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Mordaza de caballo

Un aspecto básico de cualquier régimen dictatorial es la censura. Se prohibe o, más recientemente, se cohíbe todo discurso que revele un conflicto y se inhibe cualquier acto que lo actualice y ponga en juego. Esta estrategia, la disuasión, es tan efectiva que los mecanismos que dictan la vergüenza por votar a la derecha, experimentada por cierta parte del electorado que se considera liberal o progresista, huella e infunde el temor a alzar la voz o la mano en contra de la injusticia. No importa si uno mismo es víctima de ésta y cómplice del crimen que es la actual dictadura financiera, también llamada deudocracia. En todo caso, el miedo cunde y alimenta la división hegemónica entre amos y esclavos, división que les hace a unos tan solícitos hacia otros que llegan a dejar de poder replicar y, sin réplica ni titubeo, abdican voluntariamente de su posición de sujetos; y allí donde uno pierde la capacidad de indignarse, allí abre mano de su dignidad.

Pero la censura en las actuales dictaduras del sur de Europa no pasa, al menos de forma directa y prioritaria, por la prohibición de hablar. Ella consiste más bien en hacer hablar. Vigilante e intrusiva, ella ataca con drones al igual que con cookies, entra en los lugares que habitamos y en nuestras ortótesis mnemónicas: smartphones, ordenadores, discos externos – y la Nube, ese nombre casi poético que esconde a una horda de Servidores alojados en lugares ignotos para nosotros pero accesibles a todo instante por quienes nos vigilan. Tan importante es esa solución carcelaria ya descrita por Foucault (el panopticon) e idealizada por Orwell (el Gran Hermano) que muchos consideran como el nuevo oro lo que ahí se encuentra custodiado: cantidades inimaginables de fragmentos de nuestro discurso y de nuestros movimientos. Cotizan al alza bajo el nombre de Big Data.

Allí nos enviamos, procesados, desde las redes sociales, buzones de correo electrónico, sitios de transferencia de archivos, discos de almacenamiento virtual, y allí nos quedamos para siempre gracias a las Políticas de Privacidad. Éstas no se refieren a la protección de nuestra intimidad sino, como su nombre apunta, a la privación cada vez más extendida y definitiva de nuestros derechos y libertades. La cadena perpetua que cumple ahí nuestro registro vital (Facebook le llama Timeline) es el negocio de Big Data, que suena escrupulosamente a Big Brother y recuerda que los datos son eso mismo: cosas dadas, contenidos gratuitos, información sobre nosotros a precio de crisis.

Se trata de indexar lo que es nuestra memoria al paradigma del archivo informático; de dibujar una alarmante continuidad entre la memoria del sujeto y aquella informatizada, de acceso aleatorio (RAM por su nombre en inglés: random access memory). Ese intento de captura total de lo vivido en código binario y de hacerlo propiedad de los amos de la Nube e instancias de control equivalentes – llamémosles Nubentes – se inscribe en la especialización de toda una industria de espionaje por parte de gobiernos y empresas privadas que melló el espacio de respuesta por parte del sujeto al identificar al poder democrático con el control de la población y al legitimar ese control como una forma de garantizar la seguridad pública.

Todo esto es mentira, como resulta evidente en casos como los de Esther Quintana y Juan Andrés Benítez, víctimas no solamente de la violencia policial sino además de su respaldo intitucional y legal. También esto se inscribe en un marco más amplio de reescritura de la ley a favor de la minoría gobernante, como lo demuestra la insidiosa, sesgada e inútil reforma constitucional española, que transforma una democracia en ciernes en una deudocracia sin fin anunciado.

El conflicto que la censura persigue e intenta neutralizar con las mejores intenciones no es, evidentemente, el de los antagonismos fáciles, los que dan pie al bipartidismo y al culto del fútbol, sino el que problematiza esas polarizaciones y extremismos debido a una posición justamente crítica y problemática. Por ello el poder promueve los procesos de negociación, de mediación de conflictos, de logro de consenso y otras ficciones de paz y entendimiento, tan injustas hacia las minorías y siempre incapaces de considerar que la diferencia del otro es irreductible e intratable. En un mismo gesto ágil y eficiente, se alejan de un plumazo cantidad de violencias y se les quita legitimidad de acción mientras se consolida y se vuelve casi familiar otra violencia, la ideológica. No se trata solamente de una violencia discursiva, ni mucho menos, sino de un dispositivo de producción de violencia, dispositivo centralizado, sistemático y militarizado, pagado por los contribuyentes para protegernos de nosotros mismos y de lo que nos queda de indignación y capacidad de respuesta.

La legitimidad de los gobiernos depende de nuestro silencio. Por eso hay que hacernos hablar, para que quedemos en evidencia, desnudos, para que se nos pueda denunciar y perseguir o al menos “seguir”. O para que aprendamos el respeto y temor a la ley, no como niños grandes sino como servidores que no dan problemas.

*

El psicoanálisis, añado, podría asemejarse a una forma de dictadura si favoreciera el libre discurso del analizante para luego influir positivamente sobre él. Es por eso que no puede, justamente, apoyar la catarsis o la función catártica del discurso en la sesión, ni apoyarse en la confusión de la función analítica con una función hermenéutica. La hermenéutica positiva, la hermenéutica “tout court”, entendida como activación de un aporte de sentido que viene dado por la expectativa del analista respecto del analizante, es una violencia real en la medida en que el analista abandona su función para instalarse en un registro ajeno – terapéutico, interpretativo, ideológico – que facilita toda clase de abusos. Que el discurso analizante no pueda ser censurado implica también que el discurso analista no pueda abandonar su lugar preciso. Pero bajo ningún concepto eso podrá ser objeto de vigilancia por parte de un colegio, asocación o gobierno; es el analista quien tiene la obligación de responder, en primera persona singular, por lo que diga y por lo que haga, si es que tiene que prestar cuentas de ello.

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