En el principio era la necesidad de comunicarse. Luego se representó, apoyada en el discurso publicitario, la necesidad de estar comunicable. Eran los 90. Los teléfonos móviles e internet lanzaban esa red de contornos imposibles por la que la mayoría nos queríamos dejar atrapar, no fuera que alguno quedara excluido de la “conectividad”, esa atractiva realidad tamizada por planes de tarifas y objetos casi totémicos, cada vez más desplazados de sus funciones iniciales.
En los móviles, la función de conectividad llega hoy a su paroxismo: hablar ¿para qué? si se puede enviar “mensajes instantáneos” y sobre todo, escuchar música, ver vídeos, jugar, sacar fotos, compartirlas, “estar” en las redes, “enterarse”. Es decir, por un lado se sucumbe al consumo exprés de lo que podríamos llamar Contenidos Vaciantes y, por otro, se justifica ese consumo de paquetes de datos –ya sea en forma de periodismo, cotilleo u ocio (todo es información)– por la creencia implícita en el Exilio Digital de la sociedad.
Se trata de creer que la sociedad existe sobre todo en cuanto realidad digital, como base de datos en un mundo hiperreal, e inevitablemente pasa por las relaciones informativas (con sus funciones económicas, lúdicas, necesariamente ideológicas) que se administran remotamente. Claro que para que esto siga funcionando hace falta transferir la sensación de que el dominio de las identidades digitales la tienen los usuarios de esas plataformas de identificación. Entonces ese dominio se representa como atomizado aunque los usuarios no tengamos ningún poder ni autoridad ni derechos sobre esas identidades o redes, por mucho que nos lo representen como si los tuviéramos y fueran gratis.
Pero uno siente que no puede quedar fuera, que tiene que enterarse y que, para eso, tiene que estar conectado. Compartir y participar devienen las dos caras de un mismo imperativo: garantizar cierta entereza frente a la atomización de los contenidos y las identidades. Al mismo tiempo, la conectividad abre la caja de Pandora de la sobreexposición. La popularización y la creciente especialización del porno demuestra hasta qué punto la sensación de privacidad supera a la consciencia de ser vigilado, mientras el exhibicionismo de unos encuentra en el voyeurismo de muchos otros un estímulo duradero y se desarrolla en forma de hegemonía pornográfica en los reality shows.
El viento del porno sacude la antigua moral burguesa para facilitar una nueva victoria capital: controlar el deseo de la mayoría, y su pensamiento. Unos cuerpos aparecen flirteando con el brillo vertiginoso de una visibilidad excesiva, son exhibidos en pantallas que aplanan su carnalidad y superficializan su discurso. No interesa lo que piensan ni lo que dicen, sino que aquello que dicen no produzca ninguna inquietud. La inquietud perturba la conectividad.
Esos modelos más bien involuntarios de no-pensamiento representan una asociación entre la deseabilidad del cuerpo y lo indeseable que es el pensamiento. No complicar es atractivo. Así pues, fijándonos de nuevo en las plataformas digitales de identificación, vemos que la facilidad de uso de las mismas contrasta con la complejidad de sus políticas de privacidad, tan abusivas cuanto ridículas (pensemos en Facebook, de cuya política se dijo ser más larga que la constitución de los Estados Unidos de América). Esas políticas unilaterales vinculan el contrato de uso firmado digitalmente entre personas anónimas (una compañía y tu IP) a la servidumbre de unas leyes muchas veces sin lugar que permiten, ante el gesto de un amo, rastrear, perseguir e imputar cualquier agente suficientemente perturbador del Orden Digital.
La gran eficacia de Facebook (podrían nombrarse otras redes, pero nombro a la más insidiosa de todas) reside quizás en la invisibilidad de su mercancía en cuanto tal y en la genialidad con la que se convirtió esa mercancía –el narcisismo– en un producto con un coste de producción casi cero y un elevado atractivo para sus compradores. Efectivamente, los usuarios producen y reproducen contenidos constantemente, transfiriendo toda propiedad intelectual para Facebook. La base de esa alienación es la práctica continuada de la exhibición. Al fin y al cabo, “compartir” no deja de ser un eufemismo para “exhibir”. Y las nuevas corporaciones de vigilancia como Facebook y Google trafican con algo que exhibes, que es tuyo pero que haces en “su” casa y por eso pueden vender a quien tenga cómo pagarlo: petrodictaduras, comunismo esclavista, imperialismo paternalista, etcétera.
Así pues, si la necesidad de comunicarse se ve inmiscuida por cierto exhibicionismo como una forma de exhibir un discurso alienado, la necesidad de estar comunicable es un producto no solamente del aislamiento de lo humano sino de la angustia de la insignificancia. Si el otro me llama, me busca, me quiere, entonces me siento valorada por su demanda: he entrado en el mercado de los contactos. Me vuelvo rehén de la aprobación ajena, de la necesidad de ser contemplada por el discurso ajeno, de que mi propia historia sea compartida.
Compartir el propio trabajo es un peldaño más en el sometimiento del pensamiento a la conectividad. Antes que el anudar intelectual está el desnudar para ser puesto en circulación, para ser leído y comentado, para estar conectado y comunicable. Existir fuera de la Red parece imposible con el cloud computing y los sistemas operativos, que cada vez más lo soportan: Mountain Lion, Windows 8 (el logotipo de Windows recuerda más que nunca a la ventana de una cárcel). Las aplicaciones aparecen sometidas a la conectividad, y los propios móviles, objetos perfectamente susceptibles de ser rastreados, concentran funciones de dispositivos que no eran localizables. Una guarda sus notas, sus documentos y su agenda personal en un dispositivo que la localiza, como una pulsera electrónica. Somos despertados por un aparato que dice donde estamos. Escuchamos música en un GPS que nos roba toda privacidad y todo anonimato.
Pero el punto de inflexión hacia la mayor servidumbre no estaría fundamentalmente en una u otra “solución” de software o de comunicación sino en la invisibilización del mensajero. Al hacerse invisible, el medio proporciona el mejor servicio a su amo y acerca la solución final, que el inglés hace sonar muy bien: ultimate solution. La solución final es sencilla: todo el mundo conectado y el sujeto dispensado.