121. Pasaron días y semanas sin que ocurriera nada susceptible de registro.
122a. La represión es la prueba de que entre memoria y recuerdo hay un abismo de sentido.
122b. El recuerdo es todo aquello de que el yo puede hacerse cargo, le guste o no, pero que no pone le demasiadas trabas. El recuerdo no impide que el ego se desarrolle: geométrico, macizo, calculado, hiperpotente.
122c. La memoria es la capacidad donde se va situando lo vivido, tanto lo que presta al cotidiano las razones más vitalistas como lo que le roba la gracia ligera de las consolaciones.
122d. Entonces se hunde el más fuerte de los egos al asomarse, como la visita más inoportuna, un reconocimiento funesto.
123. Mi ropa interior volvió a nunca estar manchada. Y sin embargo dentro de mí crecía un hartazgo, un tedio, una náusea. No le encontraba un nombre mejor.
124. Recordé como en el año anterior habíamos depuesto un garbanzo en un poco de algodón humedecido para días más tarde ver crecer una plantita. Dependiendo de dónde la expusiéramos, cogería más luz y crecería, o se mantendría a la sombra y acabaría muerta. Quise aprovechar los días de sol de un invierno que ya se despedía y volví a coger un garbanzo, esta vez de la despensa, y lo metí en un vasito de yogur vacío y limpio.
125. El urce en los campos cogía florecitas que se confundían con las amapolas. El campo, que se atisbaba desde el dormitorio de mis padres, parecía un tapiz espolvoreado de sangre, esperando el final siempre dramático de la cuaresma. Los viernes por la tarde hacían un via crucis en una capilla cercana por cuyas ventanas entraba un sol enfermizo. El penúltimo viernes, si no recuerdo mal, hacían una gran procesión por el campo, una verdadera peregrinación donde aquellas flores resplandecían como gritos incontinentes. Esa sangrienta visión, que siempre me parecía profética de algo terrible que debía ocurrir, se apaciguaba tras la puesta de sol, cuando los reflejos escarlata, que hacían resonar como un clamor las llagas de cristo, se dejaban intimidar por la caída de la noche oscura.
126. Ese año me fui a la procesión. No llovía y la noche se presentía tibia. El aire era como el de una habitación de hospital, aséptico y suspenso. Me enamoró la visión de alguien que me pareció un monaguillo, aunque no podía distinguir si era un chico o una chica. Llevaba en las manos un cirio como el pascual pero sin grabados, un cirio que parecía cruelmente pesado para tan delicadas manos. En su rostro, iluminado desde abajo por esa cera enorme y erecta, la luz inestable de la vela proyectaba unas sombras asimétricas que recortaban la faz en líneas fantasmagóricas.
127. Miré hacia el palio ya que no podía soportar tamaña belleza, pero la imagen que venía detrás – un ángel soplando por un cuerno – me produjo una angustia indecible. Mis temores, que se repetían año tras año por esas fechas taciturnas en las que mi madre siempre lloraba, se adensaban por el advenimiento de ese horroroso ángel, horroroso no por feo o desproporcionado, sino por el horror que literalmente me causaba su seguridad, la convicción con la que sujetaba el cuerno con la sola mano izquierda, los ojos bien abiertos y la mano derecha tendida hacia un lado del cuerpo, los dedos abiertos como flechas, un viento imposible alejando sus cabellos rizados del rostro impávido.
128. Ese horror se desplegó en un cristo que iba al lado, con sus llagas y sus partes cubiertas. ¿Quién me aseguraba, si yo no las destapara, que no era una mujer?
129a. Si ese cristo fuera una mujer, quizás no sería mi madre la única que yo deseara amar.
129b. Pero insistían en llamarle “hijo del hombre” y eso me permitía seguir amando a mi madre como la única mujer de mi vida.
129c. Y me permitió, por otra parte, dejar sin solución la pregunta sobre qué sexo tenía yo.
129d. Pero ¿acaso es el sexo algo que se “tenga”?
129e. ¿No será más bien algo que se cae?
130. Durante semana santa, mi madre se puso muy enferma mientras yo recortaba, con un alfiler sobre una esponja, algunos recortes de revistas. Primero marcaba el perímetro de un cuerpo pinchando los puntos alrededor, uno tras otro, y al final separaba ese cuerpo de todo lo que le rodeaba. Luego coleccionaba esos cuerpos y los guardaba en una carpeta grande forrada con una pana muy finita. Si eran muy grandes, lo que sucedía a veces, los doblaba para que cupiesen.
131. El garbanzo no dio en nada. Tiré el vaso de yogur a la basura como quién abandona a un supuesto amigo:
132. con pragmatismo y sin rencor.
133. Pienso que jamás podré poseer a mi madre. La veo demasiado enferma como para poseerla. Claro que esto es una tontería. Yo no sé qué quiere decir “poseer”. Esa palabra sale alguna vez en la televisión pero yo no quiero conocerla. Me pincho el dedo con el alfiler. Me lo vuelvo a pinchar. Y me lo pincho una tercera vez. A la cuarta, no puedo con el dolor.
134. Pueden quitarme la vida, pero no la muerte.
135. Ni a mi madre.