En una plaza, en un cruce improvisado, quedamos. Quizás seamos pocas. Sin contar con las que estamos reunidas, nadie sabe que lo estamos. Y si en algún momento lo sospecha alguien, no quedará evidencia. Tras el sonido iniciado por una, que sirve de contraseña, las demás responden, primero una, luego otro, luego otra, y otra aún. Cada una explicando en voz alta algo que la mueve, una fantasía que la ocupa, una ocurrencia aparentemente absurda. La tontería. Ahí nos encontramos, en ese centro inesperado. Los demás son periferia.
Por efecto de contagio, una que no había quedado con las demás empieza a hablar desde su inconsciente. Y luego, quizás, otro que tampoco había quedado entra en la dinámica. Nuestra secreta comunidad se amplía. Nuestros pensamientos se ponen en escena y se permiten la insumisión de unas palabras. Los que velan por el miedo común se alarman, pero no hay indicios claros de que sea algo calculado. Para ellos, no pasamos de ser unas locas que casualmente han coincidido en un mismo lugar.
Estamos enseñando algo que no se enseña. Pero al no estar organizados, a sus ojos, no saben a quién perseguir. Ponerle nombre a una manifestación, identificar una demanda, eso es ponerles muy fácil la actuación persecutoria. Y eso no se lo ponemos fácil. Antes alimentamos la paranoia de los verdugos, hasta enloquecerlos e infundirles el miedo. Ahora que hemos sembrado la pequeña insurrección, nos vamos.