Amar a una mujer [99-106]

Two Tahitian Women (1889) Paul Gauguin

99. El día siguiente volví a la escuela con la sensación de que no había pasado un día, tampoco un mes o una semana, sino un tiempo medio que yo no podía definir. El aire mismo, más liviano tras la lluvia del día anterior, se movía a gestos de brisa llevando a bailotear hojas caducas de otoño, y alguna que otra corriente de aire más tibio recordaba al mes de mayo cuando quiere anunciar el verano. No quedaba nada del olor de la lluvia en los caminos de tierra, pero en el cielo virginalmente azul se distinguían líneas fugaces trazadas por el vuelo de los insectos. Entre estos había una clara mayoría de moscas que, tras sus recorridos circulares y aparentemente sin sentido, reposaban en los montículos de mierda que los perros y alguna oveja extemporánea iban dejando a cada lado del camino. Las pocas palabras que pronuncié durante todo ese día, las dirigí al chico nuevo.

100. “¿De dónde vienes?”

101. Esta pregunta, pensé, no me aportaba la información que yo quería pero tenía la virtud de dejarle contestar como quisiera, incluso mentirme. Me parecería comprensible que me mintiera. Desde el día anterior había muchas más cosas que me parecían comprensibles, por muy crudas que me resultaran sus razones.

102. Soltó una carcajada. “Vengo de dónde vienes tú.” Le miré con incredulidad. “De la boca de mi madre, de ahí es donde vengo”, precisó, señalando un lugar de su cuerpo que no correspondía a lo que yo entendía por boca sino al lugar del que mi madre nunca me hablaba. Quizás, pensé, nunca me hablara de ese lugar del cuerpo porque era de ahí que salían las palabras. Pero enseguida me sonrojé por mi ingenuidad. Y luego sentí como esa sangre abandonaba de nuevo mi rostro al pensar que lo que antes era ingenuidad me quedaba ahora como imaginación. Así que preferí seguir pensando que mi madre tenía dos bocas, una de donde parecían salir las palabras y otra, oculta bajo la ropa, que hablaba de verdad.

103. “Lo que no sé es adonde voy”, volvió, como para interrumpir mi silencio. Le pregunté por qué no sabía adónde iba. “Siempre estoy cambiando de escuela porque mi familia siempre está viajando y no podemos quedarnos en ningún lugar. Si nos quedamos en un lugar, nos morimos de hambre.” Me sorprendió que alguien poco mayor que yo hablara así, como si hubiera vivido muchos años o viniera de otro país, un país lejano y con colores muy distintos. “¿Vives cerca?”, pregunté yo, acercándome también a lo que de veras deseaba saber: dónde vivía, dónde podía verlo fuera de la escuela, aunque fuera por poco tiempo y a escondidas de todo el mundo. Me di cuenta de que su presencia me llenaba de algo hasta entonces desconocido. “¿No sabes que trabajo en el circo? Hicimos dos espectáculos, nos quedan dos todavía. Estamos cerca del puente, en el descampado. Hay varias caravanas. Yo vivo en la que tiene más pegatinas y menos carteles. Pero no vengas a verme. Me matarían. Veo que quieres saber más de mi, ¿verdad?” Ni esperó a que le contestara, tan seguro estaba. “Será mejor que nos veamos en otro lugar. Tú eliges.” Me fijé que llevaba días con los mismos pantalones de pana y que al olor del tabaco se había sobrepuesto el de orina seca y no sé qué más. Seguramente es uno de los recuerdos más remotos y diáfanos a qué puedo referir mi menosprecio por el descuido de la higiene en las personas a las que amo. Menos, curiosamente, en mi madre, cuya suciedad yo no podría tolerar.

104. Le propuse que nos encontráramos cerca de un molino que había pasado el puente, tocando los límites de la población. Allí solo había fósiles, flores y el molino en ruinas. Pero el lugar era elevado y seguramente podríamos escaparnos algún que otro día por la tarde y ver la puesta de sol.

105. Sonaron desde la plaza, penetrando en la cocina, los megáfonos de los coches. Pasaron delante del Figuero, se detuvieron cerca de la pescadería y luego vinieron otros. Eran los coches de la campaña electoral. Mucho más llamativos que el circo, cantaban o gritaban consignas llenas de imperativos. Me ponía que alguien perdiera. Siempre me ponía del lado de quienes sospechaba que iban a perder.

106. La noche electoral no podía soportar tanta excitación. El partido que estaba en el poder volvió a ganar con mayoría absoluta y yo, que tomara partido por un partido ya casi inexistente, comprobé que apenas tuvo presencia en los resultados de esa noche. Se ventiló su desaparición. Mi gozo fue tan insoportable que recuerdo haber sentido algo semejante a un fluido que reventaba ciertos poros de mi piel para venir a la luz.

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