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“La paradoja sigue siendo que aquellas personas que desean llevar a cabo procesos de transición deben someterse a un diagnóstico y que cualquier diagnóstico de este tipo al mismo tiempo patologiza a la persona o a su condición puesto que tiene como objetivo implícito o explícito la normalización.” (Judith Butler, “Prólogo”)
 
 

Adam Dahl: “Está bien ser transgénero – o no serlo.”

 

En el prólogo a la antología El género desordenado. Críticas en torno a la patologización de la transexualidad, Butler identifica tres “dilemas”: el primero, que la demanda del diagnóstico patologiza al demandante; el segundo, que es necesario considerar los efectos psíquicos nocivos de la transfobia para las personas trans; el tercero, que “no hay manera de disociar la práctica y los términos del diagnóstico de la escena ética.” (12). Para la autora, esto “implica establecer la primacía de protección del deseo que se ofrece respondiendo con reconocimiento a la solicitud.” (13, mi énfasis).

En la introducción, Gerard Coll-Planas recuerda algunos hechos de los que aquí destacaré apenas dos. El primero, asociado a su tesis acerca de la inseparabilidad de los fenómenos identitarios y del deseo, desarrollada en La voluntad y el deseo: “el trastorno de identidad de género es una herramienta que utilizan los profesionales de la salud mental que se proponen “corregir” la homosexualidad” (18-9). Segundo hecho: la reproducción de una supuesta comprensión universalizante favorece la patologización, contrariamente a lo que supone el reconocimiento de la diversidad. En el contexto de la discusión sobre qué es lo humano y sobre cómo cada intento de definición acaba excluyendo algunos hombres (tal como desarrolla Marion en la primera parte de Certitudes négatives, un libro del que he citado aquí algunos párrafos; cf. tb. mi reseña al libro de Coll-Planas), yo acrecentaría que, más acá del reconocimiento del otro como humano, la identificación del humano como otro -también de uno mismo como otro- permite reconocerse como humano en transición, en devenir. La humanidad es un rasgo de esencia, pero la subjetividad es un logro de lenguaje.

La patologización de la diferencia sexual asumida, además, no como tránsito efímero sino como apertura habitable (del cuerpo, del significante – ese gran orificio) se reviste para muchos de una importancia capital. Y es que el capital no perdona deudas ni dudas ni nadie que ponga en duda lo pre-supuesto. La patologización abre mercados, y no hay que retroceder mucho en el tempo para recordar la crítica enérgica de Francis Fukuyama en Nuestro futuro posthumano a la medicalización precoz e insuficientemente valorada, cuando no totalmente ignorante de las causas de sufrimiento de los niños estadounidenses, sumariamente diagnosticados con depresión o TDAH (ADHD es la sigla inglesa). La paradoja es evidente: susceptibles de diagnósticos oblicuos y de medicalización ad hoc, los niños son empero incapaces de agencia política (considérese el mito de la “mayoría de edad”) y sexual (hay leyes sobre pedopornografía y relaciones con “menores” pero ¿hasta qué punto están regulados el matrimonio con o entre menores y la representación -erotizante- de los niños en la publicidad, la moda, etc.?). Si la normalidad fuera gratuita, no habría por qué legislarla o tipificarla. Devenir ley es propio de la norma, que es tanto más apreciada cuanto más exclusiva. Por eso se trata de disuadir la diferencia, de revocarla y ridiculizarla para luego excluirla y diezmarla, se trata de fijar más y más aún la castración, de erigir sobre esa roca la sociedad del ansia de normalidad, de lo aparentemente sencillo e igualitario: una masa dispuesta a pagar por su estandarización.

¿Cuales serían entonces los objetivos deseables de una Unidad de Trastornos de la Identidad de Género? Aparte el deseable cambio de nombre de las mismas, y al hilo de la introducción de Coll-Planas, podrían enumerarse: escuchar, informar sobre las técnicas disponibles (que no tratamientos), valorar su funcionalidad, afinidad y la probabilidad de éxito considerando por lo menos la demanda explícita, las expectativas y el discurso del usuario. De hecho, en el segundo capítulo, Aimar Suess refiere, siguiendo a otros autores, una tendencia en la bioética “hacia un modelo de autonomía que otorga un mayor peso a los procesos de consentimiento informado, toma de decisión compartida, así como a los conceptos de capacidad y competencia” (31). El hecho indicado por Suess, de que aquellas unidades clínicas llevan a cabo la reasignación de sexo en algunas comunidades autónomas aunque “el Sistema Nacional de Salud no incluye el proceso de reasignación de sexo entre sus prestaciones” (31, n.8), solo confirma el eje de privatización que domina los discursos y las prácticas clínicas y sociales ante la diferencia sexual y las justas demandas que a partir de élla pueda hacer el sujeto. La no implicación del Sistema Nacional de Salud en la comprensión y en la praxis con respecto a materias tan fundamentales como la adecuación de la salud familiar a distintas formas de comunidad doméstica, el avance en cuidados paliativos, el rescate referencial de la muerte, la educación para el recurso responsable al Sistema por parte del mismo usuario, o el entendimiento de la diferencia sexual – todos estos ejemplos de no implicación son activamente favorables a la exclusión del sujeto relativamente a su deseo, y al sometimiento del cuerpo al circuito ideológico de producción de normalidad con la consecuente eugenesia (cuestión central, nombrada apenas en el prólogo por Miquel Missé, p. 274).

Se reviste de valor particularmente operatorio el capítulo décimo, co-autorizado por Randall D. Ehrbar, Kelley Winters y Nicholas Gorton, donde se proponen profundos cambios, supresiones y reformulaciones a tener en cuenta en la quinta edición del DSM (manual de psiquiatría estadounidense que aún sirve de Ley a muchos sirvientes). Aquí tan solo quisiera insistir en que, de haber disforia, se tratará no de disforia de género sino por la aversión a ciertos marcadores somáticos de género, aspectos (a nivel metonímico) o partes (sinecdóquico) del cuerpo que, estando por alguna razón investidos y condicionados semiótica y semánticamente, adquieren para el sujeto un valor intrusivo o defectivo pues se experimenta su pertenencia o ausencia, respectivamente, como una usurpación tópica o como un significante in absentia de castración. La autoubicación en un rol de género o el género autopercibido pueden manifestarse como situaciones aneconómicas y esa aneconomía tiende a elegir como ubicaciones más específicas ciertos marcadores o índices somáticos deseados (envidiados) o negados (en distintos sentidos).

Quisiera aún subrayar, con Sandra Fernández (cap.11), como lugar de apertura, el establecimiento de vínculos entre personas que sienten que comparten cierta diferencia, “espacios trans”, “que tienen el poder de funcionar con otras lógicas de reconocimiento (donde el reconocimiento entre iguales no está atravesado por la necesidad de articular una demanda médica)”, lo que “está reforzando la subjetivación -y el empoderamiento en términos más políticos- así como combatiendo la vulnerabilidad social” (191). Estos espacios de vinculación inter pares vendrían a ofrecer una respuesta posible al problema relanzado por Butler en el prólogo: “La situación actual es siempre social, es preciso entrar en relación con aquellos con los que no existen lazos íntimos, y, por tanto, dependemos de estos extraños-con-autoridad para poder lograr las condiciones necesarias para vivir y para vivir bien.” (11) Los vínculos sociales que se establecerían en aquellos “espacios trans” (al final, una designación por antonomasia de los espacios de negociación de identidad) se articulan entre sí y con el deseo  de “combatir la doctrina que define lo que es bello y lo que es monstruoso, lo que es erótico y deseable, lo que es normal y lo que es anormal” (273), en palabras de Miquel Missé, quién añade a varios testimonios recogidos en el libro (229-263) su deseo “simple”: “construir un mundo en el que las personas puedan buscarse, dudar, encontrarse y volver en su búsqueda; hablar desde otros lugares y aprender otras formas de leer el cuerpo.” (275).

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El día 18 de noviembre a las 18h30 tuvo lugar en el Col·legi Oficial de Psicòlegs de Catalunya una presentación del libro El género desordenado: Críticas en torno a la patologización de la transexualidad, con la presencia de los editores Miquel Missé y Gerard Coll-Planas – este último, autor además de La voluntad y el deseo, que he reseñado aquí.

Las opciones que uno tiene para habitar identidades definidas o ambiguas siempre están un tanto en función de los demás. Mi posición política e identitaria me permite sentirme cómodo con esa ambigüedad en mi cuerpo y en mi apariencia. Sin embargo, la gente clasifica todo el tiempo y uno tiene que negociar con etiquetas constantemente. La clase social también es un factor muy importante: yo puedo permitirme tener toda esta teoría montada y tener tiempo y medios para leer libros de género porque pertenezco a cierta clase social. Para muchas personas de clases sociales menos afortunadas el género no es tan flexible y no se permiten tantas cosas. Es importante tener en perspectiva cómo interactúan todos estos factores.

(Fragmento del testimonio “Construir lo que somos”, por Pau Crego Walters, en el libro)

La diferencia fundamental entre el modelo patologizador y el despatologizador es que la patologización de la transexualidad, tal y como está planteada, es inherentemente autoritaria y excluyente, pues se impone a todo el mundo y excluye que haya otras experiencias posibles: para ser creíble, niega las demás identidades. En ningún caso espero que todas las personas trans seamos iguales, sintamos lo mismo y nos definamos del mismo modo. Lo que sí espero es vivir en un mundo donde cada uno pueda ser, sentir y definirse con sus propias palabras, y no creo que esta sea una posición autoritaria.

Miquel Missé, “Epílogo”

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