Amar a una mujer [114-120]

114. Inconscientes fueron sin duda los motivos que me hicieron enfermarme la noche del espectáculo. ¿No quería yo ver a Félix actuando en el circo? En eso habíamos quedado: que yo sí quería conocerle.

115a. Justamente: yo quería conocer cómo era él, pero secretamente prefería desconocer ese otro que él decía no ser pero que indudablemente también era.

115b. Un rechazo complicadísimo a toda forma de travestismo en los demás se representaba en mí como una sospecha de que ese robusto hombrecito se transformara en alguien que yo no soportara ver bajo unos maillots ajustados y con los brazos desnudos sembrados de purpurina.

116. Olía mucho a calabaza, o eso pensé. Hacía un mes que no era navidad y ya no era tiempo de calabazas pero el olor de las torrijas, con esa mezcla de azúcar de caña y canela, había despertado en mi memoria algo cercano a las luces del belén. Era pan que mi madre había comprado en demasía, pan de segunda, como le llaman en el sur, con un meollo mucho más denso y tierno a la vez. Pero mi madre había comprado demasiado pan porque contaba con unas visitas que finalmente cancelaron su viaje. No era porque no hubiesen venido que estaba llorando, creo. Tampoco era un llanto explícito. Me la encontré ese día dos veces, en distintos rincones de la casa, disfrazando con un pañuelo unas modestas lágrimas. Mi amor roto por sentir que no me defendiera de los hombres – mi profesor, luego mi padre bajo la lluvia – quedó restaurado en cuanto me dio a escondidas un trozo del pastel que sólo debería romperse el día siguiente. Era un pastel circular con un agujero en medio. Cuidadosamente cortó un trozo y luego juntó las extremidades del pastel reveladas por el corte, como si pretendiera disfrazarlo.

117. Era la hora de la puesta de sol y ya notaba algo de temperatura. Estaba febril. Temblaba. Mi madre me tocó largamente entre las piernas para ver si encontraba la raíz de la fiebre. Luego estuvo palpándome la barriga. “¿Te duele?” Encogí los hombros como quién no sabe pero seguramente con tal expresión de dolencia que mi madre continuó: “No deberías haber comido tantas torrijas. Ahora te haré una infusión de flor de naranjo.” Flor de naranjo, al igual que sopa de cordero, quería decir: estar enferma o enfermo. Más me enfermé al ver un programa de patinaje artístico que aquél día presentaban en la tele. Era como ver que no veía a Félix.

118. Me tomo un jarabe y unas pastillas. Mi madre me arropa. Aún trae en sus manos el olor de la canela. Tan pronto me quedo en la soledad, creo ver con los ojos cerrados al augusto Félix que está en ese momento actuando entre niños y luces. Es entonces cuando pienso cómo no será Félix, cómo será ese Félix que no es, y siento una extraña complicidad hacia mí recreándome en la idea de que mi fantasía es mucho más libre que cualquier realidad. Pero justo antes de dormir me asalta la imagen de un Félix que huye del campamento y viene a por mí, y nos vamos a algún lugar sin profesores ni padres. Solo el recuerdo de mi madre.

119. Dos días después volví a la escuela y Félix, todavía más moreno y rubio de lo habitual, vino decirme que me extrañara y que se iba. No me preguntó por qué no había ido a ver el espectáculo ni por qué había faltado a clase un par de días. Su rubio bigote le dibujaba en los labios una sombra particularísima mientras sus ojos destacaban, como proféticos luceros, en su oscuro y bondadoso rostro. “Me voy pero seguiré visitándote en tus sueños. Tú ya estás en los míos.”

120. Fue el último día que le vi.

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