Afirma el Comité Invisible, autor colectivo del manifiesto L’insurrection qui vient, que está del lado de aquellos que se organizan. Lo que les da es, antes incluso que una suma de argumentos, el argumento primero, implícito pero pactado, sin el que no hay discusión ni acción: la toma de palabra.
Sin palabra explícita pueden haber movimiento humano y asociación pero no puede sostenerse el movimiento consciente que permite que el colectivo no sea solamente la realización de un imaginario de comunión sino una dinámica de intereses subjetivos que se ponen en juego con todo su potencial de conflicto, transformación y desplazamiento.
Uno encuentra por eso significantes que aparecen como “palabras nuevas” (como indignadanos, que da nombre a un artículo recientemente publicado por Baltasar Garzón) o como expresiones para describir nuevas experiencias, fenómenos, coyunturas, anhelos, formas de percibir lo real o de situarse en él, frente a él y muchas veces en uno de sus límites.
No pretendo para nada determinar significados sino recoger algunos de los significantes de este indialecto para iniciar otro tipo de articulación en el modo como se están debatiendo cuestiones fundamentales para el diseño del sujeto en su destino. Según como se hable del sujeto, así podrá el sujeto hablar de sí mismo y así le hablará al sujeto el lenguaje mismo. Por eso la elección de cada significante es vital y por eso una mala elección podría ser mortal.
En “La privatización del conflicto social”, Paco Roda se refiere al sujeto en crisis individual. Aquí es posible leer un sujeto cuya individualidad está en un punto crítico, quizás por imposición desde fuera de unas condiciones fracturantes que dividen objetivamente al sujeto de una forma que no es la de su división esencial por la falta a la que está ligado su deseo (del otro), sino una fragmentación de su capacidad crítica y por tanto de una facultad sin la que es muy difícil concebir una posición realmente propia, subjetivada.
Esa fragmentación, en la medida en que desenlaza al sujeto del otro y sencillamente lo anuda confusamente según un orden importado desde fuera hace que el otro solo sea importante, precisamente, en la medida en que aporte algo a la lógica de acumulación de un superyó ambi-cioso (celoso de hacerse con algo más, siempre más y siempre algo que no sabe exactamente qué es). Así se abre paso lo que en el mismo texto aparece nombrado como lucha de clases horizontal:
“La crisis ha agudizado la individualización de las conductas personales y sociales. Ha desplazado la lucha de clases vertical hacia una lucha entre pobres de carácter horizontal. Ese 40% de la población desajustada o endeudada, o en la precariedad, busca culpables en su propia clase individualizando un conflicto social, generando chivos expiatorios en sus propios contextos relacionales y productivos.”
Por otra parte, cabría pensar quizás como alternativa al “gobierno de las voluntades” (aún en el mismo texto) en el que consiste el estado de terrorismo vigilante, en una deseducación o desviación relativamente a comportamientos selectivos y excluyentes heredados como moralmente correctos. Se trataría de inventar formas de exclusión responsable respecto de un estado paranoico que aterroriza y vigila a la vez, que afirma proteger a los suyos ante los extranjeros (como si la nacionalidad fuera una propiedad) y a los complacientes contra los insumisos (como si la patria, como un padre autoritario, mereciera más respeto que la dignidad del que lucha por su autonomía). El gobierno desde la pluralidad y de la diferencia no solo es posible sino que es el único donde es posible decir “yo quiero – tú quieres – nosotros queremos” en lugar de callar tu voz, decidir lo que es bueno para ti y hacer que tú te creas que lo has decidido, desplazando tu idea de libertad hacia un fantasma miserable que se mueve entre fábricas y oficinas llenas de esclavos y tiendas y locales de ocio donde uno puede intercambiar su remuneración por una divertida anestesia.
Ciertamente ha contribuido a este “estado de malestar” – que es la psicopatología sistémica del Estado de Bienestar – la meritocracia institucionalizada por los gobiernos dichos democráticos (legitimados por leyes electorales que ellos mismos escribieron). La meritocracia impulsa la idea falsa de educación como inversión: inversión que uno tiene que pagar con la honra y la deuda hacia los padres o tutores, los profesores y los bancos o otras tantas instituciones que subvencionan con becas unos proyectos que quedan huérfanos de subjetividad desde el momento de su mecenazgo. La obediencia a las instituciones de enseñanza encuentra su coronamiento en la sacrosanta universidad del pensamiento único, que aparece explícitamente asociado por Carles Fons Poquet al neoliberalismo en un texto de su blog Lento pero viene.
Que la universidad sin diversidad es un despropósito ya lo sabrían sus fundadores, por muy orientadas a la teología que fueran algunas de las primeras universidades europeas, pero su tendencia hacia la universidad de pensamiento y la cooptación de las diferencias (de opinión, de método, de interés…) bajo las alas de su imperialismo epistemológico es perfectamente reconocible desde el XVIII con la importante reforma que tiene lugar en las universidades. Tras la redistribución y separación desastrosa de las disciplinas, que la ficción posmoderna de la interdisciplinaridad cuestiona de forma caricatural e inconsecuente, podríamos situar la contra-reforma de la universidad en su definitiva mercantilización desde la primera mitad del siglo XX hasta llegar al crimen pedagógico organizado: la venta de la academia al capital y la capitulación ante el interés privado. El deseo de conocimiento yace bajo la promesa delirante de productividad y eficiencia. No extraña que el entusiasmo de los estudiantes, de quienes se esperaría quizás un deseo de saber, quede totalmente sometido a una miserable pulsión de reproducir.
En este sentido me resulta muy atractivo pensar en un sentido muy amplio para la agroecología, de la que nos habla Gustavo Duch – con entusiasmo y conocimiento – en su artículo “Agricultura anticrisis“. Aún estando “fuera” de la ciudad, el campo aparece cada vez como más cercano, y no porque los gobiernos demo-autistas hayan hecho mucho para diseminar el conocimiento de formas de vida más solidarias, sostenibles y respetuosas con la tierra y sus habitantes (tanto los que viven cerca como los que no). Si pensamos el campo como el campo de lo posible, la agroecología podría ser un nombre para esa actitud de situarse uno en una vía de equilibrio respecto de eso a que llaman recursos, como si fueran consumibles, cosas que gastar. Esos recursos naturales que en definitiva son la tierra, nuestra gran casa común en el espacio, guardan también una relación profunda con el lenguaje, esa otra casa que permite a lo humano percibir el espacio como un lugar donde ubicarse (y donde uno, mejor o peor, ya está ubicado).
Esta proximidad entre el campo y el lenguaje no viene solamente de Martin Heidegger sino que viene ya por lo menos de la doble concepción de cultura que tenían los romanos: colere agros, colere litteras – cultivar los campos, cultivar las letras. Expresaban así negativamente cuán insostenible puede ser la vida si se pierde la unidad de la producción con la creación, de lo natural con lo cultural, del cuerpo con el pensamiento, de las cosas con sus nombres. Y eso no es decir que no haya qué discernir, sino que la creación es una producción, que los modos como lo humano se relaciona con la tierra son hechos culturales primordiales, que el cuerpo es inteligente y dialectal y en eso es específicamente humano, que en rigor no hay lenguaje fuera de un cuerpo, que el significante no es una palabra en una cadena sin sujeto sino que más bien “el significante es lo que representa al sujeto para otro significante” (Lacan, Écrits: 819).
Hablando del campo como campo de lo posible, quisiera todavía convocar a otro artículo publicado en ATTAC, “Islandia: más allá del posibilismo“, por Eduardo Lucita, integrante del colectivo Economistas de Izquierda, concretamente a la expresión política de “lo posible” o posibilismo a la que el autor tiene la sabiduría de no oponer el nombre de lo que sería la otra política, singular y autista como las que pusieron de manifiesto el carácter endémico de la acentuación de las desigualdades y del empobrecimiento de la mayoría en un sistema que premia la patología de las verticalidades. Esta patología se despliega en la edad capitalista como conservadurismo moral (mis acciones son mejores que las tuyas), la lógica de acumulación (yo tengo lo que tú tienes y algo más) y depredación (tú no tienes lo que yo tengo), las estructuras jerárquicas (tú no puedes más que yo), la competencia (ni siquiera como capacidad de igualar o emular al otro sino como visión del otro como competidor que hay que superar y usurpar, incluso a precio de eliminarlo). Aquellas verticalidades, estructuradas de forma piramidal (la connotación con las estafas se ajusta aquí como un guante), hacen visible solo lo que ha llegado arriba con anterioridad, imponiendo al sujeto la aniquilación de su palabra bajo el altricidio de la autoridad.
El nombre del padre (nom du père) niega (non) y mata el otro (el de la madre, el de la mujer, el del hijo, pero en cualquier caso el del otro, de la singularidad: nom du pair). En la política de “lo posible”, la que mira hacia arriba (desde abajo, con-sumisión), el padre (père) es el que siempre gana y por eso, porque fatalmente se ha situado en la lógica del depredador, es el que siempre pierde (perd). Cuando uno deja de mirarlo con sumisión filial y se hace con su misión subjetiva, el padre está perdido. También un padre se queda huérfano, y también el poder se queda huérfano de sus posesiones y posibles cuando uno y más de uno se afirma desde fuera y entierra su sumisión bajo una lápida con un mísero nombre de padre.
La fraternidad es una posibilidad de hijos y por consiguiente es el nombre de algo que algún padre hizo posible. Quizás por eso se ha vuelto difícil creer en ideales revolucionarios. Es más factible el abandono progresivo de las políticas de identidad – porque un abandono no es regresivo, no acomete contra lo nuevo, sino que se deshace de lo inoportuno para avanzar en el conocimiento de la diferencia sexual, que poco tiene que ver con las políticas de identidad, aún con las más “alternativas”. Creo, desde mi punto de vista, que está bastante más cerca de algo a que remite un significante en el texto de Éric Toussaint “Ocho propuestas urgentes para otra Europa“: solidaridad. Lo que en mi lectura permite ver una relación íntima entre la diferencia sexual y la solidaridad, es decir, entre lo que pueden significar una y otra para mí, es mi experiencia de una y de otra (o de una y de una) como intrínsecamente dinámicas y extrínsecamente dialogantes.
Es cuando rechazo que me pongan un nombre cualquiera, que me digan lo que soy o quiero, o que me identifiquen acríticamente con este o aquel género, sexo, color de piel, nación u otro colectivo o categoría de cualquier tipo que mi definición se vuelve imposible fuera de mi subjetividad y mi identidad deja de ser posible sin atender a mi diferencia. Y si esto me sucede a mí, entonces puede sucederle a otro, no por una lógica de reproducción o imperativo científico (de que un fenómeno tendría que repetirse o ser observado más de una vez para poder ser considerado) sino por el hecho estructural de que el otro es sujeto.
Creo, por eso, que las personas que no se identifican y conscientemente se resisten a hacerlo actúan de forma solidaria: están dando paso a la diferencia sexual del otro y a que el otro también pueda aparecer como sujeto, en la emergencia del deseo.