Parlamen

Cada vez que se acercan unas elecciones, y sobre todo cuando solo sirven para legitimar a un poder que a veces cambia estrategicamente de rostro, una gran mayoría de espectadores asistimos de forma más o menos pasiva a la repetición de unas expectativas que no falla en suscitar la fe de muchos.

Se trata de una religión en toda regla: ahí están los mesías, cariñosamente torpes y cercanos, como para demostrar su humanidad, cometiendo errores que no ensombrecen sus promesas y visiones de un futuro mejor; ahí están sus sacerdotes, los seguidores más cercanos que componen algunos de los cuadros más representativos de la obediencia y la lealtad compradas con otras tantas promesas y favores personales; ahí están las ofrendas involuntarias, el saqueo a los impuestos para pagar toda esta procesión carnavalesca; y ahí están los fideles con sus debates ideológicos de a pie, sus espasmos de alabanza al líder querido o su ciega condemna a sus competidores. Más que una feria, parece una cursa de caballos donde la polla del equino favorito, transfigurada aquí en el discurso del candidato, juega un papel dominante.

La velocidad a la que todo ocurre, la remisión a una panoplia de símbolos viejos pero efectivos –o mejor dicho: viejos y efectivos– y la imposibilidad de detenerse en lo que sea por un solo momento crítico hacen viable la barbarie que es la votación. El día de la gran oblación, que por tierras cristianas cae casi siempre en el día del Señor, grupos de fieles se van confiados o escépticos a apostar por el caballo más preciado.

No nos engañemos: todos los caballos pueden ser igual de guapos, pero aunque veamos a unos menos cojos que otros, todos comen muchísimo, lo cual es puro derroche en tiempos de hambre, y todos cagan, por suspuesto, aunque su estiércol es mucho menos nutritivo para el terreno que el de la humilde vaca.

Ahora bien, me quedo con el razonamiento de los fieles y, en este caso, hablaré en tercera persona porque soy un infiel en tierra gobernada por inquisidores –con el beneplácito del pueblo, para más inri. Acostumbrada al feudalismo, a la persecución de las minorías, al obscurantismo religioso y en general a todo lo que se opone al desarrollo del pensamiento, a la sana convivencia con el otro y al relajamiento de ciertos esfíncteres, España, al igual que otras posdemocracias donde los ritos democráticos se han reducido a eso mismo –ritos para hacer ver algo que no existe– sigue celebrando cada elección como un sacramento fálico por excelencia: así como el rabo del potro se vuelve túrgido e imponente y el discurso del mesías se inflama y estira con el viagra de las multitudes, el pobre fiel se resigna a votar a lo grande: su inteligencia es modesta; sus aspiraciones, limitadas; su pobreza, vergonzosa; pero su ego es más desmesurado que el pene de un suino.

De toda esta zoofilia egoica no se salvan los que no votan porque no: pretenden ignorar una realidad sobre la que hay que actuar para modificarla y se retiran de ella como jubilados. Sin embargo, todos estamos atrapados en el mismo carrusel y, si no hay huevos para controlar los caballos desbocados, haremos el ridículo pretendiendo que ellos se marcharán por sus propias patas. Y no vale abogar por el autogobierno y cerrarse en comunas: el clan de los caballos sin ley, esos que están por encima de la ley porque la escribieron ellos, ya se autogobierna a perfección y no teme hundirnos en la miseria a todos los que no estemos para servirles. Eso se llama gobierno de corrupción.

¿Cómo no iba la ley electoral, instrumento preciso de conservación del orden de las cosas y de aceleración de su metástasis, ser una reproducción fiel del principio mesiánico, ese que depone en un supuesto enviado la esperanza, la responsabilidad y luego la culpa? La política imita mejor que nunca a la religión, favoreciendo el voto gregario, la resignación servil de un lamentable rebaño. Gracias a la ley o sistema d’Hondt –que suena casi como Sistema Tonto–, me compensa, teóricamente, votar a un partido mayoritario ya que cuantos más votos tiene un partido, tanto mayor la proporción de representantes elegidos. Claro que esto es un insulto a la idea misma de democracia, ya para no hablar de la falta de rigor que supone un sistema cuyo criterio es totalmente aleatorio, y desafío quién sea a demostrarme por escrito la no aleatoriedad de dicho sistema y la legitimidad matemática y política del mismo.

Así pues, un voto no vale “nada”, es decir, vale un voto. Si de verdad nadie creyera en el valor de ese voto, nadie se animaría a participar en la procesión dominical que culmina con la declaración de victoria del mesías d’hondtamente elegido y la catártica derrota de los demás candidatos, desde los aspirantes a mesías secundarios o mesías de honor (como en las miss) a los que nunca se presentaron como mesías, para quienes su derrota no es tanto algo personal –que también lo es, por la responsabilidad que asumen– sino algo más amplio, relativo a aquellos que quedan aplastados por una mayoritaria injusticia y aún más a todos a quienes la discriminación, la exclusión, la soledad, el desahucio, la hambruna y, finalmente, un insuperable agotamiento han podido reducir a la inanición, al abandono, quizás al suicidio.

Sigamos creyendo en los grandes mitos, votando a las grandes promesas, secundando a los mesías de cuello blanco. Pero después acordémonos de que fuimos nosotros quienes elegimos.

2 pensamientos en “Parlamen

  1. Pura verdad. Yo diria que las elecciones se han reducido a un espectaculo teatral donde los politicos són los actores, cadauno interpretando su papel peró parte de la misma compañia que al final de la noche se reparte las entradas (dinero público). El teatro sigue siendo propiedad de los bancos, sín teatro no se pueden hacer representaciones. Come se rompe este sistema? Quizas con la convinción que ya no necesitamos personas que nos representen, tenemos la tecnologia (redes sociales) para poder decidir entre todos lo que es mejor. Se llaman los expertos (de verdad) a discutir sobre cada tema (sanidad educación, energia, etc.) las posibles soluciones y luego cadauno vota la que le parecen mas oportuna.
    Me he perdido cuando hablas del sistema que es aleatorio…puedes esplicarlo mejor?

    • Hola Totò Ro, gracias por tu comentario. Me refiero al hecho de que, en el sistema propuesto por Victor d’Hondt, los cocientes de cálculo de escaños por número de votos favorecen de forma jerárquica al partido más votado, luego al segundo más votado, y así sucesivamente, premiando a los partidos mayoritarios y favoreciendo tanto la hegemonía de una concepción antidemocrática (el voto de unos vale más que el de otros), el bipartidismo y la posibilidad de que se produzcan mayorías absolutas y pactos de gobierno de los que quedan excluidos los partidos menos votados. Este sistema, aliado a la distribución de los círculos electorales, hace que dos partidos con el mismo número de electores puedan conseguir números de escaños muy dispares, lo cual contradice la idea de que haya una democracia representativa. Podemos preguntar qué criterio justifica a esos cocientes, aunque también habría que preguntar en qué se queda la idea misma de democracia. Esto nos llevaría a cuestionar el lugar común de que la democracia es el mejor sistema de gobierno, o el menos injusto, ya que tanto las proporciones de representatividad como la representatividad misma responden a criterios injustificados y manifiestamente promotores de desigualdad.

¿Quieres comentarlo?

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. ( Log Out / Cambiar )

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. ( Log Out / Cambiar )

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. ( Log Out / Cambiar )

Cancelar

Connecting to %s