Grasa
Decía un amigo: “está muy buena; lo que pasa es que es malísima; lo que pasa es que está muy buena…” La idea de la grasa y sobre todo su aspecto producen sensaciones no siempre inequívocas. Pensando solamente en el cuerpo y en la comida, la grasa puede ser buena o mala. Sobre la piel grasa es más habitual el aparecimiento de alteraciones percibidas como imperfecciones y molestias, pero en ella el envejecimiento es menos visible. La grasa que se siente como excesiva (los quilitos de más) o la llamada grasa localizada no es buena ni mala, o es ambas; mala, por ejemplo, para quienes la vivan como indeseable, pero buena para quienes la desean o son deseadas porque la poseen. Sabemos que el Renacimiento supo apreciar las carnes gordas y seguramente en todas las épocas históricas encontró sus amantes la grasa corporal. La figura del “gainer”, el que engorda para sentirse más deseado, o la del “chaser” que lo busca, son notables ejemplos de cuán admirada puede ser la grasa superflua (y a veces nociva) al funcionamiento del cuerpo. La grasa también es gracia.
Recientemente, varios medios se hicieron eco del supuesto descubrimiento de la grasa como sexto sabor identificable por las papilas gustativas demás del agrio, el dulce, el salado, el amargo y el umami o sabroso (proporcionado por un “potenciador de sabor” como el glutamato monossódico). Lo grasiento no tendría garantizado per se el significado ni el efecto de delicioso, sino que sería algo perceptible. Bueno o malo, eso depende de otros factores. Salvo la mantequilla y las margarinas, la grasa caliente o líquida suele ser más apreciada que la grasa fría o solidificada. Pero pocas personas quieren engordar, lo que confiere estatuto de excepción a los “gainers”, verdaderos héroes de la grasa. Aunque puede aparecer en la alimentación como un elemento apetitoso, la grasa puede ser percibida enseguida como desecho y suciedad. Ahí entra toda la narrativa de los poderes desengrasantes que tienen los detergentes lavavajillas.
Esa idea de quitar que se pone por delante como virtud, como es típico del pensamiento detergente, ya se trate de terrorismo estatal o publicidad a lavaplatos, aparece discretamente en el significante obeso, que podemos leer como ob-eso, lo que le quita a eso, algo que se puede leer inversamente en la obesidad como una capacidad de retención (como es la represión o, sencillamente, la retención de heces). De este modo, la ob-esidad sería cercana a la ab-yección desde el punto de vista hostil, el que persigue estéticamente o de otras formas al peso excesivo – no para el bienestar de quién goza de él sino para quién no tolera ese hipotético exceso en el otro. La idea de exceso se reafirma, en la grasa, como abyección, condenando muchas y muchos a una discriminación que, antes de ser social, es ya del significante.
Se me ocurre invocar a Joseph Beuys, cuyas obras de arte, profundamente grasientas, desprenden una belleza que pocos pueden reconocer. Unos no pueden soportar su inmediatez para los sentidos, quizás, mientras otros podrán tener presente algún recuerdo no muy lejano al de Jorge Semprún, quién dijo no poder olvidar jamás el olor de la grasa humana quemada. Asociación escalofriante pero que tiene el valor poético de nombrar, por metonimia, a la humanidad como grasa. También la grasa es gracia.