En un momento particularmente crítico para los lectores masculinos de Pornoterrorismo, Diana Torres visibiliza algunos aspectos del fisting, practicado por compañeros que frecuentaban el Eagle u otros foros socialmente segregados, en este caso madrileños. Esos espacios y otros que siguen abiertos a día de hoy, privados en cuanto a su gestión y exploración comercial pero semipúblicos respecto de las prácticas que acogen, habitualmente íntimas, y del nivel de exhibición que proporcionan, ofrecen efectivamente lugares de transición entre lo público y lo privado de los que disponer para esa y otras prácticas consideradas sexuales y, más concretamente, fetichistas o extremas.
Cerdos
No se trata de ostracizar, exotizar o fetichizar más aún a operaciones que pronto se vuelven prosaicas para quienes las llevan a cabo o al menos las visitan desde su imaginario, con o sin recurso al porno. La industria misma del ocio en la que frecuentemente se enmarcan y el tipo de lenguaje al que recurren, verbal y gráfico, reitera esas representaciones y observa un conservadurismo extremo. Hay una clara preferencia cromática por el negro y el rojo, a veces el gris y el marrón o los tonos “militares” y, menos frecuentemente, el azul y el blanco, siempre junto al negro. Duro, extremo, sucio y pervertido son algunos de los calificativos que los responsables de comunicación de esos locales suelen utilizar, y no se cortan ni un pelo a la hora de promocionar sus eventos. Es un discurso publicitario que, apoyado por el grafismo de páginas web y aplicaciones de referencia, hace mucho que se encuentra fuertemente fijado en las mismas fórmulas y lugares, amo de ciertas representaciones con efectos supuestamente previsibles a la vez que rehén de las ataduras del marketing.
Incapaz de renovar un discurso minoritario por vocación, pero cada vez con más adeptos ya que el capitalismo tiende a extremar lo que no le afecta para contener lo que lo de veras lo haría peligrar, el potencial subversivo de prácticas tales como el fisting o la tortura de los genitales queda convenientemente domado y sus representaciones acotadas por un universo imaginario altamente definido y corseteado.
Alcantarillas
Ya he hablado más de una vez de las afinidades entre estas y otras prácticas con discursos aparentemente tan dispares como la mística, el capitalismo o la lírica medieval que cantaba el amor cortés. Intenté poner de manifiesto la proximidad entre el sadomasoquismo y lo que sería un código de amor neocortés, entre el sexo a pelo o bareback y el caballerismo, y entre el sounding y una experiencia de descontiguación en un punto concreto del cuerpo físico que no deja de aludir a una descontinuidad de otro orden, espiritual si se quiere, de la falicidad.
Es ese valor precisamente, el de la falicidad, lo que la práctica visibilizada, entre otras, por Diana Torres, viene cuestionar. Al transformar sus cuerpos en dispositivos de placer subvirtiendo el primado de las funciones biológicas estrictas, los practicantes de fisting o fisteros, los que pasan de la pene-tración a la mano-tración aparecen como héroes o antihéroes de la masculinidad y de los roles en general, según la perspectiva desde la que uno mire. El caso es que me parece importante ahondar en un intento de contextualización de esa relajación de los esfínteres, y muy concretamente de uno, el del ojete, que sujeta la mierda garantizando su relativa continencia y, por otra parte, obstaculiza la entrada del objeto que sea por ese orificio que parece hecho, para muchos, a imagen y semejanza de una alcantarilla por donde solo se expulsarían los desechos sólidos del cuerpo.
Aduanos
En Por el culo, Javier Sáez y Sejo Carrascosa nos hacen ver, desde un divertido espéculo textual, la dimensión subversiva innegable de las políticas anales, ese conjunto de estrategias de cuestionamiento del patriarcado que pasan por mover de la periferia hacia el centro del goce sexual el resiliente, rebelde e intranquilo ojete. La puesta en cuestión de la supuesta unidireccionalidad de movimiento que pasa por ese orificio hace temblar de cólicos todo un discurso acerca del cuerpo y la organización social que negaban o veían con odio y horror la penetrabailidad del ojete, especialmente el del macho.
Esto tiene que ver con el hecho de que cuando el macho, de quién se espera que tenga polla y la use para la procreación y demás funciones de goce fálico, decide tomar por culo y gozar, según una visión misógina y condescendiente, “como las mujeres”, es decir, de una forma supuestamente reservada y silenciosa pero en realidad reprimida y silenciada, cuando el macho toma por culo, digo, deja mucho más al descubierto el moralismo patriarcal y sus violencias sistémicas. Grosso modo, porque esas visiones son efectivamente groseras, el ojete de la mujer es solo un aro más por donde hacer pasar la polla, aunque para muchos ese ya no sea el orificio natural porque es el de salida, de desecho, mientras el coño sería más noble porque de él salen el producto por excelencia de la mano de obra esclava: la mano de obra del futuro.
Ante tal nobleza del orificio coñil, que hace de la mujer no menos objeto del engranaje de producción y que se ve reducido a la condición de agujero que el hombre debe tapar y taladrar con ahinco, cualquier goce que no se produzca entre dos cuerpos que satisfagan esas condiciones de encaje, a saber, un macho y una hembra (macho con polla y hembra con coño, cómo no), cualquier goce que se sitúe fuera de esa ley que algunas llamamos heteronormatividad para desconcierto de teólogos y periodistas es digno de vómito e insulto, de persecución y muerte. No hace falta irnos a Rusia o Uganda para encontrar unos controles sociales del ojete masculino más severos y sanguinarios que los controles fronterizos. La vigilancia de las aduanas parece floja si la comparamos a la de los culos, nuestros aduanos, que solo hay que abrir para cagar.
Sin embargo
Sin embargo, si nos acercamos a los ojetes bien abiertos de los recibidores de puños, si miramos de cerca, anal y analíticamente, esos esfínteres relajados, nos damos cuenta de que esos modos de gozar, extremos, peligrosos e imorales para muchos, encuentran en el capitalismo no su habitat ideológico natural pero sí su mecenas indirecto. A semejanza del serosorting o selección de co-follante según su estado serológico en el sexo a pelo, de la incontinencia urinaria parcial en el sounding, la insensibilidad erógena en la electroestimulación o la cistitis en el fisting a cuerpos con coño, la incontinencia anal en el fisting – a cuerpos con culo, naturalmente – halla soluciones de continuidad en el sistema de salud, tales como las bolsas drenables de recogida de heces y la cirugía. Ésta, a la par de fármacos de regulación intestinal, también se aplican en el caso de megacolon agudo o crónico por exceso de enemas o lavativas o de retención muy prolongada y forzosa del líquido introducido durante las mismas, que suelen ser una práctica previa al fisting, proporcionando un plus de placer a la higiene ano-rectal y al vaciado de parte del intestino grueso.
Tanto en los casos de contagio vírico o bactérico como de infecciones y pérdida de sensibilidad como en los de incontinencia urinaria o fecal pueden encontrarse causas no asociadas a prácticas sexuales e incluso ser motivadas por “tratamientos” (la risperidona puede causar megacolon, véase Lim y Mahendran, Singapore Med J 2002 Vol 43(10):530-532), aunque casi siempre es muy preferible reconocer la causa exacta del sufrimiento – e insisto en escribir “sufrimiento” porque la pérdida de continencia de heces o urina u otras segregaciones, al igual que un contagio por VIH, la pérdida de erogeneidad, un prolapso o incluso la tortura y castración, pueden ser deseados y practicados y, mucho más importante a este efecto, obtenidos y vividos con goce eufórico o positivizado, es decir, como una satisfacción verdaderamente gozosa y portadora de lo que muchos llaman un sentido: un sentido vital para una misma, un significado que viene a ser un broche semántico de algún tipo para un sujeto determinado.
Un problema que siempre se coloca es: ¿y si lo que tengo no es lo que yo quería? Se entiende que lo que “yo quería” es lo que el “Yo” quería; es decir: no lo que deseo. Dicho de otra manera: ¿y si la he cagado?
Otro problema es el que vengo planteando: ¿hasta qué punto no acudimos al riesgo porque hay un seguro? Sin un sistema de salud que garantice una medicina curativa, que repare o trate un mal existente, realidad que se acerca para la gran mayoría y que ya es efectiva para quienes se encuentran excluidos del sistema público y no pueden costear el privado, sin ese sistema de seguros que cubre los siniestros humanos ¿hasta qué punto mantendríamos prácticas de riesgo? No se trata solo del fisting, por supuesto, ni de otras prácticas que la moral considera peligrosas, hediondas, vergonzosas. Si hay una moral que las denigre y condena es porque éstas son segregadas, como casi todo lo sexual, para soportar aquellos significados que a la metafísica le resultan insoportables por demasiado humanos. Así puede cierta burguesía criticar el materialismo y las principales religiones defender la vida mientras aquella sigue enriqueciéndose y robando, y éstas reprimiendo y justificando el odio, la persecución y la matanza. Pero estas paradojas, ciertamente mezquinas y alejadas de cualquier asomo de verdadero humanismo o ética, no deberían, creo, servir de pretexto para contruir ahí un otro al que criticar y perseguir, no solo porque estaríamos hablando y actuando desde el mismo lugar de resentimiento e hipocresía sino porque nos arriesgaríamos – de nuevo – a olvidarnos del sentido de responsabilidad que tiene cada una.
Es por ello que no nos podemos permitir – es mi opinión – confundir una sexualidad responsable con una sexualidad castradora, participando en un juego donde se puede probar de todo y hay que repetir las veces que se pueda. Se puede probar de todo, sí, si una tiene la capacidad de volver sobre una misma o de cuidar su nuevo lugar si éste ha cambiado. También se puede repetir bajo la misma premisa, y a sabiendas de que la repetición implica una variación de los sentidos y demás efectos que produce.
Juguetitos
Hay así no solo prácticas sino también posicionamientos que solo son posibles gracias al contexto creado por el capitalismo, y que por eso mismo podrían dejar de serlo, muy a pesar de muchos. Probablemente el mayor desarrollo de la medicina preventiva estará por suceder mientras exista el soporte de un sistema restaurativo o reparador que sirve de cojín a algunas prácticas de riesgo en su sentido más amplio. Ese cojín significa una contingencia, que son las condiciones para que esas prácticas se den, y una resiliencia, vale a decir, que una vuelva a la actividad productiva, entendida fundamentalmente como no-gozante: el trabajo. En este sentido, esas prácticas son el negativo o contraste que indica que el capitalismo es una ideología contraria al goce por excelencia, que por eso mismo tiende la mano de la satisfacción a través de la oferta del mercado.
Otro ejemplo de ello, a la par de esas prácticas que serían subversivas, son los juguetes sexuales en su mayoría. Ellos fomentan la estimulación de ciertos lugares o no-lugares del cuerpo, pero casi siempre referidos al cuerpo normativo, e incentivan la lógita prostésica del bien de consumo. El paradigma del juguete sexual es probablemente el consolador, cuyo nombre no deja de ser significativo. Lejos de permitir una liberación del sujeto respecto de los lugares comunes de la pornografía y demás discursos del amo, lo mantienen atrapado en una cartografía del cuerpo y de las relaciones (o no relaciones) sociales que son parte fundamental y plenamente operativa de lo que Foucault describió bajo el término de biopolítica. En última instancia, es cuando el cuerpo se vuelve dispositivo de placer que el capitalismo toma cuerpo, ya que encuentra en el cuerpo gozoso del esclavo su juguete por excelencia. No hay nada como abusar y sentirse aliviado por el goce de la víctima, goce relativo, por supuesto, y siempre bajo vigilancia.
Volver
También es posible que el psicoanálisis sea una práctica marginal – y extrema, sin duda – mientras se desconozca tan ampliamente la implicación directa que tienen los significantes en el sufrimiento y, más que eso, en el recorte fino y singular que dibuja el campo único de un sujeto. Pese a la superabundancia de síntomas, el imperio de la creencia de que “las palabras no curan” permite mantener aún como privilegio de pocos el descubrimiento de que cierta práctica de lenguaje puede curar efectivamente, y que curar también significa, entre otras cosas, volver a poder tener placer.