Tradición y destino

El peso de la tradición es relativo – ¿a qué? A aquello sobre lo que se asienta y a aquello que le esté sujeto. Siguiendo la voz latina tradere, hallamos en el sentido de la traditio el hecho o efecto de tirar (de una palanca, de una cuerda…) o de arrastrar (un carro de bueyes, un arado…). Al arrastrar algo sobre un suelo imprimible, permeable a las huellas como lo es la tierra, se revuelve ese mismo suelo, se inscribe algo sobre la tierra. Podría ser solamente el movimiento mismo de la tradición, el paso del tiempo y el deseo de traer consigo algo de un tiempo anterior – vivido o no por uno mismo.

Si la tierra es permeable, dócil, blanda, no es difícil revolverla. Cambiar irremediablemente el rostro de la tierra puede ser a veces la única forma de cambiar el paisaje y sobre todo de hacerla fértil, si es que queremos prepararla para acoger el sembrado. Si la tierra es más impermeable, resistente, firme, impone su carácter de escritura perenne. Lo que ha dicho, dicho está. Dejarla inalterada puede ser la única forma de respetarla, de seguir mirándola según su deseo no formulado de no ser reescrita, de no ser tocada. Las facciones de la tierra, su porosidad, su fertilidad y sus demás cualidades, son lo que determina la importancia de su conservación, es decir, la pertinencia de la tradición.

Así también mitos y mitemas (Roland Barthes, Mythologies), legados culturales y formas de sabiduría popular o impopular, ritos y rituales, protocolos y convenciones, estructuras y sistemas, modos de decir y modos de escuchar – solicitan atención y criterio a la hora de interpretar si siguen siendo fértiles o si el paso del tiempo los ha esterilizado o cristalizado, si aporta algo recuperarlos – si importa y qué importa. Conocer y estimar o desestimar esos elementos traídos, tradicionados, sobre los que se ha ejercido la labor de la tradición es tarea de quienes desean conocer y elaborar su propia historia.

Si estos son elementos sobre los que ejerce su peso la labor de la tradición y al cual al mismo tiempo están sujetos (al estar informados por ella), se revela una importante ambivalencia, constitutiva del modo de hacer de la tradición: ésta se instituye con y sobre unos principios desplegados en prácticas y códigos diversos y se constituye con y bajo las formas y significaciones de aquéllos. A todo ese patrimonio de rigideces o fijaciones, patrimonio que se erige como el fundamento mismo de la tradición y, por sinécdoque, como la Tradición, también se le llama a veces perifrásticamente, y tal vez eufemísticamente, los usos y costumbres.

Lo que se usa es lo que se acostumbra a hacer, y es esa práctica apuntalada en discursos y presencias de orden muy diverso, esa práctica que se actualiza en la repetición, lo que fundamenta el principio de la tradición. Recordamos con Stanley Fish (The trouble with principle) que ese principio, como todo criterio primero, es en cierto modo un contenido vacío, y por eso es problemático. Los mores, que conforman la moral, son eso mismo: los usos y las costumbres. La estructura del pensamiento moral, asidua en costumbres y protocolos que hoy día parecerían por lo menos inconvenientes (léanse, por ejemplo, las obras de Norbert Elias y de Philippe Ariès), no admite, sin embargo, el juicio según criterio ajeno ya que el pensamiento moral no se rige por otro criterio que no sea la autoridad de la repetición: la moralidad es directamente proporcional a la capacidad de repetición y a la fidelidad a lo repetido (fidelidad verificada según convención pues aquello que se repite es precisamente lo que ya no está presente).

Otra cosa, que no la moral, es la ética. La ética (del griego ethos), que Heidegger gusta de asociar a la casa (Carta sobre el humanismo), peculiar objeto que se habita (ídem, “Construir habitar pensar”), obedece a otra tradición, una tradición en la que la misma tierra que yo he cuidado podrá ser objeto del cuidado de otros, y recíprocamente. Es tierra viva, territorio puesto en común, comúnmente arado, ofrecido al pensamiento recto sobre las cosas mismas (ibídem, “El origen de la obra de arte”) y a la acción justa. Justo es aquél capaz de delimitarse, de orientar su camino sin obediencia a una ley impuesta. Porque se ha depuesto de sí mismo, en el sentido místico señalado, entre otros, por Eckhart von Hochheim, no admite que un principio le sea impuesto. El justo se rige más bien por el fin que el conocimiento de sí mismo le va revelando. Y si su fin le enseña su propia finitud, la autodefinición por conocimiento de sí le acerca, en la relación con el otro, a la familiaridad de lo extraño, a fines que le son ajenos y a la finitud que a todos es común.

Con la reducción fenomenológica (el retorno a las cosas mismas) y la ética fundada en la justicia empieza la arqueología de la historia personal y el discernimiento entre lo que atañe a la tradición educativa y lo que es libre seducción hacia el propio destino.

El peso de la tradición es relativo – ¿a qué? A aquello sobre lo que asienta y a aquello que le esté sujeto. Siguiendo la voz latina tradere, hallamos en el sentido de la traditio el hecho o efecto de tirar (de una palanca, de una cuerda…) o de arrastrar (un carro de bueyes, un arado…). Al arrastrar algo sobre un suelo imprimible, permeable a las huellas como lo es la tierra, se revuelve ese mismo suelo, se inscribe algo sobre la tierra. Podría ser solamente el movimiento mismo de la tradición, el paso del tiempo y el deseo de traer consigo algo de un tiempo anterior – vivido o no por uno mismo.

Si la tierra es permeable, dócil, blanda, no es difícil revolverla. Cambiar irremediablemente el rostro de la tierra puede ser a veces la única forma de cambiar el paisaje y sobre todo de hacerla fértil, si es que queremos prepararla para acoger el sembrado. Si la tierra es más impermeable, resistente, firme, impone su carácter de escritura perenne. Lo que ha dicho, dicho está. Dejarla estar puede ser la única forma de respetarla, de seguir mirándola según su deseo no formulado de no ser reescrita, de no ser tocada. Las facciones de la tierra, su porosidad, su fertilidad y sus demás cualidades, son lo que determina la importancia de su conservación, es decir, la pertinencia de la tradición.

Así también mitos y mitemas (Roland Barthes, Mythologies), legados culturales y formas de sabiduría popular o impopular, ritos y rituales, protocolos y convenciones, estructuras y sistemas, modos de decir y modos de escuchar – solicitan atención y criterio a la hora de interpretar si siguen siendo fértiles o si el paso del tiempo los ha esterilizado o cristalizado, si aporta algo recuperarlos – si importa y qué importa. Conocer y estimar o desestimar esos elementos traídos, tradicionados, sobre los que se ha ejercido la labor de la tradición es tarea de quienes desean conocer y elaborar su propia historia.

Si estos son elementos sobre los que ejerce su peso la labor de la tradición y al cual al mismo tiempo están sujetos (al estar informados por ella), se revela una importante ambivalencia, constitutiva del modo de hacer de la tradición: ésta se instituye con y sobre unos principios desplegados en prácticas y códigos diversos y se constituye con y bajo las formas y significaciones de aquéllos. A todo ese patrimonio de rigideces o fijaciones, patrimonio que se erige como el fundamento mismo de la tradición y, por sinécdoque, como la Tradición, también se le llama a veces perifrásticamente, y tal vez eufemísticamente, los usos y costumbres.

Lo que se usa es lo que se acostumbra hacer, y es esa práctica apuntalada en discursos y presencias de orden muy diverso, esa práctica que se actualiza en la repetición, lo que fundamenta el principio de la tradición. Recordamos con Stanley Fish (The trouble with principle) que ese principio, como todo criterio primero, es en cierto modo un contenido vacío, y por eso es problemático. Los mores, que conforman la moral, son eso mismo: los usos y las costumbres. La estructura del pensamiento moral, asidua en costumbres y protocolos que hoy día parecerían por lo menos inconvenientes, sino incluso horripilantes (léanse, por ejemplo, las obras de Norbert Elias y de Philippe Ariès), no admite, sin embargo, el juicio según criterio ajeno ya que el pensamiento moral no se rige por otro criterio que no sea la autoridad de la repetición: la moralidad es directamente proporcional a la capacidad de repetición y a la fidelidad a lo repetido (fidelidad verificada según convención pues aquello que se repite es precisamente lo que ya no está presente).

Otra cosa, que no la moral, es la ética. La ética (del griego ethos), que Heidegger gusta de asociar a la casa (Carta sobre el humanismo), peculiar objeto que se habita (ídem, “Construir habitar pensar”), obedece a otra tradición, una tradición en la que la misma tierra que yo he cuidado podrá ser objeto del cuidado de otros, y recíprocamente. Es tierra viva, territorio puesto en común, comúnmente arado, ofrecido al pensamiento recto sobre las cosas mismas (ibídem, “El origen de la obra de arte”) y a la acción justa. Justo es aquél capaz de delimitarse, de orientar su camino sin obediencia a una ley impuesta. Porque se ha depuesto de sí mismo, en el sentido místico señalado, entre otros, por Eckhart von Hochheim, no admite que un principio le sea impuesto. El justo se rige más bien por el fin que el conocimiento de sí mismo le va revelando. Y si su fin le enseña su propia finitud, la autodefinición por conocimiento de sí le acerca, en la relación con el otro, a la familiaridad de lo extraño, a fines que le son ajenos y a la finitud que a todos es común.

Con la reducción fenomenológica (el retorno a las cosas mismas) y la ética fundada en la justicia empieza la arqueología de la historia personal y el discernimiento entre lo que atañe a la tradición educativa y lo que es libre seducción hacia el propio destino.

Sobre la seducción (1979)

“La decadencia del psicoanálisis y de la sexualidad como estructuras fuertes, su asimilación (ravalement) por un universo psi y molecular (que no es sino el de su definitiva liberación) deja así entrever otro universo (paralelo en el sentido en que éstos no se encuentran jamás) que ya no se interpreta en términos de relaciones psíquicas y psicológicas, ni en términos de represión o de inconsciente, sino en términos de juego, de desafío, de relaciones duales y de estrategia de las apariencias: en términos de seducción – más que todo en términos de estructura y de oposiciones distintivas, sino de reversibilidad seductora – un universo donde lo femenino no es lo que se opone a lo masculino sino más bien lo que seduce al masculino.

En la seducción, lo femenino no es un término marcado ni no marcado. Ni siquiera cubre una “autonomía” del deseo o del goce, una autonomía de cuerpo, de palabra o de escrita que habría perdido (?), él no reivindica su verdad, él seduce.

Es cierto que a esta soberanía de la seducción se le puede llamar femenina por convención, la misma que pretende que la sexualidad sea fundamentalmente masculina, pero lo esencial es que esta forma haya existido siempre – diseñando, al margen, lo femenino como lo que no es nada, no se “produce” jamás, nunca está donde se produce (y sin duda en ninguna reivindicación “feminista”) – y eso no en una perspectiva de bisexualidad psíquica o biológica, sino de una transexualidad de la seducción que toda organización sexual tiende a abatir (rabattre), y el psicoanálisis mismo, según el axioma de que no hay estructura que no sea la de la sexualidad, lo que le hace incapaz de hablar de otra cosa.

¿Qué oponen las mujeres a la estructura falocrática en su movimiento de contestación? Una autonomía, una diferencia, una especificidad de deseo y de goce, otro uso de su cuerpo, una palabra, una escrita – nunca la seducción. Ellas tienen vergüenza de ésta como de una puesta en escena de artificial de sus cuerpos, como de un destino de vasallaje y prostitución. Ellas no comprenden que la seducción representa la maestría del universo simbólico, mientras el poder no representa sino la maestría del universo real. La soberanía de la seducción no se puede medir (est sans commune mesure) con la posesión (détention) del poder político o sexual.

Extraña y feroz complicidad del movimiento feminista con el orden de la verdad. Porque la seducción es combatida y rechazada como desvío artificial respecto a la verdad de la mujer, aquélla que en última instancia uno hallará inscrita en su cuerpo y en su deseo. Se trata de borrar así de golpe el inmenso privilegio de lo femenino de no haber accedido nunca a la verdad, al sentido, y de haber permanecido maestro absoluto del reino de las apariencias. Potestad inmanente de la seducción de quitarlo todo a su verdad y de hacerle entrar en el juego, en el puro juego de las apariencias, y ahí de desbaratar (déjouer) en un golpe de mano (tournemain) todos los sistemas de sentido y de poder: hacer volver las apariencias sobre ellas mismas, hacer jugar el cuerpo como apariencia, y no como profundidad de deseo – pues todas las apariencias son reversibles – solamente a este nivel los sistemas son frágiles y vulnerables – el sentido no solo es vulnerable al sortilegio. Sería ciegamente inverosímil renegar de esta única potestad igual y superior a todas las demás, ya que a todas las subvierte (renverse) por el simple juego de la estrategia de las apariencias.

La anatomía es el destino, decía Freud. (…)”

Jean Baudrillard, De la séduction. Paris: Galilée, 1979: 18-20.

El desierto

“El desierto I” in Inri, de Raul Zurita

Abajo las infinitas piedras del desierto, montañas de piedras, laderas, infinitas piedras sobre el desierto com un mar. Arriba el cielo, el cielo azul que cae.  Las piedras gritan al estrellarse con el aire, con el cielo que cae.

El desierto grita. Hay un muro de cal con nombres. Hay un muro blanco y pequeñas botellas con flores de plásticos que gritan al doblarse bajo el viento.

Un poco más lejos hay un barco. Nadie diría que puede haber un barco en el medio del desierto. Es un barco grande, herrumbroso, recostado encima de las piedras. Nadie lo diría, pero está allí. El mismo cielo que cae sobre las piedras cae sobre él. Todas las piedras gritan.

Gritan, el desierto de Chile grita. Nadie diría que esto puede ser, pero gritan.

Fuente: Cervantes Virtual