene un manipulador cuando empieza a dejar de ser la parte interesada que necesariamente tiene que ser para poder plantear un distinto modo de hacer efectivo y convincente, al menos para la parte social capaz. La parte social capaz es la base de apoyo que hace viables los cambios, sea o no mayoritaria. En todo caso, la mayoría es una interpretación que depende del concepto de democracia, históricamente variable. En la antigua Grecia, la democracia era el poder de los machos pensantes no sometidos a otros machos. Las hembras, los esclavos y los aunoablantes (niñas, niños) no tenían derecho a voz, luego no tenían poder: no “podían”. Hoy día, con la ley d’Hondt, la mayoría es un concepto estadístico que solo sirve para reforzar el bipartidismo e inviabilizar las opciones minoritarias. En este sentido, se persiguen las propuestas supuestamente radicales (a la vez que se les da publicidad) no porque sean extremadas sino porque se crean espacios medios entre éstas y las de los partidos que gobiernan alternadamente y esos espacios medios son ideológicamente más problemáticos que los conflictos tradicionales, polarizados entre unas derechas que carecen de un otro y unas izquierdas que no lo son. Es en los espacios medios o en los núcleos críticos que surgen desde los movimientos “radicales” que se construyen posiciones alternativas reales, no sometidas al juego de las polaridades.
Esa posición crítica – que exige una escucha abierta y una sensibilidad extrema en relación con los otros de uno mismo – no le interesa al político porque él tiene un proyecto a priori que no es siquiera la realización de la ideología del partido ni el cumplimiento de las promesas electorales sino la satisfacción de las demandas de la máquina partidaria y sobre todo las de sus mecenas – los más interesados de todos.
Para poder representarse y ser representado como objeto de interés de la mayoría, el político tiene que operar na manipulación estética y ética. La manipulación estética consiste en manipular la forma como los demás lo perciben, lo leen, en trabajar su imagen de candidato. La manipulación ética, por su parte, tiene que ver con el hecho de que el político tiene que estar pendiente de su constitución como objeto de interés, desviando así la atención de sus lectores – y potenciales electores – relativamente a sus verdaderos objetos de interés, concretamente aquellos problemas que exigen soluciones políticas.
No llamaremos a esos objetos de interés el interés común, porque ahí precisamente se halla el error, sino que hablaremos del interés de cada lector-elector. Es en el corazón del deseo de cada uno que el político intenta instalarse.