Tan poco acertadamente cuánto pueda compararse, comparo alguna vez mi modo de escuchar a la analizante con el modo cómo la escucharía leer un libro colocado sobre un atril invisible a los ojos. Y si bien escucho lo que lee, no puedo dejar de notar variaciones en la línea que dibuja su habla, su discurso. Esas modulaciones, que son también pero no solo las que pueden describir la lingüística y la estilística –variadas elecciones lexicales y de registro, pronunciación, construcción sintagmática, entonación, prosodia, pausas y otros silencios– dejan entrever una diferencia interesantísima que es aquella entre lo que está en ese libro y lo que se está leyendo. Aquellas modulaciones, pues, que no son solamente fenomenológicas sino también susceptibles de intuición –más allá de lo que está descrito y disciplinado por aquellas disciplinas– ofrecen la visión no física pero de algún modo material de lo que da soporte al libro de la analizante.
Modulación deriva de módulo, que quiere decir pequeño modo. Ese sufijo latino, -ulus, que ocurre en palabras como habitáculo, vesícula, monóculo, canícula, ósculo, ridículo, película… y otras que no terminan necesariamente en culo o cula, como válvula, óvulo, familia (conjunto de fámulos), prostíbulo. Cada una de aquellas modulaciones pueden ser entendidas como un espéculo (pequeño espejo) que proporciona especulaciones (pequeñas imágenes en reflejo) que, a su vez, configuran una retícula singular que es el modo de habla de esa analizante (que ese modo sea más o menos propio no depende de un discurso externo o extrínseco, con función disciplinaria, como serían la ley, el buen gusto o la moda y la moral).
Los modos del habla no son solamente la neurosis y la psicosis y sus modos-contraste, la perversión y la fobia, sino que estos modos y la forma de entenderlos suponen ya una construcción discursiva compleja que es la teoría. Concretamente, se trata de la teoría analítica que, yendo más allá de la resistencia a la interpretación, se establece y desarrolla más acá de la interpretación. Así pues, la teoría analítica, que no puede perder el nexo con los discursos (de) analizantes, permite ciertamente construir posibilidades mediante, por ejemplo, la elaboración de significantes operatorios tanto a nivel conceptual como clínico. Sin embargo, algunos de esos significantes –sobre todo aquellos que operan más bien a nivel conceptual, como sean los modos del habla– solo sirven para comprender cómo se distribuyen las modulaciones percibidas en el discurso de la analizante en aquella retícula que es su modo de habla singular. Esa distribución, aún así, es una organización especular que solo refleja la puesta en escena o actuación de la estructura subjetiva en la sesión de análisis; de ningún modo puede ser entendida, al menos en un primer momento y sin la toma de distancia que ofrece el paso analítico, como una manifestación transparente del sujeto del inconsciente.
Las modulaciones –que, hay que tener presente, son todo aquello que deja entrever el importantísimo diferencial entre lo que está en el libro y lo que se lee de ese libro– corresponden sensiblemente a lo que Freud llamaba las formaciones del inconsciente, pero quiero llamarles modulaciones para insistir en su relación de estructurante dependencia con un modo de habla singular. Con esto no quiero afirmar ni sugerir que unas formaciones como fuesen un olvido de nombre, una ocurrencia graciosa, un lapsus linguae o una ensoñación en vigilia o durante el sueño no tuvieran relación con una histeria o una fobia o un fetichismo o, en términos de categorías más generales, con una neurosis o una perversión. Sí quiero acentuar que estas categorías no son formas generalizables ni siquiera susceptibles de inferencia a partir de unos supuestos indicios en el discurso del analizante en los que se reconocerían rasgos de otros casos. Pero esta práctica de la psicología que consiste en atribuir a unas construcciones teóricas generalmente alienadas o ya muy alejadas de la casuística el estatuto de abstracciones aplicables a la comprensión del discurso de los pacientes (como elementos de una hermenéutica), y de atribuir a ciertas categorías el rango de elementos de diagnóstico en el sentido más estadístico e ignorante del término (el que ignora al analizante mismo en su alteridad irreductible) no puede menos que ser rechazada en el psicoanálisis. Otra cosa sería rechazar la psicología u otros campos muy diversos del saber, como la quirología y la informática, que organizan sus dominios de unas maneras y con unos métodos que pueden ser susceptibles de estudio e interés.
Tampoco encuentro elementos suficientes en su obra para argumentar que, para Freud, la neurosis o la perversión son formas y, menos aún, formas de un discurso, las cuales estarían indicadas por determinadas formaciones del inconsciente. Más bien, en el caso de la neurosis, habría una formación típica que sería el síntoma, pero ya aquí se nos plantean al menos dos problemas, que son la idea de que hay formaciones típicas (que pueden ser generalizadas abriendo la vía a no considerar suficientemente al sujeto) y las incoherencias de un sistema que parece perseguir cierta coherencia (la función del síntoma en la psicosis ¿la tendría la creatividad? y en la perversión, ¿sería la angustia esa formación que viene –si viene– perturbar el deseo-del-otro-desconsiderado?). El uso de las formaciones del inconsciente por alguna psicología es un uso hermenéutico y por tanto, como diría Umberto Eco, un abuso.
En efecto, en la medida en que la psicología –del que Freud no deja de ser un representante, aunque también un transformador– tome como fundamento un diagnóstico y como método unas herramientas que deben responder a criterios de eficiencia terapéutica, su acción será perversa. ¿Qué título podría justificar que un sujeto asuma acerca de otro un conocimiento determinado sin que haya podido escuchar siquiera la alteridad en ese discurso que le llega?
El diagnóstico se ha convertido, en muchos casos, en una presunción de conocimiento acerca del otro que lleva la marca indeleble de una presunción de culpa: culpa por no hacerse responsable de una falta de conocimiento que no se toma, muchas veces, como punto de partida para una escucha cualificada y abierta ese otro conocimiento que viene en palabras, síntomas o cualesquiera significantes que sería mucho más fácil leer con la ayuda de una guía de enfermedades, disforias, trastornos… taras –porque en realidad se trata de tratar al otro como defectuoso, deficiente, carente de unos servicios sanitarios con los que se comercia como con cualquier otra mercancía-fetiche. Pero cuánto se alejaron esos manuales de taras del libro del inconsciente, ese del que cada uno guarda, sin tener que saberlo, su ejemplar único.