“Cuanto más poético, más verdadero” – afirma Novalis. El dominio de la poesía es el dominio de la palabra, por lo que lo poético es lo que lleva en sí la infusión de lo pronunciado. Al escribir, lo dicho se ve ampliado y al mismo tiempo sepultado por el acto mismo de escribir, que entrega el enunciado al silencio de una espera. Sólo la lectura puede rescatar especulativamente lo que en otro momento se reflejó.
Así, la pérdida del momento enunciativo, su entrega vaciante en el acto de escribir, permanece como hipótesis de simbolización de un presente que no existe jamás. Decir es perder. A más palabra, más depuración. Por eso se refirió Mallarmé a la escritura como eliminación: “No he creado mi Obra sino por eliminación, y cualquier verdad adquirida no nacía más que de la pérdida de una impresión que, habiendo relumbrado, se había consumido y me permitía, gracias a sus tinieblas desprendidas, avanzar más profundamente en la sensación de las Tinieblas Absolutas.”
El designio poético, uniendo así en su origen la oscuridad del deseo y las tinieblas de la escritura, se manifiesta como no-luz, como algo que es precisamente no del orden de lo fotográfico. La ocultación es el modo de revelado propio de la poesía. ¿A quién podría interesar una palabra tan infernal como la poética, sobre todo la que se empeña en rascar la carne imposible de lo Absoluto? Me refiero a la poesía simbolista, que no puede interesar a la mayoría. Por el mismo orden de razón, el análisis no suscita adhesión al modo de un reclamo publicitario: en el análisis no se hace visible lo invisible metafísico sino lo que el Yo pretende no ver. Algo que puede ser infernal y decisivo. ¿Y quién quiere tomar decisiones?
Mas no se puede huir del deseo de forma indefinida, en ningún sentido: ni para siempre ni de tal forma que no se esté definiendo ya en la fuga misma el rostro terrible del Quiero. En cualquiera de las formaciones legibles del Inconsciente es reconocible el atramento de la arista donde la articulación esencial del sujeto abandona los límites de la castración para comenzar un reconocimiento dialéctico de la falta. Aquella que encuentra su dialecto ya va camino a su designio: la palabra es la carne donde el Inconsciente tatúa su fin poético.