La diferencia entre la intuición y el concepto que está patente en la filosofía de Jean-Luc Marion no parece ser del orden de la escritura como la pudo haber entendido Jacques Lacan. La intuición sería un cierto conocimiento de que aún no se puede dar cuenta, es decir, que aún no se ha dado en una escritura, mientras el concepto sería lo que sí se puede escribir.
Sin embargo, una de las principales innovaciones de la filosofía de Marion, a saber, los fenómenos saturados, sería ella misma paradigmática de una falta en esa filosofía. Estos fenómenos, como explica detenidamente en De surcroît, van desde las cualidades de un vino o de un perfume, que se pueden apreciar y evocar pero no cuantificar, hasta la carne del otro (“la chair de l’autre”) o el fenómeno místico, para cuya experiencia faltan palabras. No se trata de un inefable absoluto ya que aquellas apreciaciones y evocaciones permiten describir un Resto del Objeto que es, muy concretamente, la experiencia subjetiva.
Esa experiencia tiene que ver ciertamente con la intuición, ya que el sujeto carecerá siempre de palabra para algún significante – aunque el humano es el ζῷον λόγον ἔχον : “animal que tiene la palabra” – pero además se las tiene que ver necesariamente con el concepto ya que incluso aquellas descripciones permiten clasificar a los fenómenos en aprecio. Por otras palabras, ni la experiencia es totalmente previa o exterior al concepto ni, por eso, la diferencia entre intuición y concepto estaría en la posibilidad de escribir cierta experiencia (fenómeno saturado) o intuición. Debo a mi amigo Albert G. el hallazgo de este elegante ejemplo de lo que quiero decir: el perfume Muscs Koublaï Khan de Serge Lutens, clasificado como un pelaje luminoso (“un pelage lumineux”).
Claramente, la intuición que ocasiona tal descripción – de cuyo acierto, por lo demás, solo se puede dar fe después de experimentar el perfume – está plasmada en un matema que, en ese caso, es una feliz secuencia de significantes. En efecto, esa secuencia articula un artículo, un nombre y un adjetivo pero también una cadena de sonido en un segmento discursivo con efectos que pueden tener algo de magia: “un pelaje luminoso”. Esta magia no es sino la del lenguaje operando según lo que Jakobson designó por función poética.
El concepto es una intuición matemáticamente lograda.
Así pues, la escritura no es posterior y ajena la intuición, sino que la intuición sería el más prístino y sutil de los efectos de escritura, y el concepto su realización inteligible, susceptible de ser comunicada – con todas las reservas que exige la idea misma de comunicación.
La experiencia del perfume, del vino, de la carne del otro (¿y de la propia?) u otras de difícil realización conceptual ya están comandadas por una escritura indeleble, por lo que son interpretaciones, aunque de una consistencia hermenéutica extremadamente fina. Esa escritura que preside o comanda la experiencia y proporciona la intuición es objeto de una reflexión compleja que admite distintas formas de acercamiento, pero yo le llamaría, para entendernos de un modo muy aproximativo, trauma cultural. Se trata, como la obra de un estilo (nombre del antiguo instrumento de escritura) o bisturí, de una hendidura, pero de una hendidura que atraviesa momentos y épocas para fijarse, en multitud de formas, en los sujetos que viven y modifican esos espacios temporales.
El trauma cultural, resultante de la concurrencia de múltiples discursos, de ninguna manera se confunde con la magia, que consiste las más de las veces en la atribución imaginaria de un efecto de real a un significante. Este significante se encuentra claramente en un plano simbólico, en el sentido en que se trata de simbolizar algo o tomar símbolos existentes, por ejemplo una palabra u objeto, que articulan algo que ya se tiene con algo que se pretende. Vale a decir: algo que está con algo que no está, no a la manera de un signo lingüístico sino como un intento de represión del concepto.
La magia, en el sentido indicado por los nombres de prácticas con sufijo -mancia (quiromancia, cartomancia, nigromancia…), actúa como un velo adicional sobre determinados campos semánticos desarrollando significados parásitos. La escucha del otro y su capacidad de razonamiento tienden a ser rebajadas ya que son un obstáculo a la credulidad, motor imprescindible para que el discurso de la magia y su dispositivo de desigualdad puedan funcionar como ejercicio de poder y alienación.
En el psicoanálisis pueden ocurrir, sin embargo, efectos que se revestirían de un carácter aparentemente mágico para algunos analizantes. Estos se pueden asociar, por ejemplo, como lo hacía Freud, al poder de ensalmo de la palabra, o también identificar con la sorpresa liberada por algún corte o retorno, es decir, por una apertura o un reconocimiento. En ambos casos, se trata de algo de difícil escritura pero de fácil ratificación, tanto por la permanencia del efecto como por la posibilidad testimonial muy particular que ofrece el análisis: la función-analista, al soportar la continuidad del acto analítico en la duración temporal, es también la que reconoce, desde la alteridad del cuerpo donde está encarnada esa función, el evento en la estructura subjetiva de la analizante que esta puede vivir como algo mágico.
Esa magia es la de quién descubre algo que estaba justo delante suyo, o de quién pronuncia en discurso propio lo más sorprendente y quizás aún lo más novedoso con una certeza inexplicable de que es eso la verdad para ella. El analista, si lo hace, no hace sino interrumpir el discurso del analizante en el punto a partir del cual la potencia del descubrimiento empezaría a hacer dispendio en un goce yoico de re-velación, es decir, en un nuevo desconocimiento.
Es por ello también que es muy cuestionable la identificación del discurso del analista con aquél, superyoico, de los poderes mágicos, que pervierte la transferencia en una expectativa alienante y el análisis en un “camino de búsqueda del yo”, de “crecimiento personal” o una “psicoterapia” que “trata” al otro como paciente indefinidamente patologizado. El análisis no puede crear dependencia ni independencia: la primera es una perversión del método analítico y la segunda un ideal neurótico.