Desfiguración y exterminio

"The martyrdom of saints" by Leandro Demori @flickr

El rostro es lo nos que impide de matar.
Emmanuel Levinas, Ética e infinito

A lo largo de la historia encontramos varios casos de desfiguración orientados a representar como indeseables aquellos que determinado sistema de poder necesita excluir. Volver indeseable es no solamente convertir en objeto de sospecha aquél al que se tacha de culpable, u objeto de lástima quién es rebajado a la condición de víctima; volver indeseable es negar lo otro como objeto de deseo, apartándolo de los circuitos de la libido, reduciéndolo a algo menos que un objeto. La cuestión de la exclusión, que pasa a menudo por la construcción de fobias colectivas, no es baladí; en efecto, excluir es una condición necesaria de supervivencia de cualquier sistema injusto. Así pues, aliada a esa injusticia sistemática, no sorprende que haya podido asumir formas radicales de desfiguración del otro y promover inequívocamente su exterminio.

La desfiguración o denigración permiten transformar inocentes en sospechosos, por ejemplo inventando significantes somáticos (situados en el cuerpo) y provocando asociaciones entre estos y significados discriminatorios o directamente degradantes e incriminatorios.
La Inquisición fue un ejemplo claro de elección casi indiscriminada de chivos expiatorios por parte de una institución que en aquél entonces ya apenas conservaba algo de su sentido fundacional. Todo lo que sus mediadores consideraran desviado de una doctrina de la que ellos mismos eran los intérpretes y ejecutores, todo eso debía ser excluido. Figuras como la bruja, el sodomita y el hereje se convierten en blancos ideales para las representaciones y prácticas desfigurativas, las cuales encontraban su mejor expresión en las torturas con desfiguración (como el uso de la “virgen de hierro” y la “santísima trinidad”, dos instrumentos de llamativa sofisticación sádica) y con exhibición pública u otro tipo de humillación de impacto visual (la “cuna de Judas” o las jaulas colgantes).

La criminología en su fase positivista buscaba rasgos físicos comunes a delincuentes y criminales para luego construir inventarios o catálogos de significantes de una identidad-tipo del criminal. Pese a que su máximo exponente, Cesare Lombroso, desarrolló este método con una absoluta falta de rigor que queda patente en su estilo de escritura, contribuyó a la construcción de un nuevo ideal negativo, condenable, una perfecta “cabeza de turco” idealizada pero tangible en sujetos a veces sumariamente condenados con base en criterios aleatorios.

Las prácticas que reciben el nombre de limpieza étnica, por la idea moral y racista de suciedad que se impone a la comunidad que se pretende identificar para excluir y luego exterminar, son deudoras del antiguo problema del eugenismo. Esa creencia de que el hombre puede ser mejorado encontró en Adolf Hitler y Slobodan Milosevic dos de sus más oportunistas seguidores. Los genocidios que orquestaron son ejemplos inequívocos de desfiguración a gran escala.

De las últimas décadas del siglo XX hasta hoy, y sin que las formas anteriores de desfiguración pierdan su actualidad, se verifica otra forma de desfiguración masiva en el bioterror, del que encontramos el primer ejemplo célebre en el agente naranja lanzado indiscriminadamente sobre poblaciones enteras del Vietnam por tropas del ejército estadounidense. La misma empresa que lo produjo es a día de hoy líder mundial en la producción de semillas y especies vegetales y animales genéticamente modificadas entre cuyos efectos se han denunciado malformaciones graves entre niños, especialmente en países como Iraq y Pakistán.

Pero si acerca de los plantíos biotech no se ha podido demostrar cabalmente una eficiencia dañina para la salud humana y de los ecosistemas (quizás porque un reducido grupo de multinacionales controlan el “consenso científico”), los accidentes nucleares son innegables fuentes de enfermedad y muerte.

Se trata de aplicaciones directas y extremas de la biopolítica –entendida, más allá de los términos foucaultianos, como violación institucional y continuada de los cuerpos. La desfiguración reconstruye el cuerpo victimizado como objeto monstruoso y suspende su humanidad. Lo desubjetiviza. Lo vuelve carne espectáculo, pero de un espectáculo que, contrariamente a los autos de fe, nadie –o muy pocos– quieren ver.

Aparentemente, es más fácil matar a alguien que no tiene rostro, o cuyo rostro se ve desfigurado o está representado como deforme porque la figura y sus cánones de normalidad, belleza, adecuación, etc. significan, más allá de unas proporciones enigmáticamente convenidas, una falsa autoridad vitalista que se impone; pero esa imposición no tarda en enseñar su rostro más mortífero.

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