“El recuerdo más remoto, recuerdo fuera de toda duda, que conservo en imágenes de extraña vividez, se refiere a un hecho ocurrido en aquella época.
Recuerdo que me llevaban de la mano, aunque no sé si era mi madre, una niñera, una criada o una de mis tías. Tampoco recuerdo con claridad la estación del año. El sol de la tarde iluminaba débilmente las casas que se alzaban en la ladera. Llevado de la mano de por aquella mujer olvidada, subía la cuesta camino de mi casa. Alguien bajaba hacia nosotros, y la mujer tiró de mi mano. Nos apartamos y esperamos quietos al lado del camino.
No cabe la menor duda que la imagen que entonces vi ha adquirido nuevo significado a través de las incontables veces que la he vuelto a ver, que la he intensificado, que he centrado en ella la atención. Sí, ya que en el ámbito del nebuloso perímetro de esa escena, solamente la figura de aquel “alguien que bajaba” destaca con desproporcionada claridad. Y con razón, porque esa imagen es la primera de las que me han atormentado y aterrado toda mi vida.
Quien bajaba hacia nosotros era un hombre joven, de hermosas y coloradas mejillas y ojos resplandecientes, con una sucia tira de tela alrededor de la cabeza para contener el sudor. Bajaba, llevando sobre un hombre una larga pieza de madera de la que pendían cubos de inmundicia nocturna, y hábilmente armonizaba sus pasos con el balanceo de la madera, manteniéndola así en equilibrio. El hombre de las inmundicias nocturnas era el encargado de llevarse los excrementos. Iba vestido de obrero y calzaba una especie de zapatillas que dejaban al descubierto los dedos de los pies, con suela de goma, y la parte superior de tela de saco. Llevaba pantalones de algodón, azules y muy ceñidos.
El examen a que sometí a aquel joven fue insólitamente minucioso para un niño de cuatro años. A pesar de que entonces no me di clara cuenta de ello, aquel muchacho representó para mí la revelación de cierto poder, la primera llamada, a mí dirigida, por una voz extraña y secreta. Es revelador que esta llamada se expresara, por vez primera, con la forma de un porteador de inmundicias nocturnas. El excremento simboliza la tierra, y no cabe duda de que fue el malévolo amor de la madre tierra lo que me tentó.
Tuve el presentimiento de que en este mundo se da un deseo de tal especie que es como un punzante dolor. Al levantar la vista y mirar a aquel sucio muchacho, me sentí ahogado por el deseo, pensando: “Quiero cambiarme por él”; pensando: “Quiero ser él”. Recuerdo claramente que mi deseo se centraba en dos puntos principales. El primero de ellos eran los ceñidos pantalones azules, y el segundo era el trabajo del muchacho. Los ceñidos pantalones destacaban claramente las líneas de la parte inferior de su cuerpo, que avanzaba con suave agilidad y parecía dirigirse directamente hacia mí. En mi interior nació una inexplicable adoración hacia aquellos pantalones. No comprendía por qué.
Y su trabajo… En aquel instante, de la misma manera que otros niños, que en cuanto pueden usar la memoria desean ser generales, me poseyó la ambición de llegar a ser porteador de inmundicias nocturnas. El origen de esa ambición quizá se hallara, en parte, en los ceñidos pantalones azules, pero no íntegramente. Con el paso del tiempo esa ambición adquirió más y más fuerza y, al crecer en mi interior, tuvo un extraño desdoblamiento.
Quiero decir que sentía hacia el trabajo de aquel hombre algo parecido al deseo de experimentar un dolor penetrante, una pena que atormentara al cuerpo. La ocupación de aquel muchacho me produjo una sensación de “tragedia”, en el sentido más sensual de esta palabra. Cierta sensación parecida a la de “abnegación”, cierta sensación de indiferencia, cierta sensación de intimidad con el peligro, una sensación semejante a la de la mezcla entre la nada y el poderío vital; todas esas sensaciones emanaban tumultuosamente de la función de aquel muchacho y quedé en ellas sepultado, quedé apresado en ellas a la edad de cuatro años. Probablemente tenía una idea errónea de lo que es el trabajo de un porteador de inmundicias nocturnas. Probablemente me habían hablado de otro trabajo y, engañado por el atavío de aquel muchacho, había vertido su ocupación en el molde aquella otra de que me habían hablado. Es la única explicación que se me ocurre.”
Extraído de: Yukio Mishima. Confesiones de una máscara. Madrid: El País, 2003. Traducción de Andrés Bosch cedida por Editorial Planeta.